Cuando el 17 de septiembre de 1683 Anton van Leeuwenhoek escribió a la Real Academia de Londres describiendo los ‘animáculos’ que había observado al microscopio, no sabía que aquella sería la primera vez que alguien describía el aspecto de una bacteria.
Al contrario de lo que pudiera pensarse, Van Leeuwenhoek no era investigador, ni trabajaba en un laboratorio. Su carrera había sido de lo más variada: comerciante de telas, topógrafo, catador de vino y funcionario de su ciudad natal, Delft (Holanda).
El holandés no utilizó el microscopio compuesto –inventado ya en 1590– en sus hallazgos, sino que tras conocer el libro de su contemporáneo Robert Hooke, Micrographia, se dispuso a elaborar lentes y construir sus propios microscopios simples. Con grandes dosis de paciencia y agudeza visual, fabricó el mejor aparato de su tiempo; conseguía aumentar los objetos más de 200 veces.
Fue a partir de 1673, cuando Van Leeuwenhoek decidió contar todo aquello que encontraba en sus placas a la Real Sociedad de Londres y su extensa correspondencia comenzó a inundar el buzón de la institución. Diez años después, una carta describía lo que el incipiente microbiólogo encontró al estudiar una muestra obtenida de su dentadura: “casi siempre vi, con gran asombro, que en la masa blanca había muchos pequeños animáculos vivientes moviéndose graciosamente”.
Según el neerlandés, “había tal cantidad de animáculos que todo el agua parecía estar viva”. De esta manera, Van Leeuwenhoek se convirtió en el padre de la microbiología experimental. Además de ser el primero en describir bacterias, también observó al microscopio fósiles de foraminíferos, células sanguíneas y del esperma de animales, nemátodos y rotíferos.