En 2011, un médico se hizo famoso por asegurar que sus compañeros fallecen con menos tratamientos agresivos, más tranquilos y con menos dolor que el resto de la gente. Tiempo después, los estudios le han quitado la razón. Morir es difícil para todos. Los especialistas claman por que la calidad de la muerte sea un valor social y por un refuerzo radical de los servicios de dependencia y cuidados paliativos.
«Con qué esfuerzos y dolores venimos a este mundo no lo sabemos, pero no suele ser cosa fácil salir de él».
Sir Thomas Browne. ‘La religión de un médico’.
“No es un tema frecuente de conversación, pero los médicos mueren también. Y no lo hacen como el resto de nosotros. Lo que resulta inusual en ellos no está en cuántos tratamientos reciben en comparación con el resto, sino en cuántos menos. Debido a todo el tiempo que pasan evitando las muertes de otros, tienden a estar bastante serenos cuando se enfrentan a su propia muerte. Saben exactamente lo que va a pasar, conocen las opciones y generalmente tienen acceso a cualquier tipo de tratamiento que quieran. Pero se van con suavidad”.
Esto era lo que decía en 2011 Ken Murray, un médico de familia de Los Ángeles ya retirado. Lo hizo en un artículo que tituló Cómo mueren los médicos (No es como el resto de nosotros, pero debería ser así) y en el que también decía: “Por supuesto, los médicos no quieren morir, quieren vivir. Pero saben lo suficiente de la medicina moderna como para conocer sus límites. Y saben lo suficiente sobre la muerte para saber qué es a lo que más teme la gente: a morir con dolor y a morir sola”.
Ese texto no dejó de compartirse y republicarse en los años siguientes, dando lugar a discusiones sobre “por qué los médicos administran tratamientos a pacientes moribundos que rechazarían firmemente para ellos mismos”.
Su impresión era personal, a raíz de sus propias experiencias y ejemplificada en la de un amigo médico que fue diagnosticado de cáncer de páncreas. El cirujano que lo atendió le habló de una nueva técnica que mejoraba moderadamente la expectativa de seguir vivo a los cinco años, pero a cambio de una considerable peor calidad de vida. Él rechazó el tratamiento, decidió irse a su casa a pasar más tiempo con su familia y allí murió, sin volver al hospital.
Después de su artículo se hicieron estudios objetivos y los datos contradijeron a Murray. Cuando se pregunta a personas sanas por el tipo y cantidad de tratamientos que querrían si estuvieran próximas a la muerte, los médicos tienen claro que prefieren muchos menos.
Sin embargo, un trabajo en 2016 analizó las muertes de más de 200.000 ciudadanos de Estados Unidos, incluyendo a casi 10.000 médicos. Aunque estos usaron un poco más los cuidados paliativos, pasaron el mismo tiempo en el hospital durante sus últimos meses que el resto de la gente, incluso algo más en cuidados intensivos.
Otro trabajo del mismo año con 600.000 personas sí vio que los médicos morían algo menos en el hospital, pero apenas un 4 % menos, y muchas de las diferencias tenían que ver más con el nivel socioeconómico que con la profesión.
¿Hay alguna diferencia en cómo viven los médicos la enfermedad y la muerte? ¿Qué supone el contacto continuado con ambas en sus propias vidas? ¿Por qué es tan difícil morir bien?
¿Qué es, al fin y al cabo, morir bien?
“Yo me había metido en esta profesión en parte persiguiendo a la muerte: para comprenderla, para desvelarla, para mirarla a los ojos sin pestañear (…) Pero durante la residencia estaba poniéndose de manifiesto poco a poco otra cosa. Yo todavía no estaba con los pacientes en tales momentos críticos, solo estaba presente en esos momentos críticos. Veía un montón de sufrimiento; peor aún: me habitué a él”.
Estas líneas las escribió el neurocirujano Paul Kalanithi en su libro Recuerda que vas a morir. Vive (When breath becomes air) poco después de que se le diagnosticara un cáncer de pulmón fatal en 2013, con 36 años. Kalanithi recuerda su relación continua con la muerte y describe cómo la vive cuando le toca enfrentarse a ella en persona. Quizá los médicos estén mejor preparados para ello.
“Diría que no hay una tendencia clara”, responde Agustina Sirgo, psicooncóloga en el Hospital Sant Joan de Reus y presidenta de la Sociedad Española de Psicooncología. “No hay estudios al respecto, y serían muy interesantes, pero mi impresión personal es que no”, continúa.
“Quizá la primera capa de discurso, la primera reacción pueda ser diferente, a veces a través de un escapismo científico-tecnológico, pero al fin y al cabo el núcleo del médico es un ser humano al que la profesión puede servirle o no. La cuestión no es la cantidad de relación con la muerte, sino el impacto que produce y cómo se reacciona ante ella. Muchas personas no relacionadas con la sanidad pueden tener esas experiencias e incorporarlas a su favor”, añade Sirgo.
