A la espera del final de la Estación Espacial Internacional en 2031, un equipo internacional de investigadores ha conducido, con la ayuda de astronautas en órbita, el primer experimento arqueológico en el espacio. Su misión: investigar por primera vez en sus tres décadas de historia los componentes sociales y culturales de esta “microsociedad”, que servirá para guiar el diseño de hábitats espaciales en el futuro.
Su destino ya fue decidido. A principios de 2031, la Estación Espacial Internacional (EEI) conocerá su fin. Después de casi 30 años en órbita, el primer hábitat espacial verdaderamente a largo plazo de la humanidad caerá en picado hacia la atmósfera terrestre, donde será incinerado por la fricción.
Según se ha planificado, lo que quede de la estructura más grande jamás construida en el espacio terminará en el fondo del océano Pacífico Sur, en un sitio poéticamente conocido como “Punto Nemo”. Denominado así por el personaje de la novela de Julio Verne, Veinte mil leguas de viaje submarino, es el lugar más alejado de cualquier masa terrestre en el planeta, una área remota a 3.219 kilómetros al norte de la Antártida que funciona también como cementerio: allí van a parar los restos de cientos de satélites, desechos y naves espaciales fuera de servicio.
En medio de un clima de tensión disparado por la guerra en Ucrania y los tuits incendiarios de Dmitry Rogozin, director general de la agencia rusa, quien amenazó con retirar a su país de la EEI, las agencias espaciales involucradas −NASA, ESA, JAXA (Japón), CSA (Canadá) y Roscosmos (Rusia)− preparan las actividades en el tiempo que le queda a esta colonia en órbita.
Pero otros investigadores de una disciplina naciente buscan hacer lo que nadie ha hecho hasta ahora: realizar el primer estudio arqueológico de un hábitat espacial, es decir, comprender las estructuras culturales, sociales y materiales de esta “microsociedad”. Por ejemplo, saber cómo interactúan los miembros de la tripulación entre sí y con el equipo y los espacios.
“Hay una sensación de urgencia, de estar trabajando contra reloj”, cuenta a SINC la arqueóloga australiana Alice Gorman, que forma forma parte del Proyecto Arqueológico de la Estación Espacial Internacional, el primer proyecto de arqueología espacial a gran escala, junto con su colega estadounidense Justin Walsh y un equipo internacional de académicos.
“Siempre se predijo que el fin de la década sería el fin de la EEI. No es que no lo supiéramos, pero ahora la fecha es definitiva. De repente, estamos pensando que esta será quizás la única vez que ocurra este tipo de documentación arqueológica. Es un registro sistemático que podrá usarse en el futuro por aquellos interesados en la vida en hábitats espaciales, entornos remotos, peligrosos y cerrados. Nadie lo ha hecho”, añade Gorman.
Desde que el astronauta de la NASA Bill Shepherd y los cosmonautas Yuri Gidzenko y Sergei Krikalev abrieron la escotilla el 2 de noviembre de 2000 y se convirtieron en la primera tripulación en residir a bordo de la estación, el laboratorio de microgravedad de la EEI ha albergado cerca de 3.000 investigaciones.
Así, se ha estudiado cómo cambia el cuerpo humano en microgravedad; se han cultivado alimentos (rábanos, repollos, pimientos, lechuga); se desarrollaron nuevos sistemas de filtración y purificación de agua; se analizó el quinto estado de la materia (conocido como condensado de Bose-Einstein); se descubrieron nuevas especies de bacterias en la estación; se han hecho investigaciones sobre enfermedades como el alzhéimer, el párkinson, el asma y el cáncer. Además, estudios psicológicos han profundizado en el impacto de las misiones espaciales de largo plazo sobre el comportamiento y el rendimiento de los astronautas.
Las agencias están planeando viajes tripulados a la Luna y Marte y no tienen idea de los aspectos sociales y culturales de vivir en este tipo de hábitats
“Pero en todo este tiempo no se han investigado los componentes sociales y culturales que intervienen en las relaciones de las sucesivas tripulaciones”, indica Walsh, de la Universidad Chapman en California.
