Grandes plataformas online sustentan sus servicios en la labor de millones de trabajadores invisibles que corrigen en pocos segundos procesos de clasificación de datos en los que los algoritmos fallan. Esta investigadora denuncia que Silicon Valley ha creado una nueva clase social precaria y oculta.
La antropóloga Mary L. Gray se interesa por el impacto social de las tecnologías que nos rodean. La investigadora advierte que compañías como Amazon, Google y Uber funcionan gracias al trabajo invisible de millones de personas que incansablemente corrigen la imperfección de los algoritmos. Nadie sabe cuántas son ni qué volumen de negocio generan.
Así lo recoge en su último libro Ghost work: How to stop Silicon Valley from building a new global underclass (Trabajo fantasma: cómo evitar que Silicion Valley construya una nueva subclase global), que firma junto el científico computacional Siddharth Suri. Ambos desarrollan su investigación en Microsoft Research, pero el amparo de la tecnológica no les impide ser críticos con el impacto social de estos sistemas.
En los últimos años han encuestado miles de personas, residentes en los Estados Unidos e India, que desde sus casas trabajan de forma temporal y bajo demanda para plataformas de gigantes tecnológicos. Además, han seguido otras 200 personas más para ponerle rostro a esta nueva fuerza de trabajo global. Gray –que también es profesora asociada en la Universidad de Harvard– compartió sus conclusiones en el evento Reshaping Work Barcelona.
¿Me puede poner un ejemplo concreto para entender qué es el trabajo fantasma?
La aplicación de vehículos de transporte con conductor Uber es un ejemplo muy ilustrativo. El usuario pide un conductor y alguien disponible irá a buscarlo. El sistema ofrece una sensación de seguridad porque verifica la identidad de los conductores. Detrás hay un sistema automatizado que lo comprueba con una simple fotografía: compara una imagen del conductor de ese día con otra de archivo.
Pero si no lo consigue, manda esa información a un tercer actor. En este caso, a otra plataforma que no pertenece a Uber, pero que la compañía paga para asegurarse de que aquel conductor es el mismo que el de su base de datos. Detrás de esta tarea de verificación hay una persona que en ese momento está en el circuito. Si la persona no puede confirmar que se trate del mismo conductor, lo suspenderá y el consumidor nunca lo sabrá, porque irá a buscarlo otro conductor.
El reconocimiento facial es una cuestión técnica muy compleja y los ordenadores aún no pueden hacerlo a la perfección. Si ese día el conductor se pone una gorra o lleva gafas es muy probable que la imagen no coincida con la del archivo de la aplicación. Todos dependemos de otra persona, que a menudo está en otro país, que tiene que hacer un juicio rápido y tomar la decisión correcta, que no siempre es obvia. Es una tarea que requiere mucha concentración, no es ninguna tontería. Es trabajo fantasma.
¿Cómo define el concepto de trabajo fantasma?
Me refiero a un tipo de trabajo en el que la persona etiqueta y clasifica datos para plataformas online en tareas que suelen durar segundos. Los procesos automatizados fallan y necesitan de alguien humano que se meta en el proceso computacional para comprobar algo, como una solicitud específica; en este caso, la identidad de un conductor. Pero este trabajo tiene implicaciones mucho más profundas. La gente que hace estas tareas es invisible a ojos de los consumidores. El valor del trabajo que hacen está oculto: siempre hay alguien disponible para solucionar cualquier imprevisto en el proceso de pedir un servicio a demanda.
En su libro Trabajo fantasma, la escritora y antropóloga analiza cómo evitar que Silicon Valley construya una nueva subclase global. / Elissa Truso, SINC
¿Qué tipo de personas hace este trabajo?
Lo que es realmente sorprendente es que no hay un tipo de persona. Además, cuesta agruparlas bajo un mismo concepto. ¿Cómo las llamamos? ¿Clasificadoras de datos? A grandes rasgos, son chicos y chicas de unos 28 años con estudios universitarios. Por circunstancias de la vida, muchos no tienen acceso a un trabajo remunerado a tiempo completo. Pero si lo tuvieran tampoco lo harían, porque entonces tendrían que desatender el resto de sus obligaciones.
Hemos conocido madres jóvenes con hijos a su cargo que no pueden trabajar a tiempo completo. También muchas personas que se quedaron sin trabajo por la crisis y no tenían el capital social para conseguir otro. Son gente como nuestros amigos y familiares quienes, debido a sus circunstancias, no tienen otras oportunidades laborales. O tienen otras limitaciones, como el tiempo, que reducen el acceso al empleo. También conocimos a personas que estaban interesadas en otras actividades no remuneradas, como escritura o baile, que encontraban en esta forma de trabajo ingresos que les permitían perseguir sus intereses.
Las personas de las que habla, ¿están en una situación vulnerable, o el trabajo fantasma que hacen las convierte en vulnerables?