“No sabría decir”, reconoce Fernando Marín, médico especializado en cuidados paliativos y presidente de la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD), “mi impresión es que depende de la persona y de su forma de pensar, de sus miedos y experiencias cercanas previas”.
La sensación de Marcos Gómez, presidente de honor de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos (SECPAL) y uno de los impulsores de esta disciplina en España, es que “no hay grandes diferencias. Yo no sé qué pasará cuando me toque, aunque sí diría que ahora mismo, con la experiencia, tengo menos miedo”.
Unas pocas páginas más adelante, una vez conocido el diagnóstico de su tumor en el pulmón, y como respondiendo personalmente a la duda de Marcos Gómez, Kalanithi escribe: “La muerte, para mí tan familiar en mi trabajo, estaba haciéndome ahora una visita personal. Aquí estábamos: al fin cara a cara y, sin embargo, no había en ella nada reconocible”.
No lo había en buena medida porque, a pesar de la relación continua con los pacientes, “no te haces una idea ni de los pequeños detalles: cuando te ponen una vía intravenosa, por ejemplo, notas un sabor salado en cuanto empiezan a administrarte el suero. Me dicen que eso le pasa a todo el mundo pero, aunque yo llevaba once años ejerciendo la medicina, nunca lo había sabido”. (…) Simplemente, “un dolor de espalda atroz puede moldear una identidad”, narra Kalanithi.
¿Hay entonces alguna forma de estar, desde la salud, preparado para la muerte? Asumiendo, como dijeron en su día Cicerón y Montaigne, que “filosofar es aprender a morir”, el médico irlandés Seamus O´Mahoney escribió un artículo preguntándose si los filósofos morían mejor que los médicos. La conclusión es que no lo hacen especialmente bien, en general. De ahí que su opción sea la de olvidarla hasta que esta esté cerca y sea visible, que prefiera pensar en qué cocinará para cenar. Otra forma de planteárselo es el de tenerla presente como un rumor que no interfiera en los días, pero que permita reconocerla al acercarse.
“Puede que esa sea una opción”, apunta Sirgo, “pero teniendo en cuenta que pensar demasiado en ella enlata la vida y que hasta ese momento nadie sabe cómo reaccionará. El aquí y ahora será el de ese momento”.
La otra gran pregunta es cómo hacer una vez llegado el momento. Y qué no hacer.
«Justo antes de morir, Tolstoi dijo que “no entiendo qué se supone que he de hacer”».
Anatole Broyard. ‘Ebrio de enfermedad’.
Anatole Broyard fue un crítico literario al que en 1989 le diagnosticaron un cáncer de próstata avanzado. Su reacción fue extraña y particular, y la incluyó en un eléctrico libro titulado Ebrio de enfermedad: “Me pareció que mi existencia había adquirido su propio sistema métrico, como sucede en la poesía o en los taxis” (…) “En esta fase me encuentro encandilado con mi cáncer. Es algo que apesta a revelación”. Esa reacción no es habitual, pero da cuenta de la variedad de formas de afrontar la enfermedad y de que no haya una forma exacta para describir qué es “morir bien”, aunque para Marín podría resumirse en “morir como tú quieres”.
Lo que parece claro es que morimos peor de lo que deberíamos. Por ejemplo, “hasta el 25 % de los pacientes con cáncer avanzado recibe tratamientos agresivos al final de su vida, definidos objetivamente”, señala Marín. Sin ir más lejos, en una muestra de 1.001 enfermos del Hospital Universitario de Santiago de Compostela, el 19 % recibió dosis de quimioterapia en los últimos cinco días de vida.
“La calidad de muerte no es un valor social”, prosigue Marín, quien se alarma al explicar que “el 25 % de los médicos no sabe siquiera si el testamento vital está regulado, que es casi como decir que desconocen la insulina”.
“Los hospitales están construidos para diagnosticar y curar. En ellos la muerte es una intrusa”, asegura Marcos Gómez. Una prueba de ello sería el hecho de que hasta la mitad de las universidades españolas “no ofrecen ni siquiera la asignatura de cuidados paliativos”, y a nivel hospitalario “estamos en el puesto 31 de 49 en la Unión Europea en esta materia”. Esto, según Gómez, implica que “75.000 personas mueren cada año en España con un sufrimiento que sería evitable, entre ellas 1.100 niños”. Los paliativos no son un fin en sí mismo, pero sí “un medio para morir bien”, completa Marín.
La imagen con la que se ha comparado a veces la sanidad al final de la vida es la de un tren que avanza con la inercia de la curación y del que es muy difícil saltar. “Eso, junto con el hecho de que las personas cambiamos de pensamiento en momentos de desesperación, podría explicar por qué ni siquiera los médicos mueren mejor”, razona Sirgo.
Ahora mismo en España son diez las comunidades autónomas que tienen una ley específica de muerte digna, pero “en realidad hay una falta de voluntad política”, critica Marín. “Se trata de una ley básicamente pedagógica, un catálogo de buenas intenciones. En la práctica real no hay diferencias entra quienes la han adoptado y quienes no lo han hecho”.