“Nadie de la NASA ha estudiado cómo han alterado los miembros de la tripulación la estación para adaptarla a sus necesidades o deseos, cuáles son los efectos de la microgravedad en el desarrollo de la sociedad y la cultura o cómo emergen nuevos lenguajes. En la EEI, por ejemplo, hablan runglish, una mezcla entre inglés y ruso. Las agencias están planeando viajes tripulados a la Luna y Marte y no tienen idea de los aspectos sociales y culturales de vivir en este tipo de hábitats”, continúa.
La NASA dice que no tiene planes de traer ningún artefacto de la EEI antes de la salida de órbita de 2031. Arqueólogos quieren preservar algunos objetos para la posteridad: como la llave de la estación. / NASA.
Los arqueólogos espaciales afrontan varias limitaciones para estudiar esta colonia humana que orbita a 408 km de la Tierra. “El gran problema que tenemos es que no podemos ir al espacio”, advierte Walsh. “La NASA no nos permite ser astronautas. No acepta como candidatos a graduados en ciencias sociales como Antropología o Arqueología. Y no tenemos 55 millones de dólares para visitar como turistas la estación espacial”, lamenta.
Así fue cómo durante la última década investigadores de diversas nacionalidades, pero con inquietudes similares, se conectaron en distintas conferencias y decidieron unir esfuerzos.
Uno de las primeras investigaciones de este colectivo se valió de las fotografías del interior de la EEI tomadas por sus habitantes. Si bien las agencias comparten una versión editada y parcial de lo que ocurre en la estación en su intento de promover una visión positiva de la vida en el espacio −por ejemplo, no se fotografían ciertas áreas como el interior de los baños, las áreas privadas de cada astronauta o los espacios de almacenamiento−, estas imágenes pueden servirles a los investigadores como evidencia e información arqueológica.
“Con esas fotografías y la información de cuándo y dónde fueron tomadas podemos rastrear la historia entera de esa sociedad a través de su cultura material”, explica Walsh.
En un artículo publicado en la revista Current Anthropology, Gorman, Walsh y la historiadora del arte soviético, Wendy Salmond, cuentan que examinaron cómo los astronautas y cosmonautas han personalizado sus hábitats y expresado sus identidades con banderas, artículos religiosos, retratos de héroes espaciales, juguetes y parches de misiones, entre los años 2000 y 2014.
En especial, rastrearon en las paredes del módulo Zvezda la frecuente aparición de íconos religiosos −como el de la Madre de Dios de Kazán, protectora de Rusia y símbolo nacionalista− que delatan la fuerte relación entre la agencia rusa y la iglesia ortodoxa, así como la constante aparición de fotografías de Yuri Gagarin sosteniendo una paloma, del ingeniero aeroespacial Konstantin Tsiolkovsky y del director original del programa espacial soviético, Sergei Korolev, que crean una sensación pertenencia y conexión con su hogar.
“Todavía no se han observado elementos religiosos en las imágenes disponibles públicamente de los módulos estadounidenses, europeos o japoneses”, afirman en el estudio los autores. Al desarrollar hipótesis sobre las diferencias de comportamiento en hábitats en la Tierra y en el espacio y al emplear nuevas técnicas para analizar áreas remotas, los expertos abren un campo de investigación.
“La arqueología estudia la interacción de las personas con la cultura material desde una perspectiva del comportamiento humano; es decir, cómo los seres humanos usan y desechan los objetos”, explica Gorman, profesora de la Universidad de Flinders, en Adelaida, y autora del libro Dr. Space Junk vs The Universe: Archaeology and the Future.
“No nos interesan siempre las coronas de oro, las tumbas, las espadas o los templos lujosos, sino en especial las pequeñas cosas mundanas como utensilios, objetos rotos, los platos utilizados en el desayuno, las letrinas de antiguos imperios para entender las rutinas diarias de una sociedad”, detalla.
Por ejemplo, a estos arqueólogos les llama la atención cuán distinta es la EEI de las estaciones espaciales de las películas. Lejos de ser elegante y limpia, esta “casa” en órbita compuesta por 17 módulos presurizados huele mal y es desordenada. Se trata de un espacio abarrotado, lleno de cables y equipos caóticos, inundado de migas y células de piel desprendidas y donde abundan parches de Velcro, bolsas de nylon, cuerdas y agarraderas que ayudan que las herramientas y los astronautas no salgan flotando.