Esta es una manera excelente de plantear la cuestión. No es que el trabajo fantasma los sitúe en una posición de vulnerabilidad, sino que muestra lo vulnerables que somos la mayoría. Esta es una de las pocas oportunidades laborales que les permiten tener un cierto control sobre su tiempo, el tipo de proyectos que llevan a cabo y el entorno donde trabajan (su casa).
Odio cuando se usa el concepto flexibilidad para definir este trabajo. No hay nada de flexible en realizar tareas en las que tienes que poner toda tu atención en algo tan intensamente. Actualmente, no existe ninguna regulación de este tipo de trabajo, estas personas no tienen ni reconocimiento ni apoyo social. Literalmente, no tenemos una respuesta para ellos más allá de decirles que salgan a buscar un trabajo a tiempo completo, algo que me parece cruel.
Una de las consecuencias del trabajo fantasma es la pérdida de derechos laborales. No sé si esto cambiará… pero su discurso es optimista.
No hay una forma sistemática de evaluar las condiciones de trabajo de esta gente, que está distribuida por todo el mundo. Es un desafío, pero podemos cambiar la situación. Nada nos lo impide, no se trata de un problema técnico. El primer paso es identificarlo. Algunos piensan que deberían conseguir otro trabajo, pero lo que hacen tiene un sentido y valor. Hay que entender qué necesidades no se están cubriendo y qué medidas deberían tomarse. Necesitamos un nuevo contrato social para esta gente. Pasó lo mismo con la Revolución Industrial.
En esta línea, dice que este no es un problema nuevo, que viene de atrás. ¿Cómo era antes?
Uno de mis capítulos favoritos del libro es el histórico. En cada época de la historia contemporánea, con la tecnología destruimos puestos de trabajo. Y cada vez que introducimos una solución tecnológica, ya sea una máquina de tejer o un ordenador, hay personas trabajando junto a las calculadoras.
Los humanos llenan los vacíos de las cosas que las máquinas no saben hacer, pero nunca hemos abordado lo valioso que es este trabajo. Seguimos pensando en ponerle precio a la mano de obra en lugar de darnos cuenta de cuál es nuestra relación social con la tecnología.
El horizonte de la automatización es el cuidado de la salud. Mientras los humanos queramos ser atendidos por otros humanos, que nos vean y empaticen con nuestro dolor o alegría, habrá humanos en el circuito, y todavía no hemos aprendido cómo valorar estos servicios.
Mary L. Gray y Núria Jar, durante la entrevista. / Elissa Truso, SINC
No es habitual que una antropóloga hable sobre inteligencia artificial. Siempre escuchamos a científicos computacionales, ingenieros… filósofos, como máximo.
Siempre hemos pensado en la tecnología como una cuestión técnica y computacional. Hace poco nos hemos dado cuenta que estos sistemas también son muy sociales. No se trata simplemente de piezas de hardware, sino que están creando entornos sociales donde la gente se encuentra, intercambia opiniones, habla… Parte de nuestra vida está online.
Los científicos computacionales y los ingenieros se preocupan por diseñar un sistema cerrado que funcione de manera eficiente, pero no tienen en cuenta la sociedad. La antropología, la sociología, las ciencias políticas, los estudios de género, estudios críticos de raza… deben plantearse cuál es nuestro lugar en el mundo. Esto es más necesario que nunca para que las ciencias de la computación y la ingeniería sean capaces de construir sistemas que respondan a las necesidades sociales.
El enfoque de alguien como yo es intentar responder a una pregunta profundamente antropológica, básica y tradicional: ¿qué sentido damos a las tecnologías que están en nuestras vidas?
¿Cuál es su relación personal con internet?
Oh, dios mío… [ríe]. Creo que siempre he tenido la misma relación con internet. Todavía uso redes sociales, vivo empantanada en el correo electrónico, no tomo demasiadas fotos, así que no utilizo mucho Instagram, y empiezo a sentirme mayor cuando mis sobrinos me cuentan las aplicaciones que usan. Y no juego demasiado con el móvil, porque jugar me gusta demasiado [ríe, de nuevo]. Intento moderar mi uso, soy suficientemente mayor para recordar una época anterior a internet. Siempre he querido entender qué diferencia marca internet. No de una forma retórica, sino en lugares marginalizados socialmente. ¿Qué facilita internet? ¿Cómo hace que esta gente sea más visible, más escuchada? Son cuestiones que no dejo de preguntarme.
¿Considera que internet es un lugar suficientemente democrático?
Por el trabajo que he hecho en India y en zonas rurales de los Estados Unidos no creo que lo podamos llamar democrático. Pero la pregunta debería ser: ¿nuestra sociedad es democrática? No diría que internet sea un derecho humano, sino que la capacidad de actuar de forma activa en una sociedad es un derecho humano.