En su libro Las lagartijas no se hacen preguntas, el físico Leonard Mlodinow, guionista de películas como Star Trek y de la serie MacGyver, plantea un viaje por la historia de la ciencia que es en el fondo un viaje por la historia de la curiosidad. Desde nuestros antepasados primates hasta las visiones del mundo cuántico, Mlodinow plantea una biografía de las ideas de la mano de los principales científicos, a los que elogia, critica y humaniza.
Esto es algo que pasa cuando se cazan lagartijas:
De niño, mi hijo Nicolái solía capturar lagartijas que cuidaba como mascotas (…) Los dos observamos que cuando nos acercábamos a los animales primero se quedaban inmóviles y luego, cuando nos agachábamos para cogerlos, salían corriendo.
Con el tiempo nos dimos cuenta de que si llevábamos una caja grande, podíamos colocarla invertida sobre la lagartija antes de que se escapara, y luego deslizar por debajo una lámina de cartón para completar la captura. Personalmente, si camino por una calle oscura y desierta y veo algo sospechoso, no me quedo inmóvil; cruzo inmediatamente al otro lado. (…)
Las lagartijas, sin embargo, no se cuestionan su situación; actúan únicamente por instinto. Ese instinto desde luego les resultó útil durante los muchos millones de años que precedieron a Nicolái y su caja, pero les falló con mi hijo.
El padre de Nicolái es Leonard Mlodinow, físico teórico, matemático, profesor en el Instituto de Tecnología de California, coautor de otros libros de divulgación con Stephen Hawking (Brevísima Historia del Tiempo, El Gran Diseño) y guionista de películas como Star Trek y series como MacGyver. Con ese bagaje como mochila, la anécdota de las lagartijas es su punto de partida para mentar la curiosidad humana y a partir de ahí trazar toda una historia de la ciencia, de cómo hemos llegado hasta donde hoy estamos. El título original en inglés es bastante diferente y algo más explicativo: The Upright Thinkers: The Human Journey from Living in Trees to Understanding the Cosmos. En español: "Los pensadores verticales: El viaje de los humanos desde la vida en los árboles a la comprensión del cosmos".
Las lagartijas serían el contrapunto, el instinto ciego. La curiosidad como motor la personifica Mlodinow en su padre, un hombre sin formación que estuvo en su día encerrado en un campo de concentración nazi. Por aquel entonces, un preso matemático le propuso un problema que su padre era incapaz de resolver. A cambio de la respuesta le pidió su mendrugo de pan y, aunque cuando fue liberado pesaba al parecer solo 40 kilos, su padre se lo dio.
El viaje que propone por la historia de la curiosidad, que en cierto modo es una historia de la ciencia, no es corto: empieza con la especie que en teoría antecedió a los primates –una suerte de rata comedora de insectos– y termina con el bosón de Higgs y el mundo cuántico. Del mismo modo que describe la conducta de las lagartijas, no le interesa tanto la explicación última y sesuda de los retos y problemas como la forma de abordarlos. Su objetivo principal es poner de relieve el modo de pensar y observar, más que el logro detallado y final. Se nota que ha convivido tiempo –aunque sea tiempo mental– con los científicos de los que habla, y como sucede con toda convivencia, eso le permite desvestirlos de falsos mitos. Y no duda en recurrir esporádicamente, y eso se agradece, al humor.
Es un viaje falsamente ligero en el que se demuestra que “la ciencia no progresa por sí misma; son personas las que la mueven, y su progreso se parece más a una carrera de relevos que a una maratón”.
Las nuevas y no siempre obvias concepciones
En su empeño por subrayar la forma de pensar de los verdaderos y grandes científicos, Mlodinow es particularmente crítico con Aristóteles. ¿Por qué? Por su excesivo ‘sentido común’. Aristóteles proyectaba intenciones a casi todo lo que veía: “Si cae el agua es porque las plantas la necesitan para crecer”. Y construía teorías solo para salvar sus cimientos: si para que algo se mueva debe aplicarse una fuerza sobre él, ¿cómo es que una flecha sigue volando después de salir del arco? Su respuesta: porque partículas del aire van rellenando el espacio que deja detrás, empujándola hacia adelante.
Puede parecer ridículo ahora, pero su voluntad de explicación era admirable. Mlodinow reconoce también su mérito en un mundo donde todo se explicaba con caóticos dioses y mitos, donde no existía nada parecido siquiera a un reloj, donde la misma concepción del tiempo era tan voluble que apenas existían conceptos como velocidad o aceleración.