“Son sustitutos de gravedad”, detalla Walsh. “Los astronautas deben volver a aprender cómo moverse, cómo orientar sus cuerpos en microgravedad. Es un conocimiento que se transmite de tripulación a tripulación”.
Para comprender estas adaptaciones, los investigadores diseñaron en 2015 un experimento llamado SQuARE (siglas de Sampling Quadrangle Assemblages Research Experiment o Experimento de investigación de conjuntos de cuadrángulos de muestreo). Se basa en la técnica arqueológica más básica para muestrear un sitio: el pozo de prueba.
Los arqueólogos suelen dividir un sitio en una cuadrícula de cuadrados de un metro por un metro y luego seleccionan cuadrados individuales para excavar como muestra para tener una idea de cómo es el sitio en su conjunto.
La propuesta de este experimento partía de delimitar áreas en las paredes de toda la estación. En lugar de excavarlos para revelar nuevas capas de suelo que representan diferentes momentos en la historia del sitio o hallar fragmentos de cerámica y herramientas de piedra, la idea consistía en solicitarles a los astronautas que fotografíen estos cuadrados para identificar cómo circulan objetos como tijeras, cintas, guantes, tenazas y cuánto tiempo permanecen en un lugar. “Se trata de ver los patrones y rutinas de la vida cotidiana en microgravedad”, dice Gorman.
Convencer a la NASA no fue fácil. En 2016, los arqueólogos primero se dirigieron a la división de historia de la agencia. “Pensamos que debían ser los únicos en toda la organización que llegarían a entender lo que queríamos hacer”, recuerda Walsh. “De ahí nos enviaron a la oficina de difusión de la NASA para la EEI. Y ahí Gary Kitmacher, quien participó en el diseño de la ISS, nos introdujo a la oficina de Space Station Research & Technology. Al principio, se mostraron absolutamente escépticos. Pero escribimos una propuesta, conseguimos financiamiento y tiempo después la aceptaron”.
Así, el viernes 14 de enero de este año, comenzó el primer estudio arqueológico realizado fuera de la Tierra. Con cinta adhesiva, la astronauta de la NASA Kayla Barron marcó las esquinas de cuadrados de un metro en cinco áreas: sobre la mesa de galera en el Nodo 1 (“Unidad”); la estación de trabajo en el Nodo 2 (“Harmony”); dos estantes de ciencia en los módulos japonés “Kibo” y europeo “Columbus”; y en la pared frente al baño del módulo “Tranquilidad”.
Durante el primer mes, los astronautas Raja Chari, Thomas H. Marshburn, Matthias Maurer, y Mark T. Vande Hei tomaron fotos de estos cuadrados a la misma hora todos los días. En el segundo mes, en cambio, lo hicieron en momentos aleatorios.
“Los astronautas estructuran sus movimientos y las secuencias de acciones alrededor de los lugares o 'paredes de gravedad' donde pueden pegar los objetos y herramientas que necesitan”, explica Gorman, conocida por sus investigaciones en basura espacial.
“En los próximos meses, analizaremos las fotografías y buscaremos patrones de comportamiento para sacar alguna hipótesis. Las agencias espaciales pueden aprender mucho de nuestros enfoques: proveemos una ventana para comprender las adaptaciones a las condiciones de vida en el espacio. En un hábitat lunar si quieres documentar qué funciona y qué no, debes fotografiar sistemáticamente un espacio para ver qué cosas cambian con el tiempo. Nadie más se está haciendo estas preguntas”.
Lejos de ser un espacio elegante y limpio, la Estación Espacial Internacional huele mal, es desordenada y está llenad de cables y parches de Velcro que ayudan que las herramientas y los astronautas no salgan flotando. / ESA/NASA
La socióloga colombiana Paola Castaño también forma parte de este colectivo. “Me interesa la estación como una plataforma para hacer ciencia”, cuenta. “La EEI es una red de interdependencias muy densa y compleja con muchos actores que pocas veces ven la luz en los papers que se publican”.
Esta investigadora de la Universidad de Cardiff en Gales estudia las maneras en que se hace ciencia en este micromundo −con sus alegrías y frustraciones− en el que la vida es extremadamente regulada y programada. Como sus colegas, aguarda poder analizar pronto los datos arrojados por SQuARE. “Me intriga ver el tráfico de objetos alrededor de la ejecución de los experimentos”.
