Dice Rafael Huertas que “la figura del loco como alguien peligroso, de quien hay que desconfiar, impregna todo nuestro imaginario social y cultural”. Aquí habla de estas cuestiones y de otras más actuales, como el aumento del consumo de antidepresivos, en el que, además de la crisis, confluyen otras causas. Nuestra escasa tolerancia a la frustración y a la tristeza sería una de las claves.
Historiador de la ciencia en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC, Rafael Huertas dirige la revista Asclepio y es autor del libro La locura (CSIC-Catarata). En él propone un recorrido sobre la percepción “de ese individuo que se sale de la norma, que es diferente”, a lo largo de la historia, pero también denuncia su estigmatización y derriba tópicos como la identificación de la locura con la maldad o la genialidad. Aquí habla de estas cuestiones y de otras más actuales, como el aumento del consumo de antidepresivos, en el que, además de la crisis, confluyen otras causas. Nuestra escasa tolerancia a la frustración y a la tristeza sería una de las claves.
En su libro explicas cómo la percepción de la locura ha ido cambiando en función del contexto histórico. ¿Por qué opta por ese enfoque sociocultural?
Una de mis líneas de investigación es la historia de la psiquiatría desde una perspectiva social y cultural, y esta obra es la traslación a un lenguaje más asequible de mis trabajos. Probablemente un especialista en trastornos mentales explique la psicosis a través de las rutas metabólicas de los neurotransmisores, pero mi intención era otra: ver cómo ha reaccionado la sociedad a lo largo de la historia respecto a ese individuo que se sale de la norma, que es diferente, que es el otro. Eso ha dejado unos posos que llegan hasta hoy, por eso se reacciona de una determinada manera ante el enfermo mental.
En las primeras páginas afirma que es muy difícil definir la locura, precisamente por ser un concepto ligado a la sociedad y la cultura en las que se inscribe.
Es un término complicado porque está sujeto a una interpretación sociocultural. Yo quiero transmitir que llamar a alguien loco es algo que siempre ha estigmatizado mucho. Llamemos a las personas que tienen un trastorno mental enfermos. El proceso del medicalización de la locura supuso al principio un intento de humanizar a estos sujetos, pero con el tiempo esa medicalización fue muy limitante y contradictoria. Al considerar enfermo a un sujeto con un problema mental, se le limita su capacidad de tomar decisiones sobre sí mismo. Esto es hoy objeto de debate en la psiquiatría y la psicología. El objetivo de mi libro es incitar al lector a una reflexión sobre ese proceso de estigmatización, y sobre la propia condición de los sujetos con estos trastornos.
¿Tendría en ese sentido un componente de denuncia?
Sí, al menos de alerta ante esta situación.
Por ejemplo, en el libro dice que es falaz identificar a los enfermos mentales con mayores probabilidades de cometer homicidios u otros actos violentos.
Efectivamente. Si se considera el conjunto de los pacientes diagnosticados de una psicosis y el conjunto de las personas que podríamos llamar ‘normales’, el porcentaje de individuos que cometen un acto antisocial es incluso menor entre los primeros.
Ese sería un primer tópico que habría que derribar. Pero también cuestiona la identificación entre locura y genialidad.
A menudo se ha establecido esta relación. Hay grandes artistas que han sufrido crisis psicóticas, pero hacer esa correlación demasiado mecánica, y considerar que la locura es creativa, es algo falaz. El individuo que tiene una psicosis, aunque en algún caso pueda ser un gran artista, es alguien que sufre mucho, con una ruptura biográfica importante. Determinadas corrientes de pensamiento han ensalzado la locura describiendo al loco como la persona capaz de librarse de esta sociedad alienante, pero eso –y cualquiera que haya visto pacientes lo sabe– tiene más de estético que de otra cosa.
Digamos que incluso supone infravalorar el sufrimiento de las personas con trastornos mentales.
