¿Estamos en el mundo por mandato de leyes naturales inexorables o acaso nuestra presencia, junto con la de los pájaros, los líquenes y demás seres que vuelan o se arrastran, es fruto de una pura casualidad? Tal es la vieja pregunta que se propuso responder Jacques Monod en un ensayo cuyo título encierra la aparente disyuntiva y también su solución: El azar y la necesidad.
El libro El azar y la necesidad del francés Jacques Monod, premio Nobel de Medicina de 1965 por sus trabajos sobre la regulación genética de las síntesis de enzimas y virus, publicado en Francia en 1970 y reeditado en español por Tusquets, encara el desafío con las herramientas de la biología molecular; un indicador de la fe que en la jovencísima disciplina tenía uno de sus pioneros. Y lo hace al amparo de dos epígrafes reveladores de su talante intelectual: uno de Demócrito: “Todo lo que existe en el universo es fruto del azar y la necesidad”; y otro de El Mito de Sísifo, de Albert Camus, elogio del “hombre absurdo” descreído de los dioses y dueño de su destino.
Al célebre escritor y al biólogo del Instituto Pasteur les unía su pasado en la Resistencia, pero sobre todo el rechazo al cariz tomado por el comunismo soviético en 1948, cuando declaró a la genética “ciencia burguesa”. Su indignación dio pie a un intercambio provechoso: Camus contó con el asesoramiento de Monod en la crítica al dogmatismo científico de Moscú plasmada en El hombre rebelde, mientras este se dejaba impregnar de un pensamiento consciente del absurdo de la existencia como del deber de infundirle sentido mediante el compromiso. Lo probaría ayudando a sus colegas húngaros a huir de los tanques rusos o marchando con los estudiantes parisinos en mayo del 68.
Conocedor de esos antecedentes, al lector le asalta la sospecha: ¿tiene entre manos una especie de biología existencialista? Esta corriente –en particular su vertiente francesa– partía de la premisa de un cosmos que, ausente de dioses y sujeto al dominio del azar ciego, carece de destino y de sentido. Y las primeras páginas del libro parecen apuntar en esa dirección.
De entrada, Monod ajusta cuentas con vitalistas y animistas, las doctrinas que atribuyen el origen y funcionamiento de la vida a principios ajenos a la física o al dictado de una causalidad final; doctrinas defendidas por marxistas como Friedrich Engels, filósofos como Henri Bergon o católicos evolucionistas como Teilhard de Chardin.
El azar de las mutaciones
En los siguientes capítulos, el rechazo frontal a toda clase de espiritualismo o determinismo es argumentado en términos moleculares. En una lección magistral sobre el estado del arte en genética, se explica cómo el azar es la norma que rige las mutaciones y las combinaciones de proteínas, y por consiguiente, la fuente de todas las novedades en la biosfera.
Portada de la nueva edición de ‘El azar y la necesidad’.
Pero acto seguido Monod añade que las mutaciones, una vez producidas, se conservan en función de dos principios capitales: la invariabilidad y la teleonomía (una denominación de los procesos orgánicos orientados a un fin preferible a la de teleología, sospechosa de determinismo). En pocas palabras: el cambio adaptativo evolutivo depende de la interacción entre el azar y la necesidad. Sin el primero no habría variaciones; sin la segunda las variaciones se perderían sin dejar huella. No hay azar versus necesidad, sino azar y necesidad.
Para Sean B. Carroll, autor de un libro sobre la amistad entre Monod y Camus, la huella del existencialismo se palpa en el pasaje en donde se afirma que los seres humanos somos un mero accidente, el resultado de “un número incalculable de acontecimientos fortuitos”, en la frase que sostiene que una persona “no tiene la obligación de existir, pero tiene el derecho a hacerlo”, y en la que dice que el hombre “vive en los bordes de un mundo extraño, un mundo sordo a la música e indiferente a su sufrimiento y a sus crímenes”, que tendría perfecto encaje en cualquier escrito de Sartre.
Ese perfume existencial, sumado a la elegancia de su escritura, hicieron de El azar y la necesidad uno de los pocos superventas de la historia de la divulgación. Su éxito detonó la polémica. Algunos de sus colegas le tacharon de reduccionista por explicar la complejidad de la vida en clave de interacciones químicas. Como cabía esperar, los deterministas cargaron en su contra; los religiosos también, exasperados por una visión desangelada del universo que se les antojaba el colmo del materialismo.
Aferrado a la ciencia en un mundo de falsedades
Desde entonces, ha transcurrido casi medio siglo, ¿cómo ha resistido la obra el paso del tiempo? No abundan las piezas de divulgación a las que el progreso no deje obsoletas. En parte ha ocurrido así con este volumen. Su esquema dicotómico se ha visto cuestionado por los últimos hallazgos genéticos sobre la dialéctica mutación/selección, que en vez de la rígida alternancia entre el azar puro y la necesidad implacable sugieren situaciones intermedias.
Otros aseguran que el surgimiento y desarrollo de la vida en la línea de una creciente complejidad indica que hubo más necesidad que azar. No falta quien diga que su idea del azar respondía más a su adhesión a postulados filosóficos que a los datos de la biología; ni quien afirme haber detectado cuatro significados distintos en lo que Monod entendía por azar.
Quizás lo más envejecido sea su llamamiento a construir una nueva ética con fundamento científico. Con esta actitud se alejaba años luz de sus admirados existencialistas, para quienes la ciencia jamás podrá resolver ninguno de los interrogantes esenciales que plantea el reto de la libertad (a decir verdad, no solo esos pensadores mantienen tal escepticismo). Si esa propuesta posee hoy algún valor es el de testimoniar la tentativa de una figura de la intelectualidad comprometida de aferrarse a lo único que le parecía sólido en un mundo de falsedades, incertidumbres y contingencias: la objetividad científica.
Lo que se mantiene en pie es una concienzuda exposición del papel del azar en la genética; un portentoso intento de sacar conclusiones filosóficas de los progresos de la biología, y un resumen excelente del sustrato molecular de la evolución, bien ilustrado con diagramas y fórmulas químicas, amén de un apéndice didáctico de conceptos como la segunda ley de la termodinámica, la estructura de las proteínas, los ácidos nucleicos y el código genético (no es este un texto para legos, cabe advertirlo; se trata de la reelaboración de conferencias dirigidas a un público instruido).
Por si esto fuera poco, el libro conserva el mérito de haber encendido un debate que no se ha apagado, como reconoció uno de sus críticos, el bioquímico Christian de Duve: “Científicos y filósofos que estudian el lugar de la vida y la mente en el universo todavía siguen lidiando con la cuestión: ¿cuánto azar? ¿cuánta necesidad?”.