Cuando conoció a Daniela, una niña con una tetraplejia causada por un accidente de tráfico, Elena García Armada dio un giro a su carrera investigadora. Ingeniera Industrial en el Centro de Automática y Robótica (CSIC-UPM), Elena aparcó el diseño de robots orientados a la industria y centró su trabajo en la fabricación de dispositivos concebidos para facilitar la vida a determinados colectivos. Hoy esta investigadora dirige el equipo pionero en fabricar un exoesqueleto biónico que permita andar a niños sin movilidad en las piernas, aunque requiere financiación. Recientemente ha publicado el libro Robots. Al servicio del ser humano.
¿Qué es y para qué sirve un exoesqueleto biónico?
Es un robot, pero parece una especie de pantalón-peto mecánico que cubre hasta el torso. Pesa 9 kilos y tiene unos motores a la altura de las articulaciones que hacen que se muevan las piernas del usuario. Cuando alguien se pone estos ‘pantalones mecánicos’, hay una integración entre la persona y el robot. La persona decide qué quiere hacer (caminar, sentarse, levantarse) y el exoesqueleto lo interpreta y la hace moverse. Con él, personas sin movilidad en sus piernas a causa de un accidente o una enfermedad pueden caminar. Pero aporta más beneficios. Somos seres bípedos y nuestro sistema biológico está hecho para caminar, por eso cuando alguien queda postrado en una silla de ruedas sufre una degeneración fisiológica terrible. Esto se agrava en los niños con enfermedades degenerativas neuromusculares que provocan una pérdida progresiva de masa muscular. Por eso muchos no llegan a cumplir los 20 años.
¿El exoesqueleto mejora su sistema motriz y puede paliar otros síntomas?
Efectivamente, los médicos coinciden en que facilitar a estos niños un exoesqueleto mejorará su calidad de vida. La hipótesis es que va a retrasar la aparición de complicaciones asociadas a la falta de movilidad, como la escoliosis, esa curvatura de la espalda que, cuando es muy acusada, genera una pérdida de la capacidad torácica y pulmonar y problemas respiratorios. Si retrasamos la aparición de estos síntomas, aumentará su esperanza de vida.
¿Cómo funciona el exoesqueleto? ¿Cómo se logra que a través de unos sensores el robot entienda lo que quiere el usuario?
Puedes interpretar manifestaciones de intención de la persona, pero luego, lograr que efectivamente dé un paso depende de modelos matemáticos. La robótica es mucha matemática. Esos modelos tratan de identificar cómo se mueve una persona sana para reproducir ese movimiento que previamente has estudiado y programado. Las formas de detectar la intención del usuario son múltiples.
¿Qué ocurre cuando hay una lesión medular y el paciente no puede enviar la información desde su cerebro?
El cerebro envía la información a los músculos, pero no llega, se queda por el camino. En esos casos hoy por hoy estamos utilizando un joystick. El exoesqueleto se mueve comandado por la persona, realmente no interpreta su voluntad de movimiento, sino que el paciente le indica si se mueve hacia delante o hacia atrás, más rápido, más despacio… Pero se está investigando qué sucede con las señales que envía el cerebro y no llegan a su destino. Se están estudiando una serie de interfaces cerebrales para saber cómo podemos obtener esa información. De momento requiere mucho esfuerzo y entrenamiento previo del paciente, y solo se consiguen movimientos básicos como mover el ratón de un lado a otro de la pantalla de un ordenador.
Es en 2009 cuando conoces a Daniela y tu carrera investigadora da un giro
Sí, ella fue el empuje inicial. Llevo 18 años trabajando en robots caminantes y entonces empezaba a trabajar en exoesqueletos –muy basados en la electrónica, concretamente en el uso de sistemas de motores cada vez más pequeños y potentes– aplicados a la industria. Tras reunirme con los padres de Daniela solicité el proyecto Atlas al MINECO, enfocándolo al diseño de un exoesqueleto que permitiera caminar a esta niña. Duró tres años y como las pruebas con Daniela dieron resultados positivos, traté de transferir la tecnología, pero no pude por falta de financiación. Fundé la empresa Marsi Bionics, una spin off del CSIC y la UPM, para encaminar el dispositivo al mercado, pero tras dos años seguimos sin financiación. Mientras, he seguido investigando para avanzar en enfermedades neuromusculares. De ahí salen los dos nuevos proyectos, centrados en la atrofia muscular espinal, en los que estoy trabajando: uno en colaboración con el hospital Ramón y Cajal de Madrid y con financiación del MINECO, y el otro junto al hospital infantil San Juan de Dios de Barcelona y financiado por la Comisión Europea.
