Aunque seamos conscientes de que el planeta tiene unos límites, nos cuesta vivir de una forma sostenible. Nuestros sesgos cognitivos tienen parte de culpa. Hasta ahora, los profesionales de la comunicación no han hecho más que reforzarlos al crear un relato sobre el cambio climático que nos deja fríos.
Si metemos unas pocas bacterias en un matraz lleno de medio de cultivo, sabemos con seguridad que se dividirán de forma imparable, duplicando su población cada veinte minutos. Este ritmo de crecimiento para ellas es insostenible, pero son seres unicelulares que no pueden hacer otra cosa que agotar todos sus recursos mientras su población aumenta exponencialmente.
Que nosotros sepamos, las bacterias no ven el cristal, ni piensan bien en el futuro y, por lo tanto, no pueden imaginarse una vida sostenible.
Si dibujamos un gráfico de su crecimiento, sería muy parecido al del ser humano desde la revolución industrial, salvo por su escala: minutos equivaldrían a años. Y, por mucho que nosotros sí podamos ver que nuestro planeta tiene unos límites y sepamos que no podemos huir mucho más allá, nos cuesta vivir de una forma sostenible. Una incapacidad marcada por taras presentes en nuestros sobrevalorados cerebros: nuestro órgano más distintivo es prácticamente ciego al cambio climático.
No le importa aquello que percibimos como algo lejano en el tiempo o en el espacio. De hecho, solamente nos permite tenerlo realmente presente en días de eventos climáticos extremos.
No le gusta lidiar con la incertidumbre, y la huele cada vez que los científicos actualizan los impactos conforme avanza su conocimiento. Además, no entiende como peligroso algo que no es personal, ni abrupto, ni inmoral.
Nos hace seres muy sociales y, si nuestros compañeros no hacen nada, nosotros tampoco. De ser todo cierto, es una tragedia común.
Por no decir que nos gusta pensar que todo irá bien y que el futuro no será muy distinto del pasado. Con todos estos sesgos, identificados durante años por científicos de distintas disciplinas, estamos lejos de estar bien equipados para lo que se nos viene encima.
Además, históricamente, la comunicación del cambio climático no ha hecho más que alimentar estos sesgos y ayudar, en cierta medida, a conducirnos a la situación actual.
Empezando por el oso polar en un trozo de hielo a la deriva, una imagen recurrente e impactante que lanza un mensaje dramático. Y funciona estupendamente para que lo recordemos y lo compartamos. Lamentablemente, funciona fatal a la hora de ayudarnos a hacer algo. Diversos estudios indican que mensajes negativos y atemorizantes solo nos paralizan. Además, el oso polar, para una inmensa mayoría, está lejos, reforzando la distancia psicológica.
Durante años ha primado la terminología más aséptica posible para hablar sobre este complejo proceso: cambio climático. ¿Se acuerdan del calentamiento global? Pues esa expresión no la querían ni los republicanos en campaña, ni los científicos. Unos porque les convenía, y otros, por purismo: calentamiento global no definía todas sus causas y consecuencias.
Ahora estamos intentando llamarlo emergencia climática, pero puede generar problemas llamar “emergencia” a algo que no sentimos como tal. Es sobrealimentar el efecto de “Pedro y el lobo” que llevamos a hombros desde hace años. “Emergencia” no es una palabra que funcione bien el día que vuelve a salir el sol después de una inundación. “Emergencia” no es a lo que huele el nuevo césped que crece donde hubo un incendio.
Por otro lado, la equidistancia periodística mal entendida ha enfrentado en numerosas ocasiones a los negacionistas y a los científicos como iguales, inflando su marginal representación de un 3 % a un 50 %. Esto incrementa subliminalmente la sensación de incertidumbre, en lugar de mostrar el amplísimo consenso existente entre la comunidad científica.
