Le llaman ‘doctor Inmune’ porque lleva toda su vida dedicado a estudiar nuestro sistema de defensa natural. Bruce Beutler (Chicago, 1957) relata su trayectoria hasta descubrir las claves de la inmunidad innata, por lo que recibió el Premio Nobel, mientras recuerda el camino aún por recorrer: “Todavía un cuarto de la población mundial muere por enfermedades infecciosas”.
Impecablemente vestido con traje y corbata y la sonrisa siempre dispuesta, Bruce Buelter, premio Nobel de Medicina y Fisiología en 2011, se mezcla entre los estudiantes de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Chile con una actitud que delata la ilusión intacta de ese niño que decidió ser científico para estudiar seres que entonces –y todavía hoy– le parecían fascinantes: los animales.
“Desde que tenía más o menos siete años quería ser biólogo, incluso ahora me resulta difícil imaginarme estudiando una carrera diferente. Era consciente de que las formas de vida han cambiado continuamente en la Tierra a lo largo de millones de años. Conceptos como la variación genética, la selección natural y la herencia eran muy naturales para mí, incluso en la escuela elemental”, señala.
Su entorno no fue lo que calificaríamos como el de un niño “normal”. Descendiente de familia judía, su padre y sus abuelos paternos fueron reputados médicos que escaparon de la persecución nazi durante la Segunda Guerra Mundial y emigraron a Estados Unidos. La misma suerte corrieron sus abuelos maternos, inmigrantes ucranianos.
Con tan sólo 14 años Beutler hizo prácticas en el laboratorio de su padre, donde aprendió a separar y purificar proteínas y a analizar enzimas de glóbulos rojos. Dos de sus hermanos, además de él, seguirían la tradición familiar y se convertirían en médicos, mientras que un cuarto se dedicó a la ingeniera de software y los negocios.
“Mi interés en la biología se basaba en una profunda fascinación por la naturaleza. Me emocionaba la capacidad de los átomos y las moléculas de juntarse formando criaturas vivas, dotadas de conciencia, voluntad y movilidad que constituían mucho más que la suma de sus partes”, relata.
Tras los pasos de su padre
Decidido a cumplir una misión, Beutler avanzó y se saltó varios cursos de educación secundaria. Logró graduarse en la Universidad de California en San Diego con tan solo 18 años. Su carrera siguió a partir de entonces la estela de la innegable influencia de su padre, Ernest Beutler, un prestigioso médico genetista y jefe del departamento en el Instituto de Investigación Scripps, institución en la que Bruce conseguiría posteriormente un cargo directivo. A los 19 años entró en la destacada escuela de Medicina de la Universidad de Chicago. Era el miembro más joven de una clase de más de cien estudiantes.
Pero antes se introdujo en la genética por la puerta grande al realizar prácticas en el laboratorio de Dan Lindsley, un distinguido genetista de la mosca drosophila. Trabajó con tres personas que serían decisivas en su carrera: el genetista Susumu Ohno, la especialista en herpes Patricia Spea y el experto en la biología de los lipopolisacáridos (LPS) Abraham Braude. Los LPS son grandes moléculas fundamentales en la integridad de algunas bacterias, y que actúan como endotoxinas: provocan respuestas inmunitarias fuertes en los animales.
“A los 18 años pasé el verano en el laboratorio de Braude, donde escuché por primera vez en mi vida la palabra ‘endotoxina’. Entonces no tenía ni la más remota idea de que se convertiría en mi principal objeto de estudio y me conduciría, veinte años después, a ganar el Premio Nobel. Todo ocurrió de una forma muy circular”.
Los LPS eran conocidos desde hacía más de un siglo y ya se sabía que son muy tóxicos. “Los mamíferos los reconocemos en pequeñas cantidades y respondemos a ellos a través de fiebre, presión arterial, problemas de circulación y todo tipo de síntomas hasta llegar al choque séptico, que puede ser letal. Pero si nuestro cuerpo no generase reacciones ante las bacterias, tendríamos graves problemas para sobrevivir”, explica.
Sus trabajos profundos sobre el herpes simple y los LPS lo pusieron en camino hacia el olimpo científico. Recibió en 2011 el Premio Nobel de Medicina junto a Jules A. Hoffman por “sus descubrimientos relativos a la activación de la inmunidad innata” y Ralph M. Steinman, fallecido tres días antes del anuncio, por sus hallazgos sobre la inmunidad adaptativa.
