A finales de los años 90, una familia de siete elefantes, que ya había protagonizado varios episodios de fuga, buscaba dueño en Sudáfrica. Propietario de una reserva natural de 2.000 hectáreas, el conservacionista Lawrence Anthony los acogió antes de que los animales fueran sacrificados. Pero nunca imaginó lo que esta decisión le cambiaría la vida. En el libro El hombre que susurraba a los elefantes, editado ahora en castellano, Anthony cuenta cómo llegó a convertirse en uno más del clan comunicándose con ellos.
Imagina ser dueño de una gigantesca reserva en el corazón de Zululandia, una provincia de Sudáfrica, y te ofrecen de regalo una manada de elefantes. Serían los primeros en la zona después de muchas décadas y saldrían completamente gratis.
El problema es su etiqueta de 'conflictivos'. Entre sus ‘delitos’ están intentar escaparse de otras reservas y haber tirado vallas electrificadas como si fueran naipes. ¿Qué decisión tomarías? Si no los aceptas, sus actuales dueños los sacrificarán.
Lawrence Anthony (Sudáfrica, 1950-2012) no se lo pensó dos veces y aceptó el reto en el año 1999. Pero el conservacionista, responsable de la reserva Thula Thula –que significa ‘paz y tranquilidad’ en zulú–, no sabía lo que le cambiaría la vida esta decisión. Anthony se convirtió en uno más de la manada y logró que los animales permanecieran dentro de la finca.
Así lo cuenta en el libro El hombre que susurraba a los elefantes (Capitán Swing, julio de 2017), cuya versión original –The Elephant Whisperer (2009)– se tradujo al francés, alemán, italiano y chino. Ahora llega su edición en castellano, en la que una familia de siete paquidermos de hasta siete toneladas de peso protagonizan esta historia.
En el traslado de los animales a Thula Thula, Anthony tuvo que resolver una primera huida para la cual contó con la ayuda de su equipo, un helicóptero y miembros de la organización KZN Wildlife, y consiguió que los elefantes, liderados por la matriarca Nana que había sufrido la pérdida de miembros de su grupo a manos de los humanos, volvieran a la reserva.
Para evitar que repitieran la fuga, el ecologista se apostó durante semanas al otro lado de la valla electrificada. Durmiendo en su todoterreno, con David –su mano derecha– y su inseparable Max –un Stafforshire terrier americano–, consiguió que la rabia de Nana hacia los humanos se transformara en curiosidad y cariño.
Cada día, justo antes del amanecer, aprovechando la oscuridad de la noche africana, Nana alineaba a la manada y se preparaba para echar el tendido abajo. Anthony se situaba en ese momento al otro lado y le decía lo mismo una y otra vez: “No lo hagas, Nana. Si os escapáis os matarán a todos. Ahora esta es vuestra casa. Ya no tenéis que huir más”.
Tras muchos días repitiendo el mismo ritual, la elefanta desistió y decidió que no quería escapar. Tampoco lo haría ya su manada. La comunicación entre humanos y paquidermos había funcionado, a pesar de que no hablaran el mismo idioma.
A base de mucha paciencia y valentía, Anthony consiguió comunicarse con los paquidermos. / Thula Thula
“La increíble capacidad de comunicación de los elefantes está demostrada científicamente”, asegura Anthony en una de las páginas del libro. Aunque la inteligencia sea una capacidad típicamente humana, habilidades como la comunicación no son, ni mucho menos, exclusivas de nuestra especie.
El conservacionista explica cómo las vibraciones infrasónicas emitidas por los elefantes mediante sonidos abdominales (boborigmos) pueden captarse a grandes distancias. Estos ruidos, indetectables por el oído humano, fueron descubiertos en los años 80 por Katy Payne, de la Universidad de Cornell (EE UU). La científica, que había estudiado música, llevaba 15 años analizando los sonidos de las ballenas en la Patagonia (Argentina).
En 1984, en el marco del Proyecto de Escucha de Elefantes, Payne sintió, de alguna forma, la comunicación de baja frecuencia emitida por dos elefantes asiáticos que estaban en lados opuestos de una pared de hormigón en el zoológico de Portland (EE UU).
Con la ayuda de biólogos acústicos y diferentes herramientas especializadas, los científicos midieron esa sensación que había experimentado la investigadora y comprobaron que se trataba de infrasonidos.
Eso explica que las manadas de elefantes separadas cientos de kilómetros sean capaces de ponerse en alerta ante apuros. Aunque para comunicarse con ellos Anthony les hablaba y gesticulaba como haría con otro humano, comprender esta estrategia le ayudó a entender mejor su comportamiento.
Una vez que los paquidermos se adaptaron a la reserva, su responsable tuvo que hacer frente a una inminente bancarrota. Los gastos de mantener la finca (con sus empleados, mantenimiento y vallado electrificado) eran muy elevados y apenas tenían ingresos. Por suerte, a la pareja de Anthony, Françoise Malby, se le ocurrió abrir un pequeño hotel lodge.
Atendido íntegramente por población zulú, no se parecía en nada a las grandes instalaciones de otros espacios naturales. A los clientes les fascinaba dormir en plena sabana, al lado de un bosque de acacias, pero sin renunciar a ciertos lujos. Los safaris por la reserva les permitían observar a los elefantes a cierta distancia, siempre acompañados por un guía.
A los retos propios de dirigir un espacio de este tipo se sumaban las relaciones con las tribus zulúes. Gran conocedor de la zona por sus raíces sudafricanas, Anthony, con el apartheid aún en el recuerdo, se oponía a cualquier tipo de segregación. El ecologista luchó durante toda su vida para demostrar que la naturaleza era un bien común aunque, para algunas tribus, los parques naturales eran un concepto del hombre blanco, una excusa para apoderarse de sus tierras.
Cuando aún le quedaban muchos proyectos por sacar adelante, un infarto al corazón acabó con su vida en 2012, justo antes de una cena de gala organizada en su honor. Según su viuda, la manada de elefantes se acercó a la casa como si quisieran velar su cuerpo. De alguna manera, habían notado su pérdida, algo que a Anthony no le habría extrañado lo más mínimo.
Título: El hombre que susurraba a los elefantes
Autor: Lawrence Anthony y Graham Spence
Editorial: Capitán Swing
Fecha: julio de 2017
Páginas: 360
Precio: 20 euros