En Frankestein (1818) un hombre artificial se rebela contra su creador, pero tuvieron que transcurrir más de cien años para que, en 1921, el checoslovaco Karel Capek imaginara autómatas capaces de amenazar a la humanidad en R.U.R., la obra teatral del en la que se acuñó el término “robot”. Un siglo después, oscilamos entre el flechazo y el temor a las máquinas.
Es 1921 y los robots de R.U.R. se amotinan en el escenario del Teatro Nacional de Praga. Un año más tarde, la pieza teatral se estrena en Nueva York, y al siguiente ya ha sido traducida a 30 idiomas. El éxito de la obra de Karel Capek prueba que los tiempos están maduros para una trama hasta entonces impensable y marca un punto de inflexión en nuestra actitud hacia las máquinas: a diferencia de la criatura de Frankestein, sus autómatas amenazan al conjunto de la especie humana.
R.U.R. son las siglas de Rossum’s Universal Robots, una compañía ficticia que fabrica robots en esta obra, término acuñado por Capek a partir del eslavo robota (“trabajo forzado”). Destinados a sustituir a los obreros en las fábricas y a los soldados en los campos de batallas, sus humanoides se alzan contra sus creadores y exterminan a todas las personas, excepto al ingeniero de la empresa.
El distópico argumento acusa el impacto de las matanzas perpetradas en la Primera Guerra Mundial gracias a la tecnificación del arte de matar. Alain Musset, geógrafo de la École des Hautes Études en Sciences Sociales (París) especializado en la ciencia ficción, explica a SINC su originalidad: “Antes, los autómatas eran máquinas maravillosas o aterradoras, encargadas de llenar un vacío emocional, moral o religioso en un individuo: la androide en La Eva futura de Villiers de l'Isle Adam o la bella Olympia en El hombre de arena de E.T. A. Hoffmann. Capek nos traslada a otra dimensión: producidos en masa, más hábiles y más fuertes que nosotros, los robots amenazan el futuro de la humanidad. En nuestro imaginario colectivo, el asombro da paso al miedo”.
Tumba de Capek en el cementerio de Vyšehrad, en Praga (República Checa). / Wikipedia
La historia de amor y odio con las máquinas no ha hecho más que comenzar. En 1939, la firma Westinghouse presenta a Electro, un hombre-robot que habla y fuma; y en 1966, The Wall Street Journal vaticina que el granjero del año 2000 “será un ejecutivo sofisticado con un ordenador haciendo de capataz”. Cada paso que se da hacia la mecanización evoca el fantasma de R.U.R. En 1969 se materializa en HAL, el maligno cerebro electrónico de Una odisea del Espacio de Arthur C. Clarke.
En 1997, Big Blue, el ordenador de IBM, derrota al campeón de ajedrez Gari Kasparov. Poco más tarde, Billy Joy, el diseñador del sistema Java, alerta del golpe de Estado de las máquinas: “Los robots, los nanobots y los organismos construidos pueden replicarse por sí mismos (…) y volverse incontrolables muy pronto”. Joy pone fecha a esa pesadilla: “La posibilidad de tener un potencial informático similar al cerebro humano en unos 30 años ha hecho surgir una nueva idea: la de estar elaborando herramientas que permitirán construir la tecnología que reemplazará a nuestra especie”.
En 2004 tuvo lugar el primer ataque mortal de un dron en Pakistán; los ensayos que anuncian inminentes apocalipsis cibernéticos se venden como rosquillas; el francés Eric Sadin prevé algoritmos que se rebelan contra sus creadores; y el israelí Yuval Harari avisa que, en una o dos generaciones, seremos sojuzgados por la inteligencia artificial y los autómatas. Cunde la inquietud: en 2017, Elon Musk, Stephen Hawking y otros expertos exigen una moratoria en el diseño de robots asesinos.
También en 2017 Arabia Saudí otorga la ciudadanía a Sophia, el primer autómata en obtener ese estatuto legal. Así, se multiplican las novelas y películas que muestran personas que empatizan con replicantes, se enamoran de un software o tienen hijos con androides.
“La sociedad patriarcal y los roles de género se reflejan en estas representaciones”, comenta a SINC la profesora Marta Piñol, especialista en cine de la Universidad de Barcelona. “Hoy, más que reflejar un temor acerca de la identidad de género, tratan de superarla: un texto clave como el Manifiesto Cyborg, de Donna Haraway, ya en 1983 consideró, a partir de la noción de ciborg, la idea de un ser humano-máquina que difuminaría las líneas de género como las que separan lo natural y lo artificial”.
La posibilidad de tener un potencial informático similar al cerebro humano ha hecho surgir una nueva idea: la de estar elaborando herramientas que permitirán construir tecnología que reemplaze a nuestra especie
Nuestras relaciones con los robots han entrado en una nueva fase, sostiene Piñol, y la ciencia ficción proporciona pistas al respecto: “Buena parte de sus obras ya no se enmarca en el cyberpunk, el sub-género que presentaba un mundo dominado por la tecnología y donde los hackers luchaban contra las grandes corporaciones”. Ahora lo que se lleva es el biopunk, que “pone el acento en la biotecnología, con historias protagonizadas por biohackers que tratan de vivir en sociedades biocapitalistas controladas por la ingeniería genética. En estos filmes, la esperanza de vida y la natalidad devienen temas clave y se traspasan muchos límites, entre ellos el amoroso-afectivo. Un ejemplo podría ser Blade Runner 2049, en la que se transgrede el límite reproductivo”.
