De genética habla el libro Tiene la sonrisa de su madre, del divulgador Carl Zimmer, pero no solo de los rasgos visibles que pasan de padres a hijos, sino también de las resistencias o las mutaciones que en nuestro cuerpo y en la cultura nos transmiten nuestros antepasados. Hay historias de genes y reyes, endogamias, frutas sin hueso y lanas de diferentes tipos de ovejas, sin olvidar las injusticias históricas sufridas en nombre de la raza.
La diversidad no es lo que creíamos. Es mucho menos evidente de lo que parece, porque no siempre se reconoce a simple vista. Esto es lo que deja claro el divulgador Carl Zimmer en el libro Tiene la sonrisa de su madre (Capitán Swing), publicado en español en este primer semestre de 2023, y que fue elegido ‘Libro de ciencia del año’, en 2018, por el periódico The Guardian.
Se trata de aprender sobre las aparentes similitudes y diferencias que se esconden bajo la piel de las personas, en una época en que la diversidad se ha convertido en un término de controversia. Para algunos, lo diverso constituye una virtud y riqueza para las sociedades; para otros, un problema, cuando temen que sus propias tradiciones, costumbres o rasgos físicos se diluyan.
Zimmer explica en su ensayo que si tuviéramos que encontrar similitudes genéticas con las personas de otros continentes, difícilmente acertaríamos con solo nombrarnos o mirarnos. Las variantes genéticas que subyacen a nuestros rasgos son invisibles a los ojos, decenas de miles de años después de las primeras migraciones humanas.
En efecto, hace entre 50 000 y 80 000 años, un grupo de humanos se expandió fuera de África y, según nos cuenta el autor, hoy esas variantes genéticas se encuentran en Australia y en la India, entre otras regiones. Entretanto, la mutación de un gen redujo drásticamente un pigmento de la piel y los cazadores recolectores continuaron abriendo rutas hacia el norte y el oeste.
Tiene la sonrisa..., con traducción de Patricia Teixidor, contiene casi 700 páginas de un relato ameno sobre esto que ahora está en boca de todos. Porque de estudios genéticos se habla actualmente en casi todos los campos de la ciencia, desde la biomedicina, para desentrañar causas y posibles dianas terapéuticas de patologías raras, a la paleontología, cuando se desentierran y se datan huesos fósiles de dinosaurios.
Pero la genética también ocupa algunas páginas de la prensa del corazón, cuando los famosos acuden a un banco de donantes de óvulos o espermatozoides para tener hijos (o nietos). Además, en estos últimos tiempos, hemos conocido la noticia del indulto a una mujer —acusada a matar a sus cuatro hijos— al descubrir que todos habían padecido la misma enfermedad hereditaria fatal. En el otro extremo, los estudios genéticos permitieron procesar a un hombre que se sospecha ha tenido más de 550 hijos por su compulsión a donar esperma.
Carl Zimmer es uno de esos divulgadores que suelen arrancar sus obras con una anécdota que nos apela. Aquí lo hace con una visita a la obstetra, antes del nacimiento de su primera hija, quien les recomienda consultar a un asesor genético.
¿Qué puede causar más miedo a unos padres esperando su primera hija que los fantasmas que se agigantan ante lo desconocido?
Como la piel de los homínidos no se fosiliza, no podemos decir con seguridad qué color de piel tenían nuestros antepasados hace cuatro millones de años
El síndrome de Down no era lo único sobre lo que deberían preguntarse los futuros progenitores, advierte el autor. “Era posible que los dos fuéramos portadores de variaciones genéticas que podríamos transmitir a nuestra hija, causando otros trastornos”, argumenta.
Recuerda el autor que la genetista sacó un papel y dibujó un árbol genealógico para mostrarles cómo se heredan los genes. Empezaba el siglo XXI y se acababa de anunciar que había finalizado el primer estudio de todo el genoma humano.
Dos décadas después, ¿qué esperamos de los genes que heredamos? Esta es una pregunta que nos asalta, entre las primeras curiosidades de esta época en que se conocen historias asombrosas, regulaciones a medias, dispares entre país y país, y argumentos “raciales” para vetos y teorías sociológicas no siempre bienintencionadas.
“El ADN antiguo demostró que los blancos no comparten un vínculo genético profundo y puro que se remonte a los primeros días de la ocupación humana de Europa”, advierte Zimmer. “Los primeros Homo sapiens que llegaron a Europa no tienen ninguna relación directa con los europeos actuales”, en sus palabras.
De hecho, “las personas europeas pueden rastrear su ascendencia hasta los pueblos que llegaron al continente en una serie de oleadas separadas por miles de años”, asegura, como para dejar claro que hay parentescos que desconocemos y desconocidos a quienes nos unen más genes que quizá no se expresen en el tono de piel o en el pelo rizado.
Cubierta de la edición en español de la última obra del columnista científico Carl Zimmer.