En cierto modo. Yo creo que no hay que ensalzar la locura, hay que respetar al sujeto, desestigmatizarle y considerarle como un igual; no es necesario defenderse de él y no hay que ejercer violencia sobre él, pero tampoco hay que mitificarle.
¿Es más delgada de lo que creemos la línea que separa la cordura de la locura? Señala por ejemplo que la gente cuerda también comete locuras y tiene manías.
Sí, pero eso lo hago para intentar distinguir un poco la etiqueta coloquial de ‘loco’. El loco sería el paciente psicótico, porque neuróticos somos todos. Desde una perspectiva psicoanalítica se suele hablar de tres categorías: psicosis, neurosis y perversión. Quien tiene realmente una ruptura biográfica importante es el psicótico. Alguien con una neurosis obsesiva puede necesitar tratamiento, pero hay grados y todos tenemos un componente neurótico, todos tenemos ‘manías’. En la perversión sí puede haber un elemento de maldad; el perverso es perfectamente consciente de sus actos.
Estas categorías serán muy importantes a la hora de determinar responsabilidades penales sobre quien comete un acto violento.
Sí, ahora hay un gran debate en torno a esta cuestión: la responsabilidad del sujeto. Para un psicótico que tiene por ejemplo un cuadro paranoico y que ha cometido un crimen, probablemente lo más terapéutico y lo que él te va a pedir es que le hagas responsable de sus actos, porque si no le quitas una parte de humanidad. Ahí hay un gran debate y el diagnóstico dependerá mucho de las corrientes psicológicas o psiquiátricas en las que se sitúe el perito que analice el caso.
También alude a la relación que ha habido siempre entre locura y pobreza.
Sí, un sujeto con un comportamiento anómalo, que no es admitido por su cultura, lo va a tener más fácil si no es pobre. Ese proceso de estigmatización, de encierro, tendrá consecuencias peores si el individuo carece de recursos económicos. Depende del entorno y del momento histórico, pero en general la gestión familiar de la locura es más fácil si se tiene dinero, propiedades o criados que puedan atender al sujeto.
En la época actual, ¿en qué casos se manifiesta esa relación?
Por ejemplo, muchos pacientes sin recursos a los que se les dio el alta y abandonaron el psiquiátrico en el marco de procesos de desinstitucionalización mal planificados, y sin el apoyo de políticas sociales, se convirtieron en vagabundos, en sujetos ‘sin techo’, absolutamente desprotegidos y que vieron agravado su trastorno.
A partir del siglo XIX la medicina y el tratamiento a los enfermos mentales se humanizan. Aunque ha habido grandes avances, persisten ciertas carencias. ¿Cuáles son los principales fallos en el tratamiento a estas personas?
Hoy la postura mayoritaria de la psiquiatría y la psicología es muy biologicista, medicalizada y organicista. La enfermedad mental se explica por trastornos relacionados con disfunciones cerebrales o problemas de tipo orgánico o químico, y se habla mucho de los neurotransmisores: de la serotonina cerebral, por ejemplo. Incluso considerando la locura una enfermedad, es una enfermedad diferente, diferente a una enfermedad del corazón o del riñón. Ni siquiera es ‘solo’ una enfermedad del cerebro, porque no afecta a un ámbito de tu biología sino a toda tu vida, a tu manera de estar en el mundo. Todos somos biología y hay que tener en cuenta esa dimensión, pero la biografía del sujeto y cómo le ha afectado es muy importante a la hora de valorar la intervención sobre un paciente y de comprender su trastorno.
¿Cree que la falta de recursos en el ámbito de la salud mental es un tema recurrente independientemente de la crisis?
