En 1854, Londres sufrió su peor epidemia de cólera. En el libro El Mapa Fantasma se describe cómo el pionero de la anestesia, John Snow, a través de una pesquisa detectivesca en el barrio del Soho, confirmó la hipótesis de la transmisión de la enfermedad por vía acuática mediante un análisis visual de datos.
Todo comenzó a fines de agosto de 1854, en la fuente pública de Broadstreet, Londres. El agua manaba de un pozo y tenía fama de ser la más saludable del Soho. Nadie sabía que el pozo negro de las viviendas más cercanas estaba filtrándose en el reservorio. Y menos la madre de la primera víctima, un bebé de seis meses: al lavar los pañales infectados, la mujer liberó en el desagüe los vibriones que acabarían en el pozo y, surtidor mediante, en los intestinos de miles de londinenses.
O quizás mejor decir que todo comenzó con la conquista británica de la India, consumada a principios del XIX. Gracias a ella, el vibrión causante del cólera pudo salir del delta del río Ganges, en donde era endémico.
Las líneas marítimas que unían Bombay con Londres, a través de las que se drenaban las riquezas del país colonizado, permitirían que este polizón escondido en el cuerpo de los marineros alcanzara tierras británicas en distintas oleadas: 1832, 1848 y 1854.
En cualquier caso, el primer día de septiembre los muertos en el barrio se contaban por decenas, y familias enteras se debatían en agonía en oscuras y asfixiantes habitaciones.
Aquel Soho nada tenía que ver con el distrinto chic, marchoso y de ambiente que hoy frecuentan los turistas. A mediados del siglo XIX, era una barriada popular atestada de trabajadores e inmigrantes (Karl Marx y su familia, entre ellos). Un barrio más en una metrópolis de 2.400.000 habitantes hacinados en condiciones indescriptibles de pobreza y suciedad.
Por doquier se alzaban montañas formadas por huesos, animales muertos, heces caninas y otros desperdicios, por no hablar de las aguas residuales que la red de alcantarillado vertía en el Támesis, una cloaca a cielo abierto. La fetidez era omnipresente. En 1854, la capital del orgulloso imperio británico apestaba.
Tal es el escenario de El Mapa Fantasma, el libro del divulgador neoyorquino Steven Johnson que Capitán Swing ha publicado en español. El libro reconstruye el trabajo detectivesco que, en el curso de una semana sembrada de cadáveres, llevó a cabo John Snow, el pionero de la anestesia.
Escapando del formato biográfico habitual, el autor ha optado por centrarse en la lucha de un paradigma médico emergente contra una concepción errónea de las infecciones: la teoría miasmática. Sostenía esta que las epidemias eran causadas por efluvios fétidos y venenosos, las miasmas.
Por eso en los brotes anteriores de cólera las autoridades se concentraron en lavar los focos de malos olores (sumideros, charcas, basurales, sótanos…), arrojando luego el agua sucia al río con el efecto de diseminar los patógenos en el principal suministro de agua potable.
Réplica del surtidor infectado en el Soho en honor a John Snow. / Wikipedia
Snow barruntaba que el cólera se transmitía por el agua, y en pocos días, entrevistó a decenas de enfermos y familiares. Las preguntas sobre el origen del líquido consumido le permitieron elaborar el mapa de los contagios, cuyo epicentro era Broadstreet.
La fuente se perfilaba como la principal sospechosa, una sospecha acrecentada por el hecho de que no hubo un solo enfermo entre los obreros de la cervecería situada en la misma calle, que solo bebían cerveza.
En su búsqueda, tropezó con el otro protagonista de la historia, el reverendo Whitehead. Angustiado por el mal que diezmaba su parroquia, el religioso emprendió su propia encuesta. Partidario de la teoría miasmática, se negaba a creer que la culpa la tuviera el agua de aspecto tan saludable de Broadstreet, y continuó interrogando al vecindario sin ceder al miedo al contagio.
El clímax se produjo el viernes 5 de septiembre, una semana después del estallido de la epidemia. Tras una discusión con la Junta Parroquial, Snow logró que de mala gana retiraran la palanca de la fuente, en medio de las protestas de los vecinos. En los días siguientes, los contagios cayeron en picado y finalmente cesaron, dejando un saldo total de 616 muertes.
A Snow le seguía faltando la pieza principal del mosaico, la prueba irrefutable de la vía acuática de la infección. Y esta se la daría Whitehead.
Después de estudiar su mapa, el pastor había variado de postura. Su conocimiento del barrio le condujo a la madre que echó al pozo negro el líquido de los pañales infectados. Con esta pista consiguió que se excavara el sumidero. De este modo se descubrieron las filtraciones a la fuente de Broadstreet, quedando desacreditada la teoría miasmática.
Snow pasó a la historia como el santo patrón de la epidemiología y su mapa es recordado como un ejemplo modélico del análisis visual de datos. Gracias al “gran experimento” cumplido en tándem con el pastor, los siguientes brotes de cólera en Londres fueron rápidamente controlados y se reorientó la red de alcantarillado para que desembocara lejos de la ciudad.
La parte irresuelta del misterio, la identidad del agente infeccioso, se aclararía algunos años más tarde cuando Pasteur aquilató la teoría de los gérmenes, y Pacini y Koch identificaron al vibrio cholerae.
Es de celebrar que el libro se enfoque en el aspecto metodológico, algo que muchos divulgadores descuidan por centrarse en los retos iniciales y su resolución. Johnson articula la salud pública, la epidemiología, la microbiología, el urbanismo y la historia de la ciencia, recordando que la buena divulgación pone en juego la mayor cantidad de saberes posibles.
Con los recursos del thriller médico describe la confluencia en el mapa de las estadísticas de William Farr y la observación en el terreno de Snow y Whithead. Y todo trufado de explicaciones sobre cómo mata el cólera, la gestión victoriana de la basura y las cirugías antes de la llegada de la anestesia.
Leída esta obra del año 2006 en el marco de la crisis actual, hay una lección digna de mención: las ciudades, si bien facilitan la propagación de gérmenes, poseen una densidad de recursos médicos e intelectuales que contribuye a su estudio y contención.
Un dato que alimenta la esperanza en que, en nuestras urbes y en estos momentos, nuevos Snows y nuevos Whitehead estén combinando el saber médico y el conocimiento local en experimentos que conduzcan a la superación de la pandemia y a la neutralización del coronavirus.