No hay otro como él. Ricardo Pérez de la Fuente es la única persona en toda la Universidad de Harvard especializada en conservar insectos antiguos. Su trabajo le apasiona: debe digitalizar para la posteridad los más de 60.000 especímenes fósiles de una colección fascinante que ha pasado años en la sombra. Con extrema delicadeza, insecto a insecto, él y su equipo están creando un gran banco del pasado.
En el tercer subsuelo de un megaedificio de laboratorios de Harvard, una hilera que parece infinita de válvulas blancas, asépticas y que imponen respeto aguarda el fin del mundo. En su interior descansan y acumulan horas, días y semanas cientos de miles de fósiles, los restos de organismos que vivieron y murieron hace millones de años y que esperan su turno de ser digitalizados para la posteridad.
En el caso de los insectos fosilizados, el encargado de hacerlo se llama Ricardo Pérez de la Fuente. Es alto, nació hace 30 años en Barcelona y es único. Al menos, en esta centenaria universidad estadounidense. Aquí, en Cambridge, no hay nadie como él: es “el” paleoentomólogo de Harvard.
Rodeados por el silencio solo interrumpido por el ruido de sus pensamientos, este investigador y su equipo de técnicos desarrollan una actividad pensada para el fin de los días: en las profundidades del Museo de Zoología Comparada, digitalizan con paciencia los más de 60.000 especímenes de insectos fosilizados que componen una de las colecciones de este tipo más grandes del mundo, la generada durante 90 años por el metódico profesor Frank M. Carpenter, quien falleció en 1994: hormigas, avispas, libélulas, cucarachas y polillas, muchas de ellas ya extintas.
Bóvedas de la Universidad de Harvard donde los insectos fósiles aguardan a ser inmortalizados. / Federico Kukso
“Es maravillosa –dice, cargado de entusiasmo, este científico español–. La colección estuvo durante décadas a la sombra, oculta del mundo. Ahora la estamos compartiendo con investigadores y con el público. La joya es la mariposa fosilizada mejor conservada. También un ala de libélula gigante, un insecto que era tan grande como una gaviota. La colección está colmada de secretos: uno puede llegar a descubrir tesoros guardados durante años en un cajón. Aquí veo bichos que nadie jamás ha visto antes”.
Como todo niño –y todo adulto–, Ricardo Pérez de la Fuente cayó bajo el influjo de Jurassic Park. “Los dinosaurios siempre son lo que más engancha”, reconoce. Pero en 2008, un profesor de la facultad lo invitó a una expedición y, sin dudarlo, se sumó a ella
“Fue alucinante –recuerda–. Hallar fósiles de insectos es una sensación incomparable. Tan pequeños, tan frágiles y con tantas historias que contar”.
Desde entonces, exploró y estudió los tesoros del yacimiento de El Soplao descubiertos en 2008 en Cantabria, el más extenso y rico en ámbar en Europa de mediados del periodo Cretácico, hace unos 100 millones de años.
En el yacimiento de ámbar de El Soplao, en Cantabria (España). Imagen cedida por el investigador.
En la resina fosilizada alguna vez secretada por los árboles, los insectos han quedado aprisionados, congelados en el tiempo, como en una fotografía de antiguos ecosistemas. Allí, por ejemplo, este investigador encontró en 2012 un ejemplar único: una larva depredadora a la que llamó Hallucinochrysa diogenesi (o larva crisopa alucinante de Diógenes) que aparece recubierta por una maraña de pequeños filamentos de origen vegetal recolectados con sus mandíbulas con el fin de confundirse así con el entorno.
“Se trata la evidencia de camuflaje en insectos más antigua conocida hasta ahora”, cuenta hoy uno de los apenas 50 paleontomólogos que hay en el mundo. Con la ayuda de artistas como el español José Antonio Peñas, este insecto de unos cuatro milímetros de longitud ya extinguido que convivió con los dinosaurios ha sido recreado digitalmente.
