La popularidad de secuoyas de California, y del valle de Yosemite que las acoge, es uno de los legados del naturalista John Muir. Mi primer verano en la Sierra es su declaración de amor por esos parajes y un texto fundacional del conservacionismo.
De origen escocés, John Muir (1838-1914) era hijo de un colono del Oeste norteamericano. Daniel, el padre, se dedicaba a talar árboles para ganar tierras de cultivo; pero su vástago le salió rana, pues destacaría en la defensa intransigente de las forestas.
Una muestra de su elocuente retórica conservacionista la brinda este libro publicado en sus últimos años, en 1911: un delicioso recordatorio del verano pasado en el valle de Yosemite en compañía de pastores transhumantes.
Con esa evocativa obra puso un broche de oro a una vida dedicada a propagar la conciencia ambiental en Estados Unidos. Divulgador, investigador y activista, fundó el Sierra Club —la asociación ecologista de mayor solera actualmente— y convenció a las autoridades de declarar Yosemite parque nacional primero, y de crear una red de parques nacionales tiempo después.
Mi primer verano en la Sierra aún impresiona por su garra literaria y el poder persuasivo de su alegato a favor de las tierras vírgenes. Escrito con el trasfondo del Movimiento Progresista, la corriente política que, a principios del siglo XX, se enfrentó a los monopolios, al conchabeo entre el gran capital y el Estado, y a la destrucción de los recursos naturales por los especuladores inmobiliarios, la minería y la agricultura intensiva, el relato nos sitúa en una California que ya acusaba el impacto de los estragos ambientales causados por la Fiebre del Oro y la industrialización.
Con forma de diario, las entradas recogen las impresiones del autor conforme marchaba con las ovejas en pos de las pasturas serranas. Ningún detalle, grande o pequeño, escapa a su ojo avizor: el ajetreo de las ardillas, la morfología de los piñones, el nado de los ciervos, la sombra de las hojas en las rocas, las estrías dejadas por los glaciares en el granito... Todo al servicio de un propósito central: correr, página a página, el telón del espectáculo de las laderas orientales de Sierra Nevada.
Imposible no paladear la belleza del valle glaciar; el atrapante estilo de Muir no permite al lector permanecer impasible. En su prosa confluyen la poesía romántica, de la que era tan fiel lector; el hálito religioso proveniente de sus lecturas bíblicas; los rudimentos de geología y botánica adquiridos en su breve paso por la universidad; y el trascendentalismo de Emerson y Thoreau, comprometido con la reconciliación del ser humano y la naturaleza y sus criaturas.
La impronta de esas matrices, diestramente amalgamadas, se palpa en sus descripciones. Para Muir, en sintonía con la iconografía cristiana, la luz es un atributo divino, y por eso enfatiza la luminosidad de Yosemite, el signo de su índole sagrada. No lo hacía por mero efectismo; el escritor se envolvía en un halo de misticismo; en sus retratos combina la delgadez y la barba luenga del profeta; y en efecto, no le disgustaba verse como un apóstol del Evangelio de las montañas; un Saulo a quien la revelación sobrevino entre vaguadas y cabañas de troncos, aquel verano de 1869.
Puede que a los oídos actuales algunos pasajes suenen demasiado floridos (un cargo merecido, pues se prodigan en referencias a flores); y que la acumulación de superlativos resulte cansina. Sin embargo, y como comenta el traductor, “en sus mejores momentos, que no son pocos, los lectores nos sentimos presos de una suerte de sinfonía de los bosques, una coral de arroyos, lagos y corrientes, una auténtica partitura de la naturaleza”.
Su escritura contiene en sí lo mejor del discurso conservacionista: la pasión didáctica, la póetica de los paisajes sublimes, el talante democrático; y asimismo lo peor: la sensiblería, el antropomorfismo abusivo, la misantropía.
¿Misantropía? Pues sí, la notamos en el disgusto de Muir por la presencia de pastores e indios —los primeros habitantes de Yosemite, a fin y al cabo—; en su deseo de de conservar esos lugares como un “santuario” libre de intervención humana. Hoy, cuando apostamos por la gestión científica de los espacios protegidos en colaboración con sus pobladores, semejante concepción suena obsoleta. En cambio sí mantienen vigencia su rechazo a la mercantilización del entorno y su exhortación al disfrute estético de sus dones unido al cuidado de la fauna y flora silvestre.
Tanto su valor histórico como su belleza intrínseca justifican la iniciativa de Fundación EQUO, con Juan López de Uralde a la cabeza, de reeditar el texto de Muir con un prólogo de Joaquín Araújo, gran divulgador ambiental. Con este volumen arranca la colección Hojas de Hierba, dirigida a “brindar al lector moderno algunas obras fundacionales del ecologismo moderno”.
Los editores han tenido la excelente idea de añadir un puñado de fotografías de Yosemite tomadas por Carleton Watkins poco antes de la visita de Muir. Esas vistas produjeron en las retinas de los estadounideses el mismo impacto que la escritura del escocés tuvo en sus conciencias.
Un párrafo aparte merece la labor del traductor. Recrear la intensidad poética de la prosa de Muir, saturada de metáforas y largas oraciones, y además dar con los equivalentes castellanos de su profusa terminología botánica no es tarea sencilla. Alberto Chessa ha salido bien airoso del empeño.
Título: Mi primer verano en la Sierra
Autor: John Muir
Género: ensayo
Editorial: Red Libre Ediciones
Lugar y fecha de publicación: Madrid, 2018
Páginas: 238
Traducción: Alberto Chessa