Por unos 150 euros ya es posible secuenciar parte del ADN y averiguar si tiene mutaciones genéticas asociadas a determinadas enfermedades que podrían transmitirse a los hijos. El dilema está en qué hacer con esta información confidencial cuando la persona muere. Juristas, genetistas y expertos en bioética analizan cómo tratar la dimensión familiar del genoma cuando su dueño ya no está.
Carlos tiene 51 años. Un familiar directo se realizó un análisis genético y, al cabo de un tiempo, falleció. Ahora ha necesitado acceder a esos datos para saber si su pariente tenía alteraciones en unos genes determinados, lo que aumentaría el riesgo de sufrir cáncer de colon, una enfermedad que él también podría padecer.
El caso de Carlos –cuyo nombre real prefiere mantener en secreto– es uno de los tres de este tipo que han surgido en los últimos años en el Instituto de Medicina Genómica (Valencia), uno de los mayores laboratorios de referencia de Europa.
“Hoy conocemos los genes causantes de unas 3.000 enfermedades y disponemos de las herramientas para diagnosticarlas”, afirma a Sinc Manuel Pérez-Alonso, director del centro. En el caso de Carlos, saber si su genoma registra la misma anomalía que el de su familiar podría suponer incluso no llegar a desarrollar nunca ese tumor, gracias a la cirugía preventiva que se puede practicar en algunos casos.
Alrededor del 10% de todos los tipos de cáncer tienen una causa genética, lo que significa que la persona ha heredado de sus progenitores un mayor riesgo de sufrir esa enfermedad. Junto al cáncer de colon, el de mama y ovario, con mutaciones en los genes BRCA1 y BRCA2, son los que tienen mayor peso genético.
Casos como el de la actriz Angelina Jolie –portadora de estas alteraciones en sus genes– que decidió prevenir la aparición de la enfermedad sometiéndose a una doble mastectomía y a la extirpación de los ovarios, ponen de manifiesto el papel preventivo de estas pruebas. En su caso, su madre y su tía fallecieron por cáncer de ovario y de pecho
“Por desgracia, la mayoría de las enfermedades genéticas no tienen tratamiento, pero con algunas sí se puede actuar y se pueden prevenir gracias a un diagnóstico precoz, a raíz de que la sufra un pariente”, alienta Pérez-Alonso.
Conocer el mapa genético de un familiar, porque previamente ha decidido secuenciar parte o todo su ADN, puede ser relevante para la salud de sus allegados pero, ¿qué ocurre con el acceso a estos datos cuando la persona fallece?
Entre el derecho y el deber
Los expertos se encuentran ante el difícil equilibrio entre el deber de advertir a los familiares por el riesgo de sufrir enfermedades futuras, y el derecho de estos a no querer saber tal información.
“No podemos afirmar que un principio sea más importante que el otro; depende del contexto”, declara a Sinc Sarah Boers, investigadora del Centro Médico Universitario de Utrecht (Países Bajos) y autora principal de un trabajo en el que analiza cómo abordar una situación tan delicada cuando la persona muere.
En España, el derecho a no saber de todos los pacientes está recogido en la Ley 41/2002, que regula la autonomía del paciente y los derechos y obligaciones en relación con la documentación clínica.
“En particular, la Ley 14/2007 de investigación biomédica lo reconoce cuando se realizan análisis genéticos”, indica a Sinc Pilar Nicolás, miembro de la Cátedra Interuniversitaria de Derecho y Genoma Humano (Universidad UPV-Deusto).
Una persona que secuencia su ADN puede decidir no querer saber sus datos o parte de ellos, pero puede solicitar que se transmitan a sus descendientes, en vida o cuando muera. “Si se opta por no saber, este deseo debe ser respetado, aunque está previsto que se pueda informar a los familiares, puesto que el paciente ya no podrá hacerlo si fallece”, matiza la jurista.
Nicolás y los demás especialistas consultados coinciden en que el paciente, antes de morir, no tiene un deber legal de comunicar el resultado de los análisis genéticos a sus familiares. Lo que podría existir, en todo caso, es un deber ético. Una vez que fallece, esta decisión se trasladaría a su médico.