¿Por qué os centráis en la atrofia muscular espinal?
Es una enfermedad rara, pero supone la primera causa de mortalidad infantil en los países desarrollados. No tiene cura conocida y es neuromuscular degenerativa. Estos niños son cognitivamente muy despiertos, más inteligentes que la media y por tanto conscientes de todo. Darles la oportunidad de cumplir años y llegar a introducirse en la sociedad, sería un gran logro. Por otro lado, tenemos que ir patología por patología porque hay que hacer evaluaciones clínicas del uso del dispositivo. En el San Juan de Dios evaluaremos su usabilidad en ocho niños a lo largo de tres meses. Después, a través del Ramón y Cajal lo probaremos con un niño que lo utilizará en su casa durante un año. El objetivo es evaluar si mejora su calidad de vida y su integración social. En función del resultado obtendríamos la certificación sanitaria y Marsi Bionics podría comercializarlo, pero nos seguiría faltando la financiación. Puede que obtengamos buenos resultados, pero que no haya dinero para fabricarlo.
Una vez que esté testado el exoesqueleto, ¿podría ser más fácil conseguir la financiación?
Efectivamente, las empresas capital-riesgo nos han dicho que entrarían en ese momento. Eso implica menos riesgo para los inversores pero más para nosotros, porque estamos tardando mucho en poner en marcha lo que ya tenemos. Mientras, pueden adelantarnos alemanes, franceses o americanos. Yo me indigno porque si me pongo en el lugar de esas familias, me corre un escalofrío al pensar que hace dos años podríamos haber empezado a darles una solución a niños que se están muriendo. ¿Por qué siempre tenemos que pensar en el aspecto económico, en el retorno, en el beneficio? Estamos hablando de salud pública, de nuestros niños y de una tecnología española. Siempre compramos la tecnología a otros países y cuando la tenemos aquí, no la apoyamos.
¿Son exclusivamente niños los usuarios potenciales de este exoesqueleto?
No es que la tecnología del exoesqueleto sea para una edad determinada. Nos centramos en niños porque no hay ningún exoesqueleto pediátrico comercial como el nuestro, que se pueda usar en casa, en la vida diaria. Además, las empresas no tienen ninguna intención, al menos con cinco años vista, de sacar ningún dispositivo pediátrico. Esto se debe a que la tecnología es más complicada cuando la aplicamos a niños. Hay pocos con una lesión medular, que se asocia a accidentes de tráfico o laborales, a la realización de deportes de riesgo, etc., y por tanto a edades adultas. Los niños están más afectados por enfermedades de tipo degenerativo con una sintomatología que varía mucho. Eso hace difícil la aplicación de las tecnologías que hay en el mercado, que son bastante lineales en su comportamiento. Estos niños, unos 18 millones en todo el mundo, desarrollan deformidades –por ejemplo la parálisis cerebral suele conllevar un pie equino– que hacen inservibles los dispositivos de talla única.
Pero esa sintomatología variable no será exclusiva de los niños…
No, es particular de este tipo de enfermedades, pero los dispositivos que existen –se comercializan cinco marcas en todo el mundo– solo están indicados para adultos parapléjicos sin espasticidad, una rigidez que aparece en las articulaciones por la falta de uso. Abarcan una población muy restringida, en torno a un 2% del total de los afectados. Pero sí, al centramos en enfermedades neuromusculares de tipo degenerativo, podríamos ayudar también a los afectados por la degeneración propia del envejecimiento. Estamos tratando de dar más estabilidad al exoesqueleto para que los niños no necesiten ayudarse de muletas o andadores. Por ahora, reproduce la marcha, pero no controla el equilibrio. Si conseguimos dotarlo de estabilidad, seríamos otra vez pioneros. Con el anterior proyecto, Atlas, ya marcamos un hito internacional al probar un exoesqueleto en una niña tetrapléjica.
Pero la mayoría de las familias no pueden comprar un exoesqueleto...
Claro, costaría unos 50.000 euros. Nuestra idea es que las familias no tengan que comprarlo, sino que esté cubierto por seguros. Lo ideal sería que lo cubriera la Seguridad Social, pero por ahora estamos negociando acuerdos con compañías de salud privadas. Si no es posible una cobertura total, al menos que las familias solo paguen una pequeña parte por el uso.
¿Cómo describirías la disciplina a la que te dedicas, la robótica?
