Hasta el momento, más de 2,2 millones de personas en todo el mundo han fallecido por coronavirus. En España, la tercera ola está dejando desde hace días terribles cifras de afectados y muertos. Marisa Páez, doctora en Psicología y directora del Instituto ACT, nos cuenta por qué la sociedad parece hastiada de los números de la pandemia.
En ciudades como Madrid, la calle bulle de gente. Parece que se está imponiendo el after work –muchos bares están promoviendo el tomarse algo por la tarde–, hacer el brunch los domingos, salir de terrazas o juntarse en las plazas para hacer botellón, pasar el rato o hacer cola para aprovechar la rebajas. También son conocidas las fiestas ilegales en las que no se han respetado aforos ni restricciones horarias, e incluso, reuniones de empresas en las que se han incumplido las medidas preventivas.
¿Qué está pasando? ¿Es que las cifras no nos afectan? ¿Los 400, 500 o 700 muertos al día ya no nos duelen? ¿Ya no nos preocupa la saturación de los hospitales o los contagios que siguen produciéndose en las residencias de mayores? ¿Estamos menospreciando la magnitud de esta tercera ola?
Pues sí, no es fácil mantener la guardia después de un año. La sociedad está cansada de los números de la pandemia, de los giros en los criterios, confunde tanta información y desinformación: las cosas han dejado de cuadrarnos. En este contexto las ideas conspiranoicas y el auge de explicaciones y uso de tratamientos pseudocientíficos circulan con rapidez en redes, a la velocidad del propio virus.
Para los seres humanos con habilidades cognitivas es fundamental que las cosas resulten coherentes, nos encajen. Por ello, cada uno hace lo que sabe hacer, lo que puede, para cuadrar la realidad que hoy se nos hace tan distópica. El concepto de inflexibilidad psicológica nos puede ayudar a entender estas actitudes humana y científicamente comprensibles.
Se trata de un concepto que ha tomado fuerza en los últimos años y hoy nos permite entender multitud de fenómenos humanos problemáticos: desde los bloqueos que ocurren en la ansiedad, la falta de actividad en la depresión, el mantenimiento de la angustia en el estrés postraumático; hasta los problemas de relación en las parejas, de comunicación con los hijos o el mayor o menor rendimiento deportistas de élite.
Esta inflexibilidad la forman dos procesos centrales: la fusión cognitiva y la evitación de experiencias dolorosas. La primera hace referencia a quedarnos atrapados en los propios pensamientos, ideas, o sentimientos. Es decir, creernos todo lo que pensamos o dejarnos arrastrar por la euforia del momento, las ganas, o el miedo. Por su parte, la segunda tiene que ver con lo que hacemos para no pensar, no sentir lo que sentimos o minimizar lo que estamos experimentando, especialmente cuando esto es incierto o doloroso.
Especialmente a corto plazo, los dos procesos de la inflexibilidad psicológica nos protegen, nos ayudan a afrontar el dolor, el miedo, el estrés, la angustia y a darle forma lógica y coherente a aquello que no entendemos.
Por ejemplo, la fusión cognitiva nos ha llevado, quizás, a la euforia sobre la vacunación, a creernos que la solución definitiva ha llegado y que funcionará de manera inmediata, aunque sabemos o deberíamos saber que las vacunas actuales nos protegerán de las formas más graves de la enfermedad, pero no acabarán con la pandemia, por ahora. También es la base para creer en tratamientos pseudocientíficos o engañarnos pensando que la covid-19 no nos tocará, ya que es un problema exclusivamente para los mayores.
Probablemente este proceso nos haya llevado también a dejarnos llevar por la emoción del momento e ir a una fiesta; o a sentirnos omnipotentes en nuestra capacidad de curar a los enfermos, como puede ser el caso de sanitarios que han terminado extenuados porque no han podido parar o reconocer sus límites.
