Nunca ha sido tan importante proteger el medio ambiente y nunca esta labor ha resultado tan mortífera. En la última década se han producido más de mil asesinatos de defensores de la tierra, de los que solo el 1% ha sido juzgado y condenado. El reciente homicidio de la hondureña Berta Cáceres no es más que el reflejo de una alarmante situación a la que se enfrentan indígenas y activistas que protegen el planeta frente a intereses económicos y políticos.
Berta Cáceres llevaba años viviendo bajo amenazas de muerte en su país, Honduras. A pesar de las intimidaciones y la coacción, nada ni nadie la frenó en su lucha por los derechos del medioambiente y del pueblo indígena Lenca –de la cultura Maya–, hasta que unos hombres armados forzaron la entrada de su casa y la asesinaron a tiros en la madrugada del 2 al 3 de marzo.
Desde los años 90 Berta había encabezado la defensa de su comunidad y cofundó el Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (COPINH) para luchar contra los proyectos de presas hidroeléctricas y la privatización de los ríos, de los que las mujeres Lenca son sus principales guardianas.
Su acción ya había logrado la retirada de inversiones extranjeras para el proyecto hidroeléctrico Agua Zarca en el río Gualcarque, liderado por la empresa de capital hondureño Desarrollos Energéticos S.A. (DESA) en 2013. A pesar de la popularidad que fue alcanzando –ganó el Premio Medioambiental Goldman para los defensores de la tierra en 2015–, su fama internacional no consiguió salvarla.
De hecho, las circunstancias de su muerte se han producido en medio de la lucha contra la instalación de la presa. “Berta había obtenido por parte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos medidas cautelares, es decir, protección urgente por las pruebas que demostraban que la estaban amenazando directamente”, indica a Sinc Billy Kyte, responsable de campañas de Global Witness, una asociación con la que Berta colaboró en un informe en 2015.
Berta Cáceres organizó una asamblea local con miembros de su comunidad para votar en contra de la construcción de la presa Agua Zarca. / Goldman Environmental Prize
En el documento Cuántos más la activista hondureña contaba cómo se había visto obligada a vivir como una fugitiva y había sido criminalizada por el Gobierno hondureño. Al narrar su historia y elevar su perfil mediático, buscaba seguridad. “Pensamos que era la manera de evitar lo que desgraciadamente ha pasado”, señala Kyte. Pero como Berta, muchas más personas han luchado y muerto en la sombra.
Honduras, el país más peligroso
En 2014 fueron asesinados 116 defensores de la tierra y del medioambiente –la mayoría, indígenas con pocos recursos y víctimas de discriminación social– en 17 países: una media de más de dos víctimas mortales a la semana, lo que representa casi el doble del número de periodistas asesinados durante el mismo año, apunta el informe de Global Witness. Luchar contra la explotación minera, petrolífera y forestal se ha convertido en una arriesgada hazaña, sobre todo en países que poseen grandes riquezas naturales y minerales.
Brasil, Colombia, Filipinas, Honduras, México, Perú, Guatemala y Tailandia encabezan la lista negra. Entre estos siete países suman 913 homicidios de activistas medioambientales de los 1.024 que se han cometido en todo el mundo desde 2002 hasta 2014. En la mayor parte de África, la débil supervisión de la sociedad civil hace que se registren pocas muertes, pero los ataques o intimidaciones pueden producirse, recalca el informe. En áreas como China, Asia Central y Oriente Medio, los escasos datos sobre asesinatos pueden deberse a la censura de la información.
Con las cifras disponibles, es Honduras –que ya fue testigo en 1995 del asesinato de la activista ambiental Blanca Jeanette Kawas– el país con el mayor número de asesinatos por el medioambiente per cápita de los últimos cinco años. Los hondureños han visto caer a 111 personas de 2012 a 2014 por la defensa de sus recursos naturales. El conflicto en el valle del Bajo Aguán se ha saldado hasta 2013 con la muerte de 93 campesinos que habían mantenido disputas con la empresa Dinant, productora de palma de aceite, y sus cuerpos de seguridad privados.
