En 1987 se firmó el Protocolo de Montreal para preservar la capa de ozono; el terrorista Unabomber puso una bomba en Salt Lake City y el mundo alcanzó los 5.000 millones de habitantes. Todo esto, documentado en los medios, coincidió con la creación del movimiento Act Up! formado principalmente por gais que, aunque mucho menos conocido, es uno de los artífices de que la infección por VIH sea hoy una condición crónica para quienes acceden a los tratamientos. En España, esa presión social la ejercieron hace veinte años organizaciones como Hispanosida.
El sida, la enfermedad provocada por el VIH –aislado por primera vez en 1983, dos años después de que se recogieran los primeros casos en EEUU– no sería lo que es hoy si no hubiera sido por el activismo social, ejercido principalmente por grupos de gais. Ellos hicieron visible una enfermedad destinada a la invisibilidad y lograron tratamientos en un tiempo récord, gracias a las presiones a políticos e industria.
La película Cómo sobrevivir a una epidemia, nominada al Oscar al mejor documental, relata esos primeros años de lucha a través de las dos principales organizaciones: Act Up! (¡Responde!) y su escisión TAG (siglas en inglés de Grupo de Acción en Tratamientos).
La cámara de David France, periodista en The New York Times y Newsweek, relata una historia en la que muchos de sus protagonistas están muertos. Los vivos, los que se convirtieron en conejillos de Indias, traficantes de medicamentos, lobistas, virólogos y químicos aficionados, apenas contienen las lágrimas en los testimonios recogidos en la actualidad. Todos ellos se salvaron de la muerte por suerte y ninguno es capaz de olvidar a los que no lo consiguieron.
En España, también hubo un movimiento civil encaminado a que los poderes públicos consideraran el sida una enfermedad de la magnitud debida y, sobre todo, a despertar la respuesta ciudadana, como recuerda Ferrán Pujol, fundador de la organización Projecte dels NOMS-Hispanosida, que descubrió que estaba infectado por el VIH en 1986, cuando no había ningún tratamiento sobre la mesa. “En España no hay memoria histórica del VIH/sida”, reflexiona, recordando que en EEUU el movimiento empujó al activismo en el resto del planeta.
El documental de France comienza con una reunión en un local del barrio gay de Nueva York, Greenwich Village. El escritor Larry Kramer anuncia la primera acción de renombre de la recién creada Act Up!: ocupar el Ayuntamiento de la Gran Manzana y preguntar a su alcalde, Ed Koch, por qué no se estaba haciendo nada frente a una enfermedad que ya había matado a medio millón de personas. Koch llegó a llamarles fascistas, y un joven Pat Buchanan les preguntó por qué no optaban por el celibato sin tan preocupados estaban.
Clubes de ciencia para aprender sobre el sida
Aunque fueron el principal foco de presión, la lucha para la visibilidad del sida no implicó solo a activistas gais y lesbianas. Hubo gente que, aterrada ante lo que estaba pasando, explicó a este grupo cómo hacerse visible, qué pedir y a qué organismos.
Es el caso de Iris Long, una química que ya no ejercía su profesión y que, aun así, acudió a Act Up! y les dijo: “Si quieren aprender cómo funcionan los Institutos Nacionales de la Salud (NIH), la Agencia Estadounidense del Medicamento (FDA) y lo que se vaya sabiendo sobre el virus, aquí estoy yo para enseñarles”. De ahí nació el Comité de Tratamiento y Datos, en cuyos ‘clubes de ciencia’ se llevó a cabo un glosario del sida que se repartía entre los asistentes a las reuniones.
“Tuvimos que especializarnos a marchas forzadas en conceptos como el ADN, el ciclo vital de un virus, los ensayos clínicos y sus fases… Es curioso cómo algunos han llegado a aprender tanto”, recuerda Pujol, cuya pareja, Michael Meulbroek, que no es médico, todavía a día de hoy recibe a personas con VIH que buscan su consejo cuando los especialistas les proponen iniciar un tratamiento.