Igualmente, puede ocurrir que la unión de este proceso con el miedo en muchos casos haya llevado a limitarnos en exceso, a lavarnos las manos compulsivamente o a estar hipervigilantes ante supuestos síntomas menores.
Hay muchos estudios sobre cómo la resiliencia ha influido en la salud mental en este año tan duro. / Pixabay
Por su parte, la evitación experiencial nos ayuda a entender la minimización de los riesgos, el “a mí no me va a pasar”, a desconectar del dolor de las cientos de pérdidas diarias, a transformarlas en meras cifras sin ninguna emoción asociada, a no querer ver lo que ocurre “esto es la gripe de todos los años” o a negar los comportamientos no cívicos en los que incurrimos todos a veces.
Seguramente ambos procesos nos estén protegiendo del sufrimiento y de la incertidumbre actual, nos ayuden a seguir adelante, a hacer nuestro día a día, pero solo son útiles en un primer momento.
Cuando el tiempo pasa, estas estrategias de afrontamiento pueden ser perjudiciales ya que consumen mucha atención y energía. Además, perdemos sensibilidad, nos desconectamos del presente, de las emociones, y nuestra habilidad para aprender y adaptarnos a nuevas condiciones ambientales se estrecha.
Lo peor de todo es que puede llevarnos a descuidar aspectos valiosos de nuestra vida, como el autocuidado, la conexión con otros, la empatía, la búsqueda activa de alternativas o del bien común, etc. En definitiva, podemos dejar de hacer lo que toca hacer en estos momentos (minimizar los contactos sociales, nuestra exposición al virus en espacios cerrados o usar correctamente la mascarilla) o confiar e ir ajustándonos a lo que se nos pide como ciudadanos.
La buena noticia es que también se ha estudiado empíricamente la contrapartida de la inflexibilidad, denominada flexibilidad psicológica, que es lo que comúnmente llamamos resiliencia. Se trata de la habilidad para ser capaces de construir una vida satisfactoria, o la capacidad para recomponernos ante las adversidades, afrontar el dolor o cambiar de rumbo cuando la vida nos impone limitaciones. En relación a la pandemia se han publicado numerosos estudios en torno a estas habilidades y cómo han influido en la salud mental, gestión del estrés y calidad de vida tanto psicológica como física, durante el confinamiento y a lo largo de ese duro año.
Lo más interesante de todo, es que la flexibilidad psicológica es una habilidad que puede entrenarse a través del fomento de la conciencia y la atención, la apertura a emociones difíciles y la implicación en comportamientos alineados a lo que es importante para cada uno.
Fomentar estas habilidades nos ayudaría a ajustarnos de forma equilibrada al momento de crisis que estamos viviendo: a aumentar nuestra conciencia sobre los riesgos, a estar más presentes y atentos y responder eficazmente a las nuevas demandas en el entorno laboral, académico o social, e implementar de forma exitosa nuevas conductas ajustadas a lo que está ocurriendo.
De la misma forma optimizaría nuestra gestión de la frustración, nuestra impotencia y rabia, a conectar más fluidamente con el dolor ajeno y mejorar nuestra empatía, conexión social y solidaridad y a centrarnos en lo esencial y verdaderamente más importante para cada uno.
Estamos haciendo lo que podemos, lo que sabemos hacer. La incoherencia, la incertidumbre, la contradicción o la pérdida no nos gustan a los humanos. Todo lo contrario, nos duele, nos incomoda y nos estresa, y ante esto todos reaccionamos. Lo que está claro es que el comportamiento flexible nos protege, nos ayuda a adaptarnos al cambio; mientras que el inflexible nos limita, nos deja en el mismo sitio.
Ya quisiéramos muchos psicólogos que esta crisis nos sirviera para poner en valor la importancia del aprendizaje de la gestión de las emociones desde una perspectiva científica: podríamos construir una sociedad mejor si fuéramos capaces de afrontar ‘flexiblemente’ el mundo incierto que parece que nos tocará vivir.
Marisa Páez es doctora en Psicología y directora del Instituto ACT.