La última muerte de un activista ambiental en Honduras sucedió la semana pasada. Nelson García, compañero de agrupación de Berta Cáceres, fue abatido a tiros después de haber participado en la protesta por el desalojo de la comunidad de Río Chiquito.
En el país, que sufrió un golpe de estado en 2009, se han registrado además 3.064 casos de criminalización de defensores de los derechos humanos desde 2010. “Honduras es el país latinoamericano donde más medidas cautelares se han otorgado a activistas”, informa Kyte. En total, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha otorgado unas 100 medidas cautelares, que solo el gobierno de cada país puede implementar. “Pero la realidad es que muchas veces no se cumplen”, advierte el experto.
Los defensores y defensoras de la Tierra, reconocidos en 1998 por la Declaración sobre el derecho y el deber de los individuos adoptada por la Asamblea General de la ONU, son amenazados (en persona, por email o por teléfono de forma privada o pública), atacados físicamente, criminalizados (los gobiernos locales aprueban leyes para restringir su actividad), hostigados judicialmente, secuestrados (desde 2011 han desparecido siete activistas) y asesinados, cuando su acción por proteger su territorio es pacífica, como reconoce la ONU.
“El entorno en el que trabajan los defensores del derecho a la tierra es especialmente adverso. Su aislamiento y la intervención de intereses económicos influyentes hacen que sean particularmente vulnerables”, subraya Michel Forst, relator especial de Naciones Unidas sobre la situación de los defensores de los derechos humanos, en el informe No tenemos miedo del Observatorio para la Protección de los Defensores de Derechos Humanos.
Naturaleza frente a intereses económicos
La demanda de recursos naturales no deja de crecer, a la vez que lo hace el número de homicidios de activistas que en 2012 alcanzó la mayor cifra de la historia con 147 personas. Cada vez se producen más conflictos entre las empresas que explotan estos recursos, los Estados que defienden los intereses económicos y las comunidades afectadas, especialmente indígenas.
“Los agentes políticos y económicos nacionales y extranjeros luchan para sacar beneficios a través de megaproyectos de inversión, mientras que las poblaciones locales se oponen al acaparamiento de sus tierras y defienden su modo de vida, el medioambiente y sus derechos básicos”, indica a Sinc Alexandra Poméon O'Neill, responsable del Observatorio para la Protección de los Defensores de Derechos Humanos.
Brasil registra en los últimos 12 años el mayor número de decesos por la tierra (477) y ya fue testigo de la muerte de Chico Mendes, recolector de caucho y activista ambiental brasileño en 1988.
Allí la mayoría de los conflictos están relacionados con la deforestación y la tala ilegal de la Amazonía, que contribuyeron al 68% de los asesinatos en el país en 2012, anota el informe Deadly Environment de Global Witness.
Chico Mendes junto a su mujer Ilsamar. / Wikipedia
En mayo de 2011, tras denunciar la intrusión de madereros ilegales en la reserva sostenible de Praialta-Piranheira al noreste de la Amazonía brasileña, José Claudio Ribeiro da Silva, conocido como Ze Claudio, y su mujer María do Espírito Santo da Silva fueron asesinados por hombres enmascarados.
Su muerte conmocionó a un país en el que el nivel de deforestación alcanzó en 2013 el 28% y que se enfrenta a una explotación forestal sin precedentes estimulada por los intereses agrícolas.
Dentro de las disputas por la propiedad, control y uso de la tierra, es la explotación minera y extractiva la más conflictiva, responsable del asesinato de 25 personas en 2014. Los defensores de Filipinas sufren desalojos, persecuciones, ataques y asesinatos desde que se liberalizó la industria minera en 1995.
“En los lugares donde hay una oposición clara de poblaciones indígenas y pequeñas comunidades contra las explotaciones mineras, se han establecido planes de actuación sistemáticos por parte de militares. Además, la administración del presidente Aquino no ha movido un dedo para parar la continua impunidad de las muertes de estos activistas”, denuncia a Sinc Andrew Aytin, encargado defensor de los derechos humanos en Filipinas en la ONG Third World Health Aid y autor de un trabajo publicado en New Solutions sobre este tema.
