En la pandemia de covid-19 no hay evidencias que justifiquen el cierre de aulas para interrumpir la transmisión y proteger la salud de los menores. En cambio, sí existen pruebas del daño que provoca en ellos el abandono del ámbito escolar.
Es ya un clásico, desde el siglo XIX, en todas las situaciones de alerta sanitaria por enfermedades transmisibles, solicitar el cierre de los colegios para controlar la transmisión. Pero en el caso de la covid-19 no se dispone de evidencias ni datos suficientes para aplicarlo con la finalidad de interrumpir la transmisión y proteger la salud de los menores.
En esta pandemia, lo que la evidencia muestra es que el beneficio que puede suponer el cierre de escuelas no ha sido probado. Además, no es posible describir de manera aislada su efecto en la transmisión comunitaria, dado que hay factores contextuales que modifican el impacto de los cierres.
Por otra parte, el papel de los niños en la transmisión comunitaria tampoco está suficientemente claro, y los datos de los que se dispone muestran que, entre los niños de educación primaria, las tasas de transmisión tienden a ser bajas.
Se ha observado que la transmisión en el domicilio o el hogar es más importante que la transmisión en la escuela: las tasas de ataque secundarias han sido claramente más bajas en las escuelas que en los domicilios.
También en España se aprecia esta situación: el número de casos según el ámbito de posible exposición muestra que solo el 2 % se han relacionado con el ámbito escolar. Muy por debajo del ámbito domiciliario (35,7 %), y por debajo también del social (5,9 %) o laboral (5,1 %).
El último informe de situación realizado en España justo antes de las vacaciones escolares de Navidad, donde se recogían los datos de los brotes de covid-19, mencionaba que “el impacto en la actividad educativa es bajo, de manera que, en la última semana, el 99,51 % de las aulas están en funcionamiento sin estar cuarentenadas”.
En cambio, han ido acumulándose evidencias del daño que puede originarse con el cierre escolar en los menores. Entre ellos se encuentran el aumento de la ansiedad y la soledad en los jóvenes; y el incremento del estrés, de la tristeza, la frustración, la indisciplina y la hiperactividad de los niños.
Pero es que, además, afecta a otros aspectos de la salud infantil como la nutrición, el ejercicio físico o la obesidad. Para muchos escolares, especialmente los de menor nivel socioeconómico, las escuelas son también un lugar para comer de manera saludable y regular. Y mientras dura el cierre escolar se reduce también la actividad física diaria de los menores. Todo ello puede repercutir en un aumento de la prevalencia de obesidad infantil. Además, los problemas de aprendizaje también pueden incrementarse, especialmente para los niños con menores recursos.
Tampoco pueden obviarse los problemas de cuidado que significa una escuela cerrada, no solo para los padres y madres que deban ausentarse de sus trabajos para estar con los niños, sino de personas mayores, más vulnerables, que también ejercerán esas tareas de cuidado: los abuelos y abuelas.
Si se acepta que el propósito del cierre de escuelas es la reducción de los contactos sociales para disminuir la transmisión, no parece razonable exponer a personas vulnerables. El cierre de las escuelas debería plantearse solo como el último recurso.
Óscar Zurriaga, epidemiólogo. Dpto. Medicina Preventiva, Salud Pública, Ciencias de la Alimentación, Toxicología y Medicina Legal, Universitat de València. Vicepresidente de la Sociedad Española de Epidemiología.