En muchos países del mundo puede haber hasta un 30% de personas seropositivas que desconocen su estado. La mayoría de ellas pertenecen a grupos vulnerables, estigmatizados o incluso criminalizados. Para Michel Kazatchkine, que lleva más de 30 años tratando el VIH/sida como médico, investigador y político, aún se necesitan grandes esfuerzos, sobre todo, en la prevención de la enfermedad.
En 1983, antes incluso de que conociéramos la enfermedad, Michel Kazatchkine (París, 1946) atendió a una pareja de franceses repatriados de Camerún con un profundo déficit inmunitario. Fue su primer contacto con el sida. A partir de ese momento, la epidemia pronto llegó a Europa.
Durante la siguiente década Kazatchkine, que entonces era médico especializado en enfermedades autoinmunes o de déficit de la inmunidad, fue testigo de mucho sufrimiento porque ninguno de sus pacientes sobrevivió.
No fue hasta mediados de los años 90 cuando los tratamientos antirretrovirales empezaron a ser eficaces. La enfermedad dejó de ser una sentencia de muerte. Pero, en la actualidad, más de 15 millones de personas siguen sin tratamiento y muchas de ellas se enfrentan aún a la estigmatización y la discriminación.
En los últimos 30 años, Kazatchkine ha contribuido a la lucha contra el sida desde la medicina, la investigación y la política. En 2012 fue nombrado enviado especial del secretario general de la ONU sobre el VIH/sida en Europa del Este y Asia Central, donde las infecciones sufren un repunte.
Después de su paso por el Euroscience Open Forum (ESOF), celebrado en Toulouse del 9 al 14 de julio, el experto asistirá en unos días a la Conferencia Internacional sobre el sida en Ámsterdam para seguir luchando por un objetivo común: eliminar la enfermedad en 2030.
La semana pasada la revista The Lancet anunció la eficacia de una vacuna probada en adultos y que, a pesar del gran número de cepas del virus, parece funcionar en diferentes regiones. ¿Qué supone este avance?
Es demasiado pronto aún para afirmar que hemos resuelto el problema de la vacuna. Las investigaciones llevan 30 años y siempre se han encontrado con grandes dificultades. La principal razón es que nadie se ha curado aún de la infección del VIH. Cuando haces una vacuna contra el sarampión, por ejemplo, sabes que la gente que se cura sola nunca más tendrá la patología gracias a sus anticuerpos y el objetivo es reproducirlos. En el sida no sabemos; todo está basado en hipótesis.
Pero sí que hay progresos en su desarrollo...
Sí, pero aún estamos lejos. En los 10 últimos años se había producido un estancamiento, pero desde hace tres se han hecho muchos progresos. Hemos entendido que los anticuerpos desempeñan papeles importantes. Mezclando las defensas inmunitarias de las células y la producción de anticuerpos tenemos ahora un ensayo de fase 2B. Es muy importante porque, aunque el resultado sea negativo, aprenderemos mucho.
¿Qué pasará el día que por fin tengamos la vacuna?
Que habrá que vacunar a la gente, y cuando piensas que en los países europeos aún hay muertes por sarampión… Es inverosímil. Hay personas que ni siquiera están vacunada contra la hepatitis. Existen resistencias culturales, gastos financieros y cuestiones de logística.
¿Cuáles han sido las principales mejoras en los tratamientos?
Los costes han bajado considerablemente, sobre todo los de primera línea (con los que comienzan los pacientes). Ahora estos tratamientos cuestan 85 dólares por año para cada persona. Son gastos que pueden ser cubiertos por los países o los inversores internacionales.
Si lo comparamos con otras enfermedades, ¿se dedica suficiente dinero en la lucha contra el sida?
La respuesta breve es no. Pero hay que tener cuidado al comparar con otras enfermedades porque la financiación de la salud debería ser una prioridad para todas las sociedades. De un país a otro el presupuesto nacional es extremadamente diferente. En los países ricos es de entre 15 a 18% –en EE UU es muy elevado–, y es del 2% en otros países como India, donde las necesidades de la población son considerables. Primero hay que separar las inversiones nacionales propias y la ayuda internacional al desarrollo de la salud.
¿Cómo actúan organismos como el Fondo Mundial para la lucha contra el Sida, del Paludismo y la Tuberculosis, del que ha sido director?
El Fondo es el principal proveedor de financiación y ha permitido salvar 22 millones de vidas. Pero más allá de estas cifras, creo que en el momento político en el que nos encontramos –con EE UU que va por su lado, el Brexit, y un sistema multilateral con menos credibilidad–, la salud ha sido y sigue siendo un fermento de debate multilateral. La gente no se opone a la idea de que los países se unan para luchar contra las grandes epidemias. Pero si no aumentamos la ayuda internacional o la financiación local, las cantidades dedicadas a la lucha contra el sida no serán suficientes. En total hay entre 35 y 37 millones de personas que viven con sida. Y hasta que todo el mundo no sea tratado, las infecciones continuarán.