El pasado mes de septiembre el director de un colegio para poblaciones indígenas y dos sus líderes fueron asesinados por un grupo paramilitar. “Su pecado: comunidad y colegio luchaban contra la entrada de una empresa minera en sus tierras ricas en carbón y oro”, recalca el experto, que opina que el Gobierno filipino es incapaz de proteger los derechos de los defensores de la tierra. De hecho, mientras respondía a las preguntas de Sinc, Aytin recibió la notificación de que un granjero indígena que pertenecía a una comunidad amenazada por nuevas operaciones mineras en su área había sido tiroteado en su propia granja por una patrulla de soldados.
Tala en la reserva de Praialta-Piranheira en la Amazonía brasileña. / Nelson Feitosa-IBAMA
Por otros soldados fue asesinada en octubre de 2012 junto a sus dos hijos pequeños Juvy Capion, una activista indígena antiminas. Según avalaron los informes de más de 30 asociaciones humanitarias, los militares ametrallaron su casa y sacaron los cuerpos inertes al exterior. Al igual que algunos expertos en medioambiente, Capion se oponía al proyecto Tampakan operado por Sagittarius Mining Inc, una cantera abierta de oro y cobre que se extiende sobre 10 kilómetros al pie del Monte Matutum, un volcán activo.
Impunidad para los culpables
El asesinato de esta mujer indígena, como el de muchos otros, quedó impune. De los 908 crímenes cometidos de 2002 a 2013, Global Witness solo ha podido encontrar información sobre los infractores de 294. De ellos, 69 alegaron haber estado involucrados directamente (como tiradores o conductores de la fuga) o indirectamente (como autores intelectuales del asesinato) en las muertes de 42 defensores.
En la mayoría de los casos, la identidad de los asesinos es desconocida por los propios procedimientos judiciales, pero en algunas ocasiones se puede averiguar su ocupación o afiliación. Según la asociación, en 52 homicidios se reconocía que los culpables pertenecían a unidades militares o policiales que habían abusado de su fuerza durante protestas y manifestaciones.
Sin embargo, la impunidad es una característica que prevalece de manera sistemática en la mayoría de estos crímenes. “Hay un contexto de impunidad muy grave, no solo en cuanto a las muertes de los defensores, sino en general en los asesinatos que se cometen en estos países”, observa Kyte de Global Witness. La situación más inquietante se da en Honduras, donde la tasa de impunidad para los asesinos es de más del 90%. “Hay un gran fallo en cuanto a la rendición de cuentas”, asevera el experto.
Poco más del 3% de los culpables se enfrenta en la actualidad a cargos, y solo el 1% han sido juzgados y condenados entre 2002 y 2013. “Las investigaciones no se llevan a cabo de manera seria ni imparcial, y en los raros casos en los que los individuos son arrestados y juzgados, sus comanditarios nunca son amonestados”, lamenta Alexandra Poméon, para quien esto demuestra la falta de voluntad de los responsables estatales para poner fin a este fenómeno.
“Irónicamente, los defensores de los derechos de la tierra se enfrentan a una criminalización creciente de sus actividades pacíficas y legítimas. Las autoridades encuentran los medios para reconducir las investigaciones y perseguirlos a ellos e lugar de preocuparse por los criminales”, denuncia Poméon.
Con suerte, la reciente muerte de Berta Cáceres, que con su lucha protegió a los ríos, a las mujeres y a los suyos, encontrará un culpable, aunque por ahora la policía apunta a un crimen pasional, como señala en un comunicado el COPINH. Las leyes internacionales ya no solo deben hacer presión en la protección de estas personas, sino también en la rendición de cuentas y analizar las razones por las que se crean conflictos. “Hay que cambiar la actitud”, zanja Kyte. Porque el asesinato de Berta no es un hecho aislado.