En comunicación importa muchísimo la figura del portavoz, la cara pública del problema, la persona que abandera el cambio. Aquí, de nuevo, gran fracaso. Nos hemos conformado históricamente con personajes con mucha popularidad que podían amplificar el mensaje, pero no pensamos si esa persona lo contaminaba ideológicamente. Al Gore es el mejor ejemplo, pero hay otros muchos. Y todos tienen algo en común: ninguno es conservador.
Que la causa quede politizada es grave, porque nuestro cerebro procesa lo que nos creemos en bloque. Los seres humanos entendemos mejor el mundo en grupos de cosas y rechazamos las ideas que pertenecen al grupo contrario. Por eso, a pesar de que la lucha contra el cambio climático tiene todos los elementos necesarios para convencer y preocupar a un electorado de derechas (es una lucha conservadora) hemos perdido de golpe un 50 % de los apoyos.
Pero no todo ha sido malo en estos años. Estamos empezando a entender lo importante que es el relato para cambiar nuestros modelos mentales o apuntalar nuestros sesgos. La literatura, por ejemplo, puede ayudar a combatir la distancia psicológica.
Por ello, hay un género literario entero dedicado a traernos el cambio climático al presente. Se llama cli-fi: climate fiction. Y es el Black Mirror o el Years and Years del cambio climático. Libros como Solar de Ian McEwan, Far North de Marce Theroux o Year of the Flood de Margaret Atwood nos ayudan a atraer un poco a nuestro cerebro y nos acercan, poco a poco, a la acción.
También estamos aprendiendo a moldear el mensaje para que resuene en el electorado más conservador. Porque hay ángulos como “el planeta que le dejas a tus nietos”, la “independencia económica que otorgan las renovables” o “mantener la buena vida”. Por no decir lo orgullosos que estamos de nuestra patria y lo poco que queremos que cambie nuestro patrimonio natural, perspectivas que rara vez se han tratado en campañas lanzadas desde la izquierda, dirigidas generalmente a concienciar culpabilizando.
Incluso el IPCC, el consenso científico hecho documento, entendió que su manera de comunicar, en muchas ocasiones, era demasiado ambigua. Decidieron añadir entre paréntesis una etiqueta a sus afirmaciones, para indicar la certidumbre científica (baja, media o alta). Para incluso desambiguar más el discurso, un estudio señaló que añadir un porcentaje numérico de certidumbre ayudaría: es menos ambiguo que utilizar palabras para las que cada uno podemos pensar un peso. Estos pequeños detalles son los que pueden determinar enormes diferencias de comportamiento.
Pero no podemos pensar que la comunicación va a salvarnos, porque, como mucho, va a ayudar a que los individuos modifiquemos ligeramente nuestra conducta a título personal. Y el ciudadano medio tiene demasiado sesgo de serie para conseguir un objetivo de cero emisiones. Como mucho, podemos desacelerar ligeramente el proceso y vivir unas generaciones más en nuestro único planeta. Que no es poco.
Desde la comunicación, lo más alto que se puede llegar es a convencer al cerebro de quienes nos dirigen, para que tomen medidas drásticas que sí puedan ponerle freno. A fin de cuentas, el cambio climático es un problema político: afecta gravemente a la economía, a la salud pública y a la seguridad nacional. Y mencionarlo como tal puede permitir, de nuevo, dar un empujoncito para que los políticos apuesten por invertir en el desarrollo de soluciones científico-tecnológicas.
Porque quizás la única manera de salir de esta crisis climática es encontrar una fórmula científica que equilibre la balanza. Y los mejor preparados para sacar ese remedio fantástico de una chistera son los mismos que han estudiado cómo el efecto invernadero produce un calentamiento global, cómo nos engaña nuestro cerebro, o cada cuánto duplican su población un puñado de bacterias agitándose en un matraz de cristal.
Quizás así corramos mejor suerte que ellas.
Lucas Sánchez es director de la agencia de comunicación científica Scienceseed, a cargo del Departamento de Comunicación y Creatividad. Antes, durante diez años, investigador en inmunología y virología en el Centro Nacional de Biotecnología y en la Yale University School of Medicine.