“El facultativo que conoce esta información no sabe si los familiares quieren saberla o no”, puntualiza Boers. Además, su obligación de asistencia es con su paciente, no con sus parientes. En casos de este tipo, los médicos suelen acudir a los comités de ética de sus centros.
Una persona que secuencia su ADN puede decidir no querer saber sus datos o parte de ellos, pero puede solicitar que se transmitan a sus descendientes, en vida o cuando muera. / Fotolia
Queda por escrito
En ocasiones, el documento de consentimiento informado que firma el paciente antes de analizar sus genes sí incluye la premisa de informar o no a sus familiares cuando muera. Pero otras veces, esa pregunta no se incluye para no importunarle.
“Que el especialista se sienta incómodo al plantearlo no es excusa para no dar al paciente la opción de controlar su propia información”, denuncia a Sinc Mark A. Rothstein, director del Instituto de Bioética, Política de Salud y Derecho de la Universidad de Louisville (EEUU).
Suponiendo que ese documento indicara que el paciente se niega a revelar la información una vez fallecido, si esta fuera vital para la salud de un familiar, se podría desobedecer tal instrucción, pero son supuestos muy poco frecuentes, según los expertos.
Las instituciones médicas tienen dos fórmulas para notificar a los familiares que tienen información genética que les podría interesar. Una es activamente, dirigiéndose a ellos, y otra pasiva, esperando a que sean estos los que soliciten los datos. Esta segunda opción parece la más adecuada, pues no colisiona con el derecho a no querer saber.
“Preguntar a un familiar si quiere recibir cierta información genética de un allegado, de antemano, pone de manifiesto que esa información no va a ser buena”, reconoce Rothstein. Por eso, los especialistas recomiendan una política de comunicación pasiva, a petición del familiar.
“Sin embargo, hay excepciones que justificarían una aproximación activa, como haber encontrado información que podrían salvar la vida de esa persona”, especifica Boers.
Prevención antes de nacer
En la lista de las 3.000 enfermedades con causas genéticas que conocemos hoy, además de diferentes tipos de cáncer, figuran las enfermedades raras. “Un porcentaje muy alto de aquellas cuya causa se conoce es de tipo genético”, apunta Pérez-Alonso. Por eso, con una dolencia de este tipo, los médicos casi siempre acuden al diagnóstico de los genes.
Junto a estos dos grupos estarían muchas enfermedades pediátricas, que aparecen en los primeros años de vida y son graves. Un ejemplo es la fenilcetonuria que, sin tratamiento, puede provocar daños cerebrales. Diagnosticarla de forma precoz, eliminando un aminoácido en la dieta del menor (la fenilalanina), supondrá que este pueda llevar una vida completamente normal.
“Nuestro objetivo es prevenir todas estas dolencias por el alto grado de sufrimiento que suponen para los niños, y que incluso pueden tener un desenlace fatal. Algunas muy graves –como la atrofia muscular espinal congénita– no tienen tratamiento”, admite el experto.
Las pruebas genéticas también sirven para diagnosticar la muerte súbita cardíaca, que se produce cuando los ventrículos del corazón desarrollan un ritmo rápido e irregular y tiemblan en lugar de contraerse, impidiendo al corazón suministrar oxígeno.
“Aunque no se puede prevenir su aparición, si tienes un desfibrilador portátil puedes intentar tratar el ataque”, señala a Sinc Henry T. Greely, director del Centro para el Derecho y la Biociencia de la Universidad de Stanford (EEUU).
Investigadores del Albert Einstein College o Medicine de Nueva York, llevaron a cabo un estudio con 50 personas que se habían realizado análisis genéticos. El motivo era que ellos o sus familiares habían sufrido fallos cardíacos o muertes súbitas. La mayoría opinó que compartir esta información con sus parientes era una obligación.
Conocer detalles de nuestro genoma también puede resultar decisivo a la hora de tener descendencia. “Los datos pueden llevarnos a querer tener hijos o no, hacer pruebas fetales o incluso el diagnóstico genético preimplantacional, como ocurre con embriones fecundados in vitro, a los que podemos hacer test antes de que se implanten en el útero”, detalla el jurista de Stanford.