Eso es así históricamente. Como estos pacientes se salen de la norma establecida, atenderles se ha considerado una especie de prestación especial. Ahora hay servicios de psiquiatría en los hospitales generales, pero tradicionalmente se ubicaban en instituciones específicas, los manicomnios, con fuertes sistemas seguridad. Otro problema es la cronicidad. Aunque hablemos en muchos casos de enfermedades crónicas, un paciente con una psicosis puede en muchos momentos de su vida llevar una vida normal. Sin embargo, tenerles recluidos en estas instituciones a menudo ha cronificado su enfermedad. Además, las dificultades para incorporarles al proceso productivo hacen que se tienda a invertir menos en su asistencia. La medicina interna o la cirugía curan al paciente para reintegrarlo en la sociedad; en los enfermos mentales, esto es más difícil, o al menos no tan evidente. Por eso es más fácil recortar en atención psiquiátrica que en cirugía.
Un artículo reciente señalaba que en los últimos años se ha disparado el consumo de antidepresivos sin que haya crecido igual los diagnósticos de depresión.
Eso es cierto y nos lleva a varias reflexiones. En este momento los psicofármacos son los medicamentos más consumidos. Esto remite a un modelo de sociedad y un modelo cultural en el que se tolera muy poco la frustración.
¿Y la tristeza?
También. Hay un momento del libro en el que digo que no hay nada más histórico que la tristeza. Todo el mundo está triste en algún momento. Hay tristezas que se pueden patologizar, pero…
¿Entonces cree que se está bajando mucho el umbral de tolerancia hacia un estado de ánimo que es normal en la biografía de cualquier persona?
Sí, ese umbral de tolerancia hacia la frustración cada vez más bajo hace que las consultas se llenen. Si a alguien se le muere un ser querido, estará hecho polvo y tendrá que elaborar el duelo. Hay duelos patológicos, pero son los menos. Uno tiene que gestionar su propia tristeza; si recurre porque está muy triste a los medicamentos o a la consulta psiquiátrica, se produce una contradicción. En el DSM, un sistema de clasificación de enfermedades, existen los llamados códigos-Z: son los pacientes que demandan atención sin tener ninguna patología. Ahí los profesionales están pillados.
¿Por qué?
Es una situación complicada. Alguien te está demandando atención y el profesional tiene que dársela, pero ve que lo que le pasa no requiere atención psiquiátrica. También es cierto que con la crisis los trastornos mentales se han incrementado, sobre todo la ansiedad, la depresión y los suicidios relacionados con los desahucios. Ese tipo de situaciones crea ansiedad, pero la solución no la pueden tener los psiquiatras, sino las medidas políticas y de protección social que se puedan dar.
Usted también apunta a la psiquiatría del mercado como otra causa del aumento del consumo de determinados fármacos.
Sí, sí, hay unas políticas de marketing muy importantes. Los laboratorios producen medicamentos y los quieren vender, pero la propaganda sobre lo que ofrecen se plantea a veces de forma muy falaz. Decir que un antidepresivo es la píldora de la felicidad… Algunos autores hablan de la psiquiatría de mercado e incluso de la psiquiatría cosmética, que es muy significativa a la hora de valorar esta situación. Las farmacéuticas tienen mucha responsabilidad en esto.
Decía que con su libro pretende incitar a la reflexión y denunciar la estigmatización de los enfermos mentales. ¿Considera importante trasladar el conocimiento científico a la sociedad?
Me parece fundamental. Si la investigación tiene que ver con progreso y bienestar, un mayor acceso al conocimiento por parte de los ciudadanos me parece fundamental, no solo para que sean consumidores pasivos de este conocimiento sino para que ejerzan una capacidad crítica. Ahora se insiste más en la cultura científica, pero en general, igual que ha formado parte de la cultura general saber que una catedral es de estilo gótico, en el ámbito de la ciencia, quizá por el uso de un lenguaje más complejo, ha sido necesario un mayor esfuerzo en la divulgación.
¿Se refieres a la sociedad española o en general?
No, me refiero a este contexto. Este país tiene un gran bagaje en arte, humanidades y literatura, pero en ciencia ha tenido menos, y quizá eso también haya influido. Creo que en otros países hay una mayor tradición de cultura científica que en el nuestro.