“Lo que intentamos hacer es reconstruir la historia de la vida –explica Pérez de la Fuente–. El único modo de comprender el presente y el futuro es estudiar el pasado. Descifrarlo. Para muchos, mirar hacia atrás puede parecer un ejercicio absurdo. Pero grabada en el registro fósil y en la tierra hay una infinidad de procesos que, si somos capaces de comprender, nos permitirán adelantarnos a lo que puede llegar a acontecer. Cada muestra de un insecto fosilizado es una pieza de un puzle gigante. Cuantas más piezas seamos capaces de llenar de ese puzle, mejor podremos ver la conexión entre ellas y así descifrar su sentido”.
Ala de libélula gigante / Federico Kukso
Como un copista medieval, Pérez de la Fuente también trabaja para la conservación y transmisión del saber. “Lo orgánico en algún momento perece –advierte–. Si queremos mantener esta información para la eternidad, la única vía es la digital”.
De un lado de las amplias oficinas del Departamento de Zoología Comparada están los malacólogos, los científicos que estudian los moluscos. Del otro, él, sus microscopios, cámaras fotográficas y, como le dice con cariño, su mausoleo de “bichos”.
Desde hace más de tres años, Ricardo Pérez de la Fuente recorre estas hileras de bóvedas blancas –un gran banco del pasado– de las que extrae las muestras, que lleva con cuidado a las estaciones.
“Les tomamos varias fotografías. No podemos captar la riqueza del fósil en una sola imagen –dice–. La mano siempre va debajo de la muestra. Siempre. Por suerte, aún no he tenido ningún accidente. Toco madera”.
Y entonces, como parte de la Fossil Insect Collaborative –un proyecto de digitalización pionero en Estados Unidos en los que se aúnan los esfuerzos de instituciones como Yale, la Universidad de Colorado, el American Museum of Natural History y Harvard–, ingresa a una base de datos para, finalmente, fomentar estudios globales con Big Data.
Pero, curiosamente, no todas las muestras de la colección que digitaliza este científico español han sido correctamente identificadas. En caso de detectar un error, él es el único con la potestad de rectificarlo.
De toda la colección, ya lleva un 70% digitalizado. “Me encantaría hacer algo así en España –confiesa–, pero en estos momentos es impensable”.
“Esto es una avispita”, aclara Pérez de la Fuente mientras desliza bajo la luz lo que solo parece ser una roca. Hay que tener el ojo entrenado para detectar que allí hay algo más que ha llegado a nuestros días después de sortear varios obstáculos.
Polilla fósil / Federico Kukso
Por ejemplo, las mariposas son muy escasas en el registro fósil. “Muchos de los insectos que se han fosilizado lo han hecho al depositarse en el fondo de lagos con poco oxígeno –cuenta el paleoentomólogo–. Para eso tuvieron que llegar allí, hundirse. Pero las mariposas por lo general flotan y allí se las comían. Cada insecto fósil es como un ticket de lotería. La probabilidad de que se haya fosilizado es mínima. Además tiene que haberse fosilizado en cierta posición particular para ser estudiado”.
Hace 480 millones de años aparecieron los primeros insectos. Según un estudio en el que participaron más de cien investigadores de 16 países, se originaron al mismo tiempo que las primeras plantas terrestres. Los insectos, de hecho, fueron los primeros organismos en la tierra en volar: hace 400 millones de años los ancestros de las libélulas comenzaron a desarrollar alas.
Desde el Cretácico, hace cien millones de años, hay varios grupos de insectos que han cambiado muy poco. Por ejemplo, los mosquitos. La diferenciación morfológica ha sido mínima.
Saber más de ellos y de su historia también tiene un potente efecto psicológico. “El estudio de estos insectos antiguos te vuelve humilde –reconoce el científico–. Uno lo naturaliza pero a veces me pongo a pensar que tengo entre mis manos los restos de un organismo que vivió cuando ni siquiera los seres humanos éramos un sueño. El sentimiento es el mismo que comparten muchos aficionados a la astronomía. Nos damos cuenta de la grandeza del universo y de la larga historia de la vida en la Tierra. Nos pone en perspectiva. Me ayuda a quitarle dramatismo a las cosas. Nos ayuda a darnos cuenta de qué poco somos”.