Según Marcos Gómez, presidente de honor de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, “75.000 personas mueren cada año en España con un sufrimiento que sería evitable, entre ellas 1.100 niños”. / Adobe Stock
Lo que se pide es una ley acompañada de presupuestos que permita “aumentar las unidades de paliativos y diseñar planes adecuados a cada lugar, darle mucha más importancia al valor del testamento vital y al derecho a morir en una habitación individual”, añade.
También insiste en mejorar los servicios de asistencia domiciliaria, porque “la casa de cada uno es el sitio preferido para morir. Y el más barato”, completa Gómez, para quien ahora mismo la forma de morir es casi “una cuestión de suerte que depende de la región, del hospital y, en última instancia, de la unidad que a uno le toque”. Tiene claro que “no puede ser que resulte más fácil programar una operación que una ayuda para darles de comer y asearse en su propia casa”.
«Lo que un enfermo crítico necesita, sobre todo, es que le entiendan. Morir es un malentendido que es preciso aclarar antes del fin».
Anatole Broyard. ‘Ebrio de enfermedad’.
En La muerte de Ivan Ilyich, la novela de Tolstoi, lo que más atormentaba al protagonista “era la pretensión, la mentira, que por alguna razón todos mantenían, de que estaba simplemente enfermo y no muriéndose”. Este fenómeno, que se ha dado en llamar ‘la conspiración del silencio’, afecta “al 50 % de las situaciones en cuidados paliativos”, explica Marín. Sucede en gran medida por las familias, que en general actúan con la buena intención de “proteger” al enfermo. Pero también por los médicos, “para los que muchas veces no supone una prioridad y a los que deja en una posición más cómoda”. Sin embargo, “se trata de una irresponsabilidad que dificulta el proceso de morir bien. Aunque hay gente que no esté de acuerdo, no existe el derecho a no conocer”.
Para Marcos Gómez “hay un problema gravísimo de comunicación. Es una cuestión a veces de falta de tiempo, pero también de formación. A los médicos no nos han enseñado, y es un acto médico no solo importantísimo, sino posiblemente también el más difícil”. Un acto que, según Sirgo, debe hacerse “con el tiempo, el respeto y la generosidad adecuados. Y sin prejuicios por ambas partes”. Kalanithi tuvo suerte con quien lo atendió, y describió así un momento de esa etapa juntos:
“Ahí estábamos, el médico y el paciente, unidos en una relación que a veces adopta un tono magistral y otras veces, como ahora, no era ni más ni menos que la relación de dos personas que se acurrucan juntas mientras una de ellas se enfrenta al abismo”.
Esa era asimismo la búsqueda de Broyard, la de “alguien que sea capaz de ir más allá de la ciencia y llegar a la persona… capaz de imaginar la soledad en la que viven los enfermos críticos”, porque no veía que “haya razón por la cual tenga que dejar de ser un médico para ser un ser humano amateur”.
En esa relación al final de la vida aparecen también otro tipo de conflictos, como el de la posible inducción de la muerte llegado el momento y el caso. Hay una fina línea, para algunos muy importante, entre una sedación paliativa no intermitente y una eutanasia activa.
La primera consiste en dormir al paciente con la posibilidad añadida de interrumpir su nutrición e hidratación, lo que lleva en un tiempo breve hasta la muerte. Algo “que se hace más veces de lo que se dice”, afirma Marín. En la segunda se administra una dosis letal de alguna sustancia, que es lo que provoca directamente el fallecimiento. “Deontológicamente es algo muy diferente”, sostiene Gómez, quien, al contrario que Marín, se opone a esta segunda práctica.
Gómez prefiere poner el foco en la absoluta necesidad de mejorar los cuidados paliativos y la atención al final de la vida. “Poner el foco en la eutanasia es como construir la casa por el tejado. Cada día se mueren cien personas en España esperando la ayuda a la dependencia a la que tienen derecho. La eutanasia podría ser un recurso para aproximadamente el 3 % de nosotros, para hasta el 50 % vamos a necesitar cuidados paliativos”, lamenta con estupor.
Aunque se opone a la eutanasia, se le pregunta por su opinión sobre el último caso mediático, el del hombre ahora imputado que ayudó a morir a su mujer, enferma de esclerosis múltiple. “¡Es que yo igual hubiera hecho lo mismo!”, grita Gómez. “¡Llevaban diez años solicitando una residencia, ahí está la vergüenza!”.
El epílogo del libro de Kalanithi lo escribe su mujer, poco después de su muerte en 2015. Recoge que sucedió en casa, sin encarnizamientos médicos, controlando los síntomas: “Él sabía que nunca estaría solo, que no sufriría de modo innecesario”.
Paul Kalanithi con su bebé, Cady, nacida después de que a él le diagnosticaran un cáncer incurable en mayo de 2013. El médico murió en su casa en marzo de 2015, cuando Cady tenía ocho meses. Su testimonio de esos años sobrecogió a pacientes y a colegas de profesión.