Pero con el Renacimiento vinieron los saltos. Dos son los personajes a los que Mlodinow rescata con ahínco: Galileo y Newton. Más allá de sus observaciones astronómicas, lo más llamativo y sorprendente que consiguió el primero fue describir la ley de la inercia, la contraintuitiva idea de que si un objeto se mueve, tenderá a mantener ese movimiento, cuando en la realidad vemos que si un coche no acelera –o no va cuesta-abajo–, termina frenándose. Lo hizo puliendo hasta la saciedad una serie de bolas de bronce para minimizar el rozamiento y dejándolas caer por un plano inclinado. Lo que observó fue que, fuera cual fuera el peso de las bolas, y fuera cual fuera el ángulo de inclinación, se desplazaban a la misma velocidad. Y de ahí extrapoló que también lo harían en caída libre, en un ángulo de 90 grados. Es decir: en el vacío, y lanzadas por ejemplo desde la torre de Pisa, una bola de plomo y una pluma llegarían al suelo justa y exactamente al mismo tiempo.
Se salió, pues, de lo que afirmaba el historiador Edgar Zilsel cuando dijo que “el hombre tiende a interpretar la naturaleza de acuerdo con las pautas de la sociedad”.
Newton es el protagonista del siguiente salto. Amplió el concepto de inercia de Galileo, instauró el concepto de cálculo diferencial –que permite estudiar la velocidad en cada momento y no solo la velocidad media– y encontró la gravedad, una fuerza que actúa a distancia (!). Lo asombroso de su cambio de paradigma le pasó desapercibido hasta al propio Mlodinow: “Cuando en el instituto me introdujeron por primera vez en las leyes de Newton, me parecieron tan simples que no entendía para qué tanto alboroto. ¿Cómo era posible que unos conceptos que a mí me parecían tan accesibles hubieran sido tan difíciles de comprender hace unos pocos siglos?”.
Porque no lo eran, porque implicaban un cambio de visión quizás, de alguna manera no tan obvia, como ahora lo implican las teorías cuánticas en las que la realidad la crea el observador, donde “no hay certidumbre, solo probabilidades”. Donde ‘ver’ la partícula de Higgs significa observar un pico en un gráfico estadístico dibujado tras trescientos billones de colisiones protón-protón.
Alabanzas sin falsos mitos
En las páginas del libro de Mlodinow, aunque esté centrado en la física, también tienen cabida la química (con Paracelso, con Lavoisier, con Mendeléyev) o la biología (aquí fundamentalmente con Darwin). Se nota que admira a los personajes, pero no cae en ciegos elogios. Se agradece su huida de la hagiografía. Ejemplos:
Galileo hizo saltar la banca de la física, pero era un tipo profundamente soberbio, particularmente aficionado a las prostitutas venecianas, tremendamente paciente con sus investigaciones pero también astrólogo profesional si tenía que complementar sus salarios. Y muy poco dado a reconocer las contribuciones de sus colegas.
Como Newton, un personaje profundamente antisocial que dijo aquello de que “si he logrado ver más lejos ha sido porque me he alzado a hombros de gigantes”, pero que no solo no reconoció la labor de otros gigantes como Robert Hooke, que le ayudaron en su época, sino que al parecer tomó prestada la propia frase sin citar a su verdadero autor. Y que durante muchos años se dedicó a la práctica de pseudociencias como la cábala o la alquimia, de las que le sacó con un problema-acertijo Edmund Halley (el del cometa).
Incluso reserva palabras para Hawking, quien tiene en su tozudez un arma para perseguir sus teorías, pero que al mismo tiempo puede hacer que sea particularmente difícil trabajar con él.
Y en la mezcla de la crítica y la pasión por los personajes que describe, este párrafo:
“Aunque las ideas de un individuo parezcan demenciales, si funcionan, lo convertimos en héroe. Pero la moneda tiene otra cara, porque desde siempre muchas ideas demenciales han resultado ser erróneas. De hecho, las ideas que funcionan son muchas menos que las que no funcionan. Las erróneas se olvidan pronto, las horas días y años que les dedicaron quienes creían en ella son tiempo malgastado, y solemos decir de sus autores que son fracasados o chiflados. Pero el heroísmo nace del riesgo”.
Las lagartijas no se hacen preguntas, no. Nosotros muchas veces ignoramos las que se hacen y olvidamos las que se hicieron.
Vale la pena el libro. Valoren ustedes si también el riesgo.