Estas pruebas podrían evitar que el bebé desarrolle la enfermedad genética, eludiendo la cadena de transmisión. En España, la aplicación del diagnóstico genético preimplatacional está limitada a unos casos concretos, regulados por la Comisión Nacional de Reproducción Humana Asistida.
¿De quién son los genes?
Teniendo en cuenta la dimensión familiar de nuestra huella genética, la pregunta es a quién pertenecen realmente los genes: al individuo o al núcleo familiar. “Aunque mucha gente mantiene que esta información pertenece a la familia, yo no estoy de acuerdo porque es personal. Todos deberíamos tener el derecho a decidir si queremos compartir esa información con alguien, ya sea vivos o cuando muramos”, opina Rothstein.
En el estudio dirigido por Boers sí se destaca la dimensión familiar del ADN, porque el ser humano comparte un alto porcentaje de sus genes con sus parientes. Sin embargo, “nuestros genes no pueden considerarse una propiedad compartida ya que acarrearía consecuencias de gran alcance para la autonomía de las personas”, recalca la científica.
En cualquier caso, la información genética de un pariente fallecido no se puede extrapolar 100% a los demás familiares; cada persona tiene su propio mapa genético. Conocer estos datos ayudará a cada uno a decidir si quiere secuenciar su propio ADN.
Los gemelos monocigóticos comparten prácticamente la misma secuencia de ADN. / Oude School
La gran excepción son los hermanos gemelos idénticos (monocigóticos). “Comparten prácticamente la misma secuencia de ADN –recuerda Greely– y si uno tiene la alteración genética que causa la enfermedad de Huntington, casi con toda probabilidad, el otro también la portará”.
En este caso, la prueba genética de uno tendrá prácticamente los mismos resultados que la del otro, por lo que no sería necesario que se la realizara.
Preguntas sin respuesta
Además de la legislación propia de cada país, globalmente toda esta información se regula con el Convenio de Derechos Humanos y Biomedicina del Consejo de Europa y con la Declaración Internacional sobre los Datos Genéticos Humanos de la UNESCO.
Un marco que, para muchos expertos, teniendo en cuenta a la velocidad con la que avanzan las tecnologías genómicas, es claramente insuficiente y deja muchas preguntas sin respuesta. ¿Qué hace un médico si tiene la información genética de un paciente que fallece y sus familiares son también sus pacientes? ¿Está obligado a revelarla?
Y en el caso de los hermanos gemelos, ¿tiene uno de ellos el deber legal de avisar al otro de que podría sufrir una enfermedad genética, teniendo en cuenta sus propios análisis?
“Habrá responsabilidad jurídica por no informar cuando esta omisión suponga el incumplimiento de un deber jurídico, se produzca un daño (como la enfermedad genética) y exista una conexión entre aquella omisión y el daño”, aduce Nicolás.
Según la jurista, si comunicar estos datos pudiera evitar un riesgo inminente y grave para la salud o la vida de otros, sí habría responsabilidad jurídica en caso de omisión.
La revolución genética ya está aquí
Situaciones de este tipo, impensables hace un par de décadas, se multiplicarán en los próximos años. Hoy los análisis genéticos más sencillos cuestan en torno a 150 euros y los resultados están listos en unos veinte días. Además, con las tecnologías de secuenciación de nueva generación se van a obtener millones de secuencias de ADN a una velocidad sin precedentes, y con costes cada vez más bajos.
Cada vez aparecen más noticias sobre genes que causan enfermedades, con el consiguiente interés por parte de la gente. “La revolución genética está llegando a las personas gracias a los medios de comunicación, y empieza a ser habitual que acudan a sus médicos para saber si tienen acceso a los hallazgos que se están produciendo”, comenta Pérez-Alonso.
En este contexto, los expertos piden una mayor claridad jurídica, cautela a la hora de tratar la información genética de personas fallecidas y que se tenga en cuenta la dimensión familiar del ADN cuando se vaya a secuenciar.
En 1989, James Watson, uno de los ‘padres’ del ADN, declaró a la revista Time: “Solíamos pensar que nuestro destino estaba en las estrellas; ahora sabemos que está en nuestros genes”. Nuestros genes hablarán de nosotros cuando hayamos muerto; pero también, de nuestra familia.