Julio Verne anticipó los viajes espaciales en De la Tierra a la Luna, y los transatlánticos en La ciudad flotante. También hay quienes sugieren que Borges prefiguró la existencia de internet con La Biblioteca de Babel, aunque esto sea discutible. No son pocos los casos en los que escritores no científicos adelantan con precisa verosimilitud el futuro. Y sin practicar un solo experimento. No, al menos, fuera de sus cabezas.
Hace ahora un siglo, en 1909, el escritor francés Marcel Proust debía estar hartándose de café en el 102 del Boulevard Haussmann de París. Tras una primera novela, de estilo decadente y bastante discreta en cuanto a crítica, Los placeres y los días, y un par de traducciones de John Ruskin, Proust se había aislado para montar el esqueleto de lo que a la postre sería su obra magna en siete tomos. Aquel célebre episodio del té y la magdalena -un hecho conocido, comentado, analizado, vomitado y descuartizado hasta la saciedad por los agentes culturales de nuestra era- pasaría a la historia de las letras en Por el camino de Swann, primer volumen de En busca del tiempo perdido, paradigma de la novela del siglo XX.
“Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té”, escribió Marcel Proust.
En Google, la obra maestra de Proust arroja 48.300 resultados; su episodio con la magdalena, 89.200. Es revelador, ¿verdad? Pero este episodio de la magdalena es algo más que un lugar común entre la ciudadanía de clase media leída y educada por la televisión. Esa reflexión sobre la memoria de la infancia, la misma que comenzó todo el proceso creativo del autor, le ha valido al novelista el título oficioso de “prefigurador de la neurociencia”.
El neurólogo portugués Antonio Damasio, premio Príncipe de Asturias de Investigación en 2005, ha pasado buena parte de su carrera estudiando cómo surgen en el cerebro la creatividad y las emociones. Una de sus conclusiones más importantes fue que nuestra mente es una “mente corporeizada”, que no hay separación entre cuerpo y alma, es decir, que un alma no existe sin su cuerpo. Existen muchas analogías entre esta idea y el aforismo clásico de mens sana in corpore sano, pero ¿y Proust?
El escritor galo sugiere en su obra que el pasado, la experiencia no muere tras nosotros, sino que permanece de forma indeleble en forma de experiencia sensorial, a la espera de que un momento determinado -como el de la magdalena- vuelva a iluminar las conexiones necesarias y haga revivir el momento en nuestra mente. La idea es escalofriantemente cercana a lo que los últimos experimentos basados en tomografía por emisión de positrones o resonancia magnética funcional han desvelado sobre el comportamiento del cerebro: creamos recuerdos falsos, alteramos el tiempo, procesamos pensamientos en función de la circunstancia y los agrupamos en torno a una misma entelequia del “yo”.
Varios libros han aparecido a lo largo de la última década sorteando este tema. El más famoso de ellos ha sido quizá el escrito por Jonah Lehrer, periodista de la revista estadounidense Wired. El redactor trabajó con el neurocientífico y premio Nobel Erik Kandel, para elaborar Proust was a neuroscientist. En el libro, Lehrer corrobora con ayuda de expertos lo que Proust anticipó hace un siglo: “No hay manera de describir el pasado sin mentir. Nuestra memoria no sólo parece ficción. Nuestra memoria es ficción”.