Con frecuencia, a estos investigadores les preguntan por qué no les basta con entrevistar a los miembros de la tripulación. “Lo que sucede es que, como todos los humanos, los astronautas son testigos poco confiables”, explica Walsh.
“Incluso de sus propias experiencias. Su memoria es falible. Un acercamiento arqueológico es importante porque hasta ahora los pocos estudios se basaron en evidencias anecdóticas: lo que los miembros de las tripulaciones fueron capaces o estuvieron dispuestos a articular y contar. En cambio, los objetos en la EEI cuentan historias, proveen una ventana alternativa para comprender esa minisociedad”.
Las fricciones con Rusia, único país con la capacidad de corregir la órbita de la EEI, en cierto modo también inciden en el trabajo de los arqueólogos espaciales. A diferencia de lo que ocurre en los módulos estadounidenses, europeos, japonés y canadiense, poco se sabe de los experimentos realizados en la sección rusa o cómo pasan los días los cosmonautas. Salvo por las fotos publicadas, es un territorio desconocido.
“Ninguno de nuestros experimentos fue ubicado en el segmento ruso de la EEI”, dice Walsh. “Nos encantaría. Nos interesa la estación en su conjunto. Pero la NASA nos dijo que no tenía sentido ni siquiera preguntar. En estos momentos, también es complicado colaborar con arqueólogos rusos interesados en los mismos temas que nosotros porque podrían ser acusados de revelar información de Estado. No podemos ponerlos en esa posición”, resalta.
Los arqueólogos ansían demostrar que las ciencias sociales también tienen un lugar entre las estrellas. Esperan que el experimento SQuARE les abra las puertas de las agencias espaciales y les permita tener más acceso a materiales y a ahondar en más interrogantes. Por ejemplo, realizar un estudio de la privacidad en este hábitat espacial. “Sabemos que la EEI es un lugar con mucho ruido”, cuenta el investigador. “Lo que no sabemos es cómo eso afecta. Entender cómo es la privacidad en estos hábitats será importante para el futuro de la exploración espacial”.
En especial, a estos investigadores les encantaría poder estudiar lo que consideran todo un tesoro: la basura de la estación. Generalmente, los desechos son incinerados en la atmósfera. Las bolsas que trajeron en el transbordador espacial fueron a parar directamente al basurero municipal en las afueras de Florida.
“Están ahí pero no sabemos donde”, cuenta Walsh, quien, junto a Gorman y Castaño, examinó en un artículo las prácticas de procesamiento de elementos que regresan a la Tierra desde la EEI en el vehículo Crew Dragon de SpaceX. “Estudiar la basura le podría ayudar a la NASA o a la ESA saber para futuras misiones espaciales cuánta comida se descarta; cuántas cosas se pueden reutilizar o reciclar. La basura es un gran cuerpo de evidencia que nadie ha examinado”.
Mientras se acerca el fin de la EEI, lo que más desespera a estos investigadores es que la NASA no tenga ningún plan para preservar algún segmento u objetos de esta colonia para su estudio o conservación en un museo. “Sería bueno preservar la mesa en la que comieron los astronautas durante 20 años”, reconoce Walsh. “O la campana de la estación, una tradición naval exportada al espacio. Cada vez que alguien llega o se va de la estación, la tocan".
Como ya sucedió con las estaciones espaciales soviéticas Salyut, el Skylab de EE UU −cuyos escombros cayeron sobre Australia en 1979− y la Mir −derribada en 2001−, en menos de una década la Estación Espacial Internacional dejará de existir. Se cerrará una época en la historia de la exploración espacial pero se abrirá otra, la era de las estaciones espaciales privadas −como Orbital Reef (de Blue Origin), Axiom, y StarLab (de Nanoracks y Lockheed Martin)− en la que gobernará el mercado.
Si bien saben que nunca conocerán la historia completa de esta minicomunidad en sus tres décadas, estos arqueólogos y sociólogos aun están colmados de preguntas sobre su funcionamiento y lamentarán ver arder en la atmósfera al máximo símbolo de cooperación internacional después de la Guerra Fría.
“Sabemos que sucederá y cuándo”, dice Walsh. “Así que tenemos un tiempo para ir preparándonos emocionalmente”.