Se dice del premio Nobel español Severo Ochoa, nacido el 24 de septiembre de 1905 en la localidad asturiana de Luarca, que era un hombre paciente, entusiasta y con un gran vicio: fumar.
Pero, sobre todo, muchos le consideran el bioquímico de los bioquímicos, y el ideal de lo que un científico debería ser.
Así se refería a él Santiago Grisolía, discípulo y amigo personal de Ochoa, que cuenta cómo Ochoa sentía una gran pasión por lo que hacía.
Entusiasta y enamorado de la ciencia, el premio Nobel consiguió formar parte de la revolución molecular de mediados del siglo XX.
Primero, con el descubrimiento de la enzima ARN-polimerasa, gracias a la que consigue por primera vez sintetizar el ARN en el laboratorio.
Después, y gracias a la aportación del bioquímico norteamericano Arthur Kornberg, discípulo de Ochoa, a la demostración de que la síntesis de ADN también requiere otra enzima polimerasa, específica para esta cadena.
Ambos comparten el Premio Nobel de Fisiología y Medicina de 1959 por sus descubrimientos, que sirvieron después para descifrar el código genético y descubrir que este es universal para todos los seres vivos.
El 1 de noviembre de 1993 moría en Madrid a los 88 años de edad a consecuencia de una neumonía. Sería enterrado junto a su mujer en Luarca (Asturias) bajo una losa de mármol, con un epitafio dictado por él: “Aquí yacen Carmen y Severo Ochoa, unidos toda una vida por el amor y ahora eternamente vinculados por la muerte”.