Saber cultivar alimentos y potabilizar agua son conocimientos que ya ningún urbanita aprende, pero que pueden volver a ser indispensables ante las crisis ecológicas que se avecinan. Un grupo de investigadores, liderado por Erik Assadourian, quiere convertir las escuelas en agentes de transformación social, política, económica y cultural. Sus propuestas van desde utilizar los parques de la ciudad para dar clases, hasta un reality de millennials granjeros.
¿Quién sabe hoy en día qué hay que hacer para sobrevivir tras un huracán, o para cultivar un huerto, conseguir agua potable y criar animales con los que alimentarse? Son destrezas olvidadas en el mundo urbano, donde ya no se aprenden porque parecen poco relevantes; sin embargo, podrían resultar fundamentales para vivir en el Antropoceno. En el informe ‘La situación del mundo: Educación Ecosocial', el equipo de Erik Assadourian, director del Proyecto Transformar Culturas del Instituto Worldwatch, plantea que a través de un cambio en la enseñanza es posible fomentar una sociedad más sostenible y preparada para los cambios que se avecinan.
¿Por qué es importante la educación ecosocial?
Vamos a tener que enfrentarnos a grandes cambios que se agravarán con el aumento de la población y la propagación de la cultura del consumo. Si la gente es más resiliente será más capaz de adaptarse. Hay que enseñar habilidades básicas de vida para sobrevivir a esas crisis. Puerto Rico es un ejemplo claro, la mayoría de la gente no sabía obtener agua potable tras el huracán. Es preciso recuperar destrezas que ya no se aprenden.
¿Los programas educativos están adaptados para introducir la educación medioambiental de forma activa?
Existen reticencias, pero también hay oportunidades. En EE UU, los colegios privados están implementando de forma sencilla estas ideas. Se ha normalizado y cuantos más existen, mayor número de escuelas públicas comienzan también a introducirlos.
¿Me podría dar algún ejemplo?
Hay numerosas nature preeschools en EE UU y en otros países como Alemania o Suiza. En Seattle, por ejemplo, un grupo pidió autorización para poder utilizar los parques de la ciudad como espacios libres donde impartir clases. Con el apoyo del Gobierno crearon hasta diez en diferentes vecindarios, dando oportunidades a más niños y con capacidad de innovar. Desde que estos centros educativos se han extendido en las periferias como una especie de experimento, las instituciones públicas se han sumado a la iniciativa. Otro ejemplo es la ciudad de New Hampshire, en el que algunos profesores inspirados incorporaron el ‘viernes de los bosques’ en las escuelas públicas. Los escolares salen de las aulas y pasan el día aprendiendo destrezas en su propio entorno.
Dedica un capítulo del libro a cómo le gustaría que fueran las escuelas del futuro. ¿Qué características deberían tener?
El último capítulo es mi top de ambición, describo cómo podrían ser las cosas. Presento varios ejemplos, como el de una escuela flotante en Nigeria, que existe realmente, pero en un escenario futuro, porque este caso no incorpora todos los otros aspectos de piscicultura o paneles solares que planteo en el libro.
Son cambios bastante profundos, ¿cómo se consiguen?
Creo que hay pequeñas iniciativas funcionando en todo el mundo, pero nadie las ha aglutinado de manera holística. Hay muchas escuelas de preescolar que no avanzan hasta el siguiente nivel: enseñar a los niños cómo cultivar comida o hablarles de los progresivos vacíos forestales. Hay profesores que están trabajando para restaurar sistemas ecológicos en sus vecindarios, pero no existen escuelas secundarias activistas. Hay que llegar al siguiente nivel.
Precisamente uno de los temas que tratan es el de “actualizar la ingeniería para el Antropoceno”. ¿Sería el paso siguiente, cambiar las enseñanzas universitarias?
Hay un capítulo sobre ingeniería, porque la población global sigue aumentando y parece que será así, al menos, hasta 2050. En la actualidad escasos programas de ingeniería hablan de sostenibilidad. Lo mismo se aplica a la economía, ya que a la mayoría de los estudiantes de estas carreras no se les habla de los límites, solo del crecimiento, como si pudiera mantenerse para siempre este modelo.
¿Esto supondrá la creación de nuevos estudios y profesiones?
Desde luego. En profesiones como la arquitectura y muchas otras áreas, necesitan certificaciones. Ahora mismo es algo voluntario y puedes promocionarte a ti mismo como un arquitecto verde, por ejemplo. Debería ser algo obligatorio.
¿Es una nueva vía de negocio?
Hay ejemplos en diferentes disciplinas que sí están cambiando para adaptarse a las realidades ecológicas. Mi favorito es el capítulo de las escuelas de negocios. Incluso las mejores hablan a menudo de innovación incremental, es decir, cómo los negocios todavía apuntan a un crecimiento infinito. La siguiente variedad de estos centros formativos ha empezado a enfocarse al emprendimiento social, a negocios sociales y ecocéntricos, que entienden que el planeta es como una célula: hay que crear negocios que restauren el mundo y lo mantengan sano.
Una aportación original es su participación en la creación de un escenario ‘eco’ de un famoso juego de mesa. ¿En qué consiste?
Es un juego alemán, Los colonos de Catán, de los más populares del mundo. Le propuse a la compañía crear un escenario de cambio climático con un rol educativo. Para ganar hay que construir ciudades, pueblos o parques. En este caso, añadimos un elemento más: el petróleo. Así puedes crear mayores construcciones y más rápido, pero esto conlleva desastres ecológicos y cambio climático. Es decir, si utilizas demasiado petróleo, todo el mundo pierde. Es una manera de incorporar los límites de crecimiento, algo extraño en un juego, porque suelen consistir en que lo único que importa es crecer para ganar.
Otro proyecto curioso de su biografía es un reality show de millennials granjeros que tienen que convertir 40 millones de acres de césped de EE UU en pequeñas granjas...
Sí, me inspiré en España y Grecia, de hecho. Después de la gran recesión, entre el 50 y el 60% de los jóvenes millennials en Grecia estaban sin trabajo, algo que impactó menos en EE UU –se concentró en un 25% y un 30% de los jóvenes–. Lo que dicen las investigaciones es que cuando ocurre una crisis, la gente mayor no se jubila, porque tiene miedo. Por eso los primeros que quedan fuera de la economía son los jóvenes.
¿Cuál era el objetivo de este reality?
En EE UU hay muchos acres de tierra alrededor de las ciudades que serán nuestras futuras granjas. Mi propuesta es que la gente volverá a cultivar en esas zonas para el consumo local. Hay que fomentarlo ahora para que la transición sea más fácil después. Si tenemos granjeros que conocen el trabajo, ante una crisis podrán enseñar a sus vecinos a reconstruir la economía local. El objetivo es hacer este reality atractivo para los millennials. Catorce de ellos se presentaron y seleccionamos a cinco para que hubiera una mezcla cultural, de razas y zonas geográficas. Hicimos un tráiler pero aún no se ha emitido en televisión, porque es un poco contracultural. Coloca a los millennials fuera de la economía del consumo.