Es una disciplina muy joven, la primera patente del primer robot industrial es de 1961. Además es multidisciplinar; tiene tantas aplicaciones que para cada una de ellas hace falta que se introduzca una o varias disciplinas. Persigue ayudar al ser humano y hacerle la vida más fácil con los robots. Hay que ver siempre al robot como un amigo y no como un enemigo; las películas de ciencia ficción se empeñan en estropearnos esa cara amiga. La bondad de un robot siempre la va a dar su aplicación. Habrá robots con aplicaciones más o menos nobles, pero la mayoría son buenas: hay robots cirujanos, para ayudar a pacientes, para ayudar a niños autistas, exoesqueletos para ayudar a caminar, robots para la escuela… Hay niños enfermos que no pueden ir al colegio y asisten a clase a través de un robot que está en el aula. Todo esto pertenece a la robótica de servicios. Existe una separación entre la robótica industrial, donde generalmente no hay interacción directa entre el ser humano y el robot y este hace tareas repetitivas de gran precisión, y la robótica de servicios, donde sí hay un contacto con el ser humano. Eso aumenta la complejidad porque hay que cambiar toda la normativa de seguridad a nivel internacional.
En tu libro Robots. Al servicio del ser humano, que acaba de ser publicado por CSIC-Catarata, incluso hablas de roboterapia y dispositivos con forma de mascota que proporcionan estímulos afectivos a ancianos.
Sí, claro, está demostrado que las mascotas tienen efectos terapéuticos, por ejemplo para normalizar el ritmo cardiaco. Pero es complicado introducir animales en los hospitales por aspectos sanitarios, posibles pacientes con alergias, etc. Por eso un robot que tenga los mismos efectos terapéuticos puede ser muy beneficioso. De hecho ya se comercializan. El miedo al robot es el miedo a lo desconocido. El robot no tiene capacidad emocional real, está programada. Hay personas que estudian las emociones y evalúan lo que necesitan los pacientes: psicólogos, médicos, terapeutas… Y luego están los ingenieros, que programan a partir de las directrices de los otros usando modelos matemáticos. Ese robot con aspecto de mascota incluye motores que hacen que se mueva de determinada manera. Siempre se va a mover como los expertos saben que tiene que moverse para expresar cariño, por ejemplo. Responde a un modelo prediseñado. Su inteligencia es muy limitada, por mucho que nos empeñemos en fantasías… Existe la inteligencia artificial y está avanzando, pero es muy complicado conseguir que el robot haga lo que quieres que haga como para además pensar que por sí solo va expresar otras cosas, llorar, etc.
Así que nos olvidamos de una supuesta rebelión de los robots contra los humanos…
Eso es imposible. Los robots han llegado para mejorar nuestra vida, no para rebelarse contra nosotros. Si fuera posible ya tendríamos resuelto el problema de la interfaz cerebral. Se trata de imitar nuestro cerebro y trasladarlo a los robots, aunque hasta ahora no hemos podido; y hay cosas que no son posibles. Se sigue avanzando, pero solo conocemos un 10% de nuestro cerebro. Poco a poco podremos trasladar lo que conocemos, pero nada nada más, y la interfaz emocional, todo lo que se ubica en el hemisferio derecho, es algo reciente. Hemos concebido al cerebro como algo computacional y esa parte computacional es la que estamos trasladando al robot. La otra no sabemos cómo funciona. Por eso el robot siempre va por detrás del conocimiento humano.
¿Es difícil trasladar la ciencia a los ciudadanos?
El ser humano tiende a mitificar y considerar peligroso aquello que desconoce. En la robótica desmontar esos prejuicios es difícil. Me encantaría ir a colegios e institutos a hablar sobre la robótica, pero estoy limitada en tiempo, capacidades y recursos. En la divulgación científica juega un papel importantísimo toda la sociedad, el CSIC como institución, el Gobierno… Y al final todo redunda en lo mismo: financiación. Si queremos divulgar la ciencia, no podemos dejarlo exclusivamente en manos de los investigadores. Hace falta un engranaje para transferir una tecnología a la sociedad. Yo investigo con dinero público y cuando obtengo un resultado es una obligación contárselo a la sociedad. Pero para ello se necesita un trabajo conjunto. A mí me ha costado dos años divulgar que una niña tetrapléjica podrá caminar, me puedo imaginar la situación del que investiga los pétalos de las flores. El problema es que se deja todo en manos del investigador: la búsqueda de financiación, la propia investigación, la gestión de la misma, la transferencia tecnológica y también la divulgación. Y deberíamos centrarnos en la investigación.