¿Es realmente posible que los países desfavorecidos aumenten ese presupuesto nacional?
Son países con enormes desafíos para la salud en general. En los países más pobres como los de África subsahariana no tienen médicos. En Mali hay un farmacéutico por cada 150.000 habitantes. En las ciudades españolas, por ejemplo, hay una farmacia cada 150 metros. En 2001, en una conferencia de Naciones Unidas en Abuja (Nigeria), los jefes de Estado africanos se comprometieron a dedicar el 15% de su presupuesto a la salud, pero muy pocos países han alcanzado estos objetivos. Muchos se quedan entre el 4 y el 8%.
¿Destacaría algún país en particular?
Sudáfrica ha conseguido tratar con retrovirales a más de cinco millones de personas. Es colosal. Hasta ahora esto nunca se había visto en la historia de la salud pública. Ha dado muchas lecciones al mundo porque estos fármacos que en Madrid o París se facilitan en los centros hospitalarios por los especialistas, allí son entregados por los enfermeros. Se ha logrado repartir las tareas en términos de salud pública con resultados igual de buenos.
En Rusia la epidemia está creciendo entre personas que utilizan drogas. / © Fotolia
Desde 2012 es el enviado especial de la ONU en países de Europa del Este y Asia Central. ¿Cuál es la situación en estas regiones?
En Rusia la epidemia está creciendo. Pero no está generalizada como en África, sino que está en grupos vulnerables como hombres homosexuales, migrantes, personas que utilizan drogas y trabajadores del sexo. Los países del antiguo espacio soviético no están listos para invertir en estas poblaciones civiles para que las ONG organicen los cuidados. Reciben además cada vez menos subvenciones internacionales, como la del Fondo Mundial, que ha retirado su ayuda. No están aún preparados ni política, cultural, social ni religiosamente a esta transformación que pide el tratamiento del sida.
¿Cómo pueden romperse esas barreras sociales y culturales en estos países?
Es muy difícil. No conozco ningún país ni población en el que no haya discriminación ni estigmatización. En los países del este de Europa el nivel de las poblaciones vulnerables es muy elevado. La imagen propagandística llevada por la iglesia rusa para que la gente sea sana, fiel y deportista no se mantiene ante la realidad del mundo. Veo dos formas de romper estas barreras. Primero que haya gente muy valiente de estos grupos que comience a hablar: cuando músicos, actores o personas conocidas declaran ser seropositivas el público se conmueve y se vuelve tolerante. La otra manera es tener ONG muy activas que a la vez expliquen los estragos de la estigmatización a la población y apoyen a las personas aisladas y vulnerables. La aspiración de la ONU es ir hacia cero nuevas infecciones, cero muertes y cero discriminación.
Sin embargo, solo en 2016 se han producido 1,8 millones de nuevas infecciones…
Sí, es verdad. Aunque esta cifra representa un 40% menos que hace 10 años, desde hace cinco esta curva se ha estancado. Así que tenemos un problema: la infección va más rápido que los medios de prevención y las terapias. En la actualidad sabemos que el tratamiento es también prevención porque las personas con retrovirales ya no pueden transmitir el virus. Si todo el mundo estuviera tratado no habría transmisión, pero no estamos ahí todavía.
Para cualquier enfermedad, la prevención es igual de importante que los tratamientos, ¿es igual en el caso del sida?
Hay intervenciones muy eficaces. Por ejemplo sabemos que el preservativo tiene teóricamente un 99,9% de eficacia, pero al distribuir los preservativos en una comunidad de jóvenes hombres homosexuales, la eficacia cae al 60% porque no lo usan todos. Además de los preservativos, se ayuda a la gente a cambiar su comportamiento, y los medicamentos también sirven de prevención.
¿A qué tipo de personas van destinados esos fármacos?
A las mujeres embarazadas seropositivas. Así hemos logrado disminuir drásticamente el riesgo de transmisión de la madre al niño. Hace 25 años había un 30% de posibilidades de esta transmisión. Ahora es de menos de 2%. También hay personas de muy alto riesgo que toman tratamientos a demanda o de forma continua para impedir la adquisición del virus. Esto puede ser útil para los trabajadores del sexo, los hombres homosexuales que tienen varias parejas o las personas que utilizan drogas inyectables. En España, esta última estrategia está muy extendida.
¿Conoce qué se está haciendo exactamente en el país?
En Barcelona hay proyectos piloto extraordinarios como la distribución de jeringuillas limpias, de metadona o buprenorfina –fármacos para tratar la adicción a la heroína–, y se proporcionan salas de inyección, etc. Deberíamos felicitar a España, es uno de los países europeos que ha sabido poner en marcha políticas de intervención, sobre todo entre los consumidores de drogas. Y Portugal también lo ha hecho muy bien porque ha ido más allá: ha despenalizado su consumo.