Los primeros boletines sobre tratamientos se originaron en la comunidad y a ellos recurrían incluso los clínicos. No existía internet y se creó una red de comunicación telemática, HIVNET. “Implementar un terminal era muy complicado y caro, pero Michael lo hizo en Barcelona. Servía para estar en contacto con el mundo e informarse. Duró un par de años, lo que tardó en hacerse común internet”, comenta el activista.
Del trabajo en red también habla uno de los médicos más veteranos en la lucha contra el VIH en España, Bonaventura Clotet, jefe de la Unidad de VIH del Hospital Universitario Germans Trias i Pujol, en Badalona, desde 1987. De esa época, Clotet recuerda “la sensación de impotencia”. “Nuestro objetivo era mejorar la calidad de vida, ya que la cantidad no se podía”, señala.
“Enseguida se vio la necesidad de crear recursos más allá de los que podía aportar la sanidad pública y de ahí surgió en 1992 [aún faltaban seis años para el descubrimiento de la triple terapia antirretroviral que supuso la cronicidad de la infección por VIH] la Fundación de la Lucha contra el Sida y el Instituto IrsiCaixa que, en 1993, se estableció para fomentar la investigación básica”, apunta.
Acciones radicales en Montjuïc
También recuerda que la situación no era fácil para los hombres que tienen sexo con hombres. “Estaban muy estigmatizados y la enfermedad les obligó a salir del armario de golpe”, recuerda. En esto los estadounidenses jugaban con ventaja. “El movimiento gay ya estaba muy organizado, allí todo es más a lo grande”, sostiene.
Y ese 'a lo grande' se manifestó en acciones radicales. Además de visitar el Ayuntamiento de Nueva York, los activistas de Act Up! se subieron a la sede de un laboratorio farmacéutico; se organizó una ‘besada’ en el campo donde jugaba George Bush y recriminaron a la iglesia la estigmatización de la homosexualidad.
En España, Pujol recuerda que también se llevaron a cabo acciones de este tipo, como ‘cerrar’ la entrada del cementerio de Montjuïc en pleno Día de Todos los Santos: “Nos pusimos en la entrada reivindicando a nuestros muertos en un día en que la gente va al cementerio a recordar a los suyos, se formó un tapón impresionante, acudió la guardia urbana y las colas llegaban hasta el monumento de Colón”.
Clotet apunta que “se tenía que ejercer mucha presión” y para ello llevaban a cabo actividades “que podrían parecer incívicas”. “Hay que felicitar al activismo porque fue crucial para acelerar el desarrollo y aprobación de fármacos”, subraya.
Frente a las acciones impactantes de Act Up! –como llevar las cenizas de un activista fallecido al cuartel general del candidato republicano George Bush– otros activistas optaban por demostraciones pacíficas. En 1987, un edredón (quilt, en inglés) creado por The Names Project Foundation cubrió completamente el National Mall en Washington. Este proyecto fue traído a España por Ferrán Pujol años más tarde. “Las acciones que hacíamos con Act Up! a mí me inquietaban porque podían producir rechazo social; la gente en lugar de solidarizarse con nosotros nos tenía miedo porque se supone que éramos infecciosos”, recuerda el activista.
“Acciones como el quilt eran una forma de visualizar lo que estaba ocurriendo y producían compasión y curiosidad”. Para Pujol, “ambos movimientos se apoyaron mutuamente, uno jugaba el papel de ‘poli malo’ y otros del bueno; ambos eran necesarios”. Porque, tal y como rememora, a principios de los años 90 “todas las plantas de muchos hospitales de Barcelona estaban inundadas de jóvenes muriendo de sida” pero, cuando se salía a la calle, “la vida seguía su curso, ante la ignorancia de todo el mundo”.