Este es un libro para aprender de historia y de ADN. Hay en él entretenidos pasajes que derriban creencias o áreas de desconocimiento que teníamos. Gracias a la recopilación científica y las anécdotas del autor sabremos que hay más variabilidad genética dentro de África que entre algunas poblaciones africanas y caucásicas procedentes de otros continentes.
En efecto, una de las cosas que más llama la atención es el aspecto social y cultural de los linajes genéticos, eso que solemos llamar ‘racial’, en una simplificación que no deja de tener connotaciones y consecuencias en la vida cotidiana de los ciudadanos.
Asegura Zimmer que, “como la piel de los homínidos no se fosiliza, no podemos decir con seguridad qué color de piel tenían nuestros antepasados hace cuatro millones de años”. Sin embargo, “si nuestros parientes primates vivos más cercanos —los gorilas y los chimpancés— sirven de guía, es probable que tuvieran la piel clara”.
Los estudios indican que, en algún momento, “quizá hace dos millones de años, nuestros antepasados comenzaron a adaptarse a la vida en la sabana africana y perdieron gran parte de su vello corporal”. Una vez que su piel se expuso directamente a la luz solar, especula el escritor, “probablemente esta empezó a cambiar de color porque los rayos ultravioleta podían llegar más fácilmente a las células de la piel”.
Así, continúa, “el daño que causaban podía provocar cáncer de piel y también destruir una molécula esencial de la piel llamada folato”. Por eso algunas mutaciones habrían añadido “más pigmento a la piel”, a fin de “proteger a nuestros lejanos antepasados de este daño”.
Con todo, “nadie puede asegurar de qué color era la piel de los primeros representantes del Homo sapiens”, afirma el divulgador. “Lo que sí se sabe es que las variantes genéticas que se encuentran detrás del color de la piel están dispersas en muchas poblaciones de la Tierra y que todas ellas deben de haber experimentado una fuerte selección natural para sobrevivir cerca del Ecuador o en el sur de África, donde la luz es menos intensa”, indica.
La diversidad es vegetal, animal y también define a estos homínidos que somos. Es la que garantiza nuestra salud y la de los ecosistemas. Y de este concepto que tanto circula se puede hablar con más propiedad en estos albores del siglo XXI, cuando se cumplen siete décadas de conocimiento de la doble hélice del ADN (un hallazgo de 1953).
Con aquel descubrimiento de 1953 llegó asimismo un conflicto por el Nobel —en 1962, para Francis Crick y James Watson— que se le retaceó a una mujer científica pionera —Rosalind Franklin—, por lo que Zimmer se detiene también en el relato de cómo han ido cambiando los condicionamientos sociales, la discriminación y la noción de género en cada tiempo histórico.
Pero antes de complejizar el aspecto ético y social de la genética, Zimmer nos lleva a pasear por la historia de la vida natural, en un recorrido que habla de la selección genética de las plantas o los animales que se domesticaron para servir a las necesidades del hombre.
Porque los investigadores de todas las disciplinas vienen enfrascándose en teorías improbables sobre lo hereditario desde hace siglos. Por ejemplo, ¿alguien se ha preguntado cómo se consiguió una ciruela sin hueso? O ¿sabíamos que los granos de cebada no fueron siempre blandos por lo que hubo que seleccionar las variantes que servían como ingrediente, ya que si se endurecían dejaban de servir de alimento?
¿Cuántas generaciones ovinas pasaron hasta que las ovejas dieron lana suave? Aquí va el spoiler: para dejar atrás una temporada de lanas ásperas, los amazighs y árabes del norte de África introdujeron las merinas.
En los intentos por domesticar el mundo salvaje y domar (o someter) lo desconocido, se hicieron muchos experimentos; entre ellos, los reyes comenzaron a casarse entre primos, en la creencia de que así garantizaban una descendencia de ‘sangre azul’, diferente a la del resto del vulgo. Y resulta que lograron el efecto contrario: las enfermedades congénitas se eternizaron y se agravaron en algunos linajes reales, e incluso la falta de herederos sanos condujo a guerras y soluciones desesperadas.
De esa guisa transcurrieron tiempos de total opacidad del saber, hasta que llegaron los primeros experimentos eugenésicos, en Estados Unidos, a principios del siglo XX y, con ellos, la inspiración del nacionalsocialismo y el largo periodo de los supremacismos.
Zimmer avanza conceptos de reescritura o corta-pegas genómicos, así como de las técnicas CRISPR (secuencias repetitivas presentes en el ADN de las bacterias) para que el lector pueda aproximarse a ellos sin tropiezos ni miedo.
Finalmente, con todo lo aprendido, los lectores podremos averiguar más sobre estudios genómicos sin perdernos en las primeras vueltas del laberinto helicoidal. O hacernos preguntas con mejor puntería: ¿qué cabe esperar de la reescritura del ADN?, por ejemplo.
Por fin, tras esta recopilación de los estudios de la herencia reconoceremos parte de nuestra historia y podremos seguir indagando en las posibles aplicaciones que la genética brinda a la medicina personalizada del futuro.