El sistema inmunitario de los mamíferos se divide en dos tipos: el innato y el adquirido o adaptativo. El sistema adaptativo se apoya en la existencia de una memoria inmunológica para que nuestro cuerpo responda a amenazas concretas. Por el contrario, el sistema inmunitario innato responde de manera inmediata e inespecífica a estructuras comunes que comparten una gran mayoría de patógenos.
Bruce Beutler junto al científico Yu Xia. Imagen: Michael Balderas, cortesía del Instituto de Investigación Scripps.
Los descubrimientos de Beutler y Hoffman fueron claves para descifrar la importancia de los receptores en la inmunidad innata, que antes era considerada una parte poco sofisticada del sistema inmunitario. “Me daba cuenta de que hay muchos microbios cuyo funcionamiento no comprendemos bien, pero aun así todos son detectados por el sistema inmunitario, ¿cómo sucede eso?”, se preguntaba Beutler. “Se sabía que existía un receptor para los LPS pero no sabíamos cuál era, así que me puse como misión encontrarlo”, relata.
Un Nobel con jet lag
Su descubrimiento sobre el receptor del LPS (llamado TLR) ha abierto nuevas vías en el tratamiento de enfermedades inflamatorias e infecciosas, así como ciertos tipos de cáncer. Los TLR son una familia de proteínas del sistema inmunitario innato, capaces de reconocer la invasión de patógenos y estimular respuestas inflamatorias contra ellos. El cuerpo humano tiene once de estos receptores, cada uno codificado por un gen diferente. Son ‘botones’ del sistema inmunitario que reconocen distintos tipos de infección.
“Uno de estos receptores reconoce el LPS, otros tres identifican la doble cadena de ADN de algunos virus… Si tienes una infección, uno o varios de estos receptores informarán a tu sistema inmunitario, que reconoce casi todos los microbios que existen. No es el único sistema de detección de patógenos que poseemos, pero sí es el más genérico, y sin él nuestra salud se vería comprometida todos los días”, explica. “Hace 150 años la mayoría de las personas morían de una infección. Todavía hoy un cuarto de la población mundial muere de infecciones”, recuerda.
El reconocimiento de la Academia Sueca a este trabajo le cambiaría la vida. Nunca olvidará cómo sucedió todo.
“Acababa de volver de recoger un premio en China y tenía jet lag, no podía dormir y vi entrar un email con el título ‘premio Nobel’. Pensé que quizá la Academia Sueca avisaba ese año a todos los miembros de las academias nacionales. Cuando leí que me habían dado el premio no lo podía creer”, explica.
“Así que entré en Google y busqué mi nombre, no apareció nada, pero de repente actualicé la página y empecé a ver decenas de menciones al Nobel. Casi simultáneamente el teléfono empezó a sonar y comencé a recibir mensajes de felicitaciones al ritmo de una por minuto. Aquel día el teléfono nunca dejó de sonar y ya no se ha calmado nunca”, apunta.
Es un firme defensor de las vacunas: “Cuando alguien me pregunta cómo reforzar el sistema inmunitario siempre digo que a través de las vacunas. Aunque algunas presenten efectos secundarios, la mayoría no son graves y es mucho más probable salvar a tus hijos gracias a las vacunas que dañarlos”, señala. “Se estima que tan solo la varicela mató a más de mil millones de personas antes de ser combatida por las vacunas. Son así de poderosas”.
A por los próximos retos
Su descubrimiento fue considerado una segunda revolución en inmunología, pero él espera que haya muchas más revoluciones por venir hasta entender el funcionamiento de esta pieza clave de nuestra supervivencia. “Sobreestimamos lo que sabemos. No podemos predecir quién responderá y quién no a una vacuna, ni siquiera podemos decir con seguridad quién desarrollará una respuesta autoinmune, en la que el sistema ataca las células del propio organismo”.
Y todavía quedan misterios como la inflamación, que juega un papel mucho más importante de lo que se creía en enfermedades como la arteriosclerosis, el alzhéimer o la obesidad.
“Solo recientemente hemos comenzado a entender la inflamación como un proceso bioquímico, conocemos algunos de los receptores que la desatan, cómo funciona la señalización, qué se produce en el cuerpo para generalizarla”, afirma. “Entender mejor la inflamación estéril (no causada por agentes infecciosos) y comprender las enfermedades autoinmunes son los grandes desafíos que la inmunología tiene por delante, porque alrededor de un 12% de la población mundial lo sufrirá en el curso de sus vidas”, concluye.
Y los ojos del niño de siete años brillan de nuevo: “La ciencia es el trabajo más excitante y gratificante que nunca pude tener. Ser un científico te da continua libertad y te convierte en un explorador: cada día tienes la oportunidad de ver algo nuevo que nadie ha visto antes”.