Las farmacéuticas reaccionaron
Las acciones daban su fruto, al menos en EEUU, donde los laboratorios se embarcaron en una carrera en busca del fármaco que curara el sida. Algo cambió en la FDA, organismo donde Act Up! también acudió a protestar. La forma más rápida de aprobar estos fármacos era simplificar los ensayos clínicos sin que fuera necesario comparar sus efectos con un placebo. Es decir, si había una sustancia que podía ser útil, tenía que llegar al máximo número de enfermos posible.
En paralelo, la gente acudía a México a comprar fármacos que se sospechaba podían ser eficaces, mientras la zidovudina o AZT, el primer fármaco aprobado frente al VIH en 1987, dejaba de hacer efecto a los meses de su aplicación.
El activista Pujol señala que la desesperación de los pacientes les llevaba a tomar decisiones drásticas. “Antes de que se demostrara el valor de la terapia combinada, el Ministerio de Sanidad solo autorizaba el uso compasivo [la forma en que se accedía a los fármacos mientras estaban en investigación] de un nuevo medicamento cuando había fracasado el anterior. Lo que algunos médicos hacían era ‘cruzar’ pareja: a un paciente se le recetaba un fármaco y al otro, el otro, y ellos lo mezclaban. Recibían ambos fármacos legalmente y ellos los combinaban, así se salvaron muchas vidas”, desvela.
Clotet reconoce que tuvo “mucha libertad” y que proporcionó “lo más novedoso a sus pacientes” casi siempre por la vía del uso compasivo. “Cuando se solicitaba mucho un fármaco para ensayos clínicos, lo pagaba la casa comercial”, explica Clotet, que luchó porque el centro donde trabajaba contara con los laboratorios para participar en estos ensayos.
La llegada de los primeros inhibidores de la proteasa (IP) y la demostración de que, en terapia combinada, podían controlar el VIH, supuso una ‘resurrección’ para muchos afectados. El actual director de Instituto Nacional de Alergia y Enfermedades Infecciosas del EEUU, Anthony Fauci, lo denomina en la película “el efecto Lázaro”. “Los que estaban a punto de fallecer 'resucitaron' y los demás nos salvamos gracias a ellos”, subraya Pujol.
El panorama se enturbió con las primeras diferencias serias dentro del activismo, de las que nació TAG como escisión de Act Up!. Ante el descubrimiento de un nuevo y prometedor fármaco –que acabaría siendo parte indispensable del tratamiento en aquellos años–, la nueva asociación pidió que se dejaran de hacer los ensayos sin compararlos con placebo.
Estrés postraumático
La razón fue un estudio presentado en Berlín que demostraba la inutilidad del AZT. Desde TAG se quería evitar una aprobación rápida de un fármaco que a la larga mostrara ser ineficaz; Act Up! no quería correr el riesgo de que un ensayo convencional supusiera la muerte de los asignados al grupo placebo. Esos últimos años antes del descubrimiento de la triple terapia antirretroviral fueron los peores, a pesar de que se empezaba a intuir que se iba a controlar el virus.
Sin embargo, el triunfo fue agridulce para la mayoría. “Como en cualquier guerra, uno se pregunta cómo ha vuelto a casa”, afirma uno de los activistas que protagonizan Cómo sobrevivir a una epidemia. “Lo que pensábamos que iba a pasar en 1988 pasó en 1996”, explica otro.
Todos los entrevistados coinciden en que nada ha vuelto a ser lo mismo, a pesar de que su aspecto actual es mucho mejor del que mostraban hace 20 años. “Yo mantengo el estrés creado por llevar en aquella época a amigos moribundos a despedirse de otros más moribundos todavía; es estrés postraumático con el que me he acostumbrado a vivir”, concluye Pujol que, como en la película de David France, recuerda que aún quedan frentes por los que luchar.
En todo el mundo, hay seropositivos que siguen sin tratamiento o han sido excluidos de ellos; así como los que no pueden recibir los últimos y mucho más eficaces fármacos aprobados para la hepatitis C. Se ha logrado sobrevivir a la epidemia, pero el VIH no es igual para todos.