No todas las transgresiones son bienvenidas. A Kathleen Richardson, profesora de Ética de los Robots en la Universidad Montford (Inglaterra), le subleva la idea de que las mujeres pueden ser sustituidas por “máquinas del sexo”. Para combatirla lanzó la Campaña contra los Robots Sexuales. “Te están diciendo que no te preocupes, si no tienes amigo o compañero de vida, pueden crear un robot novia para ti”, comentó a la BBC. “Una relación de pareja se basa en la intimidad, apego y reciprocidad. Son cosas que no pueden ser replicadas por una máquina”.
Transcurrido un siglo del estreno de R.U.R., seguimos al mando de las máquinas, pero la distopía de Capek sigue estremeciéndonos, pese a que la robótica apenas ha cumplido con las expectativas y los temores suscitados. Los robots no nos han liberado del trabajo; el proletariado continúa sudando la gota gorda, y las tareas domésticas sobrecargan a las mujeres por más ayuda que reciban de la Thermomix. Pese a los drones militares, las tropas no han sido reemplazadas por máquinas de matar: quienes libran las batallas son soldados que sufren y mueren llamando a sus madres.
Cierto, la banca electrónica y los cajeros automáticos han eliminado oficinas enteras, pero la creatividad, la experiencia o la dirección de equipos no se han podido automatizar. Destrezas sencillas como desenvolver un paquete, atar un alambre o cambiar pañales no son fáciles de inculcar en máquinas mucho más caras que un trabajador de carne y hueso, la razón de que no haya robots-albañiles ni robots-camareros.
En 2017, Estados Unidos solo contaba con 233.000 robots industriales, una nimiedad comparada con sus 160 millones de trabajadores activos. La mayoría se concentra en las líneas de montaje, y algunos se desempeñan de bisturíes inteligentes en hospitales; en las demás ramas de la producción el obrero de toda la vida es irremplazable. Lo resumió Hetti O’Brien, editora de opinión de The Guardian: “suele ser más fácil y más barato emplear humanos para que actúen como máquinas que desarrollar máquinas que imiten la conducta humana”.
La saga de Terminator manifiesta el peligro de dejar nuestro destino en manos de la inteligencia artificial. / Wikipedia
La automatización no debe aumentar forzosamente el paro, asegura Shannon Vallor, miembro de la Fundación para una Robótica Responsable. Esta profesora de la Universidad de Edimburgo defiende las plantillas podrían mantenerse mediante la reducción de la jornada. La ética de la inteligencia artificial que propone no pasa por diseñar unos ‘diez mandamientos’ para robots al estilo de las célebres leyes de Asimov, sino por imponer reglas a quienes los diseñan para que sus máquinas actúen al servicio del bienestar colectivo y no de la ganancia individual. Por lo pronto, que resulte más verosímil una rebelión de autómatas que el reparto del trabajo dice mucho de nuestra incapacidad de concebir relaciones laborales distintas de las actuales.
No tienen mayor sustento los pronósticos de una sublevación robótica. En el horizonte no se divisan señales de nada semejante. Quienes se horrorizan ante tal perspectiva se tranquilizarán al saber que, según los filósofos John Basl y Eric Schwitzgebel, en el corto plazo solo tendremos autómatas cognitivamente sofisticados como un ratón o un perro, como mucho. Y el economista de la Universidad de Yale, William Nordhaus, añade que, al ritmo de las tendencias actuales, pasarán unos cien años antes de que adquieran las habilidades requeridas por la automatización total.
“Desde Capek, el estatus social de los robots ha oscilado entre el del esclavo sumiso y el de la amenaza potencial. Por un lado, los robots femeninos diseñados para el placer se han impuesto desde 1961 con El breviario de los robots, de Stanisla Lem. Del otro, la saga de Terminator puso de manifiesto el peligro de dejar nuestro destino en manos de la inteligencia artificial”, resume Alain Musset.
Al autor checoslovaco se le reprochó el haber exagerado la autonomía de las máquinas. Unos tomaron su su rebelión robótica como una alegoría de la revolución obrera; otros detectaron en ella una alusión al desempleo masivo, el embrutecimiento de los operarios y demás estragos causados por el tecnocapitalismo; y otros vieron una crítica a la visión del ser humano como una máquina manejable desde el exterior.
Lo cierto es que el robot, icono de la cultura de masas, ha dado pie a un sinfín de fantasías e interpretaciones, obligándonos a revisar las fronteras entre los seres animados y los inanimados y a redefinir los conceptos de inteligencia, trabajo e identidad humana.
Aunque nos hemos criado en cuartos de juguetes repletos de robots entrañables con luces de colores, andar patoso y voz chirriante, las inquietudes que nos inspiran se resisten a desaparecer. “Nos dicen que siempre se necesitarán seres humanos para crear las máquinas. Pero ¿hasta qué punto?”, se pregunta Musset. “¿Seremos siempre necesarios? Es lo que teme C-3PO cuando descubre las cadenas de montaje de droides en El ataque de los clones: ‘Máquinas que hacen máquinas. ¡Qué perversión!’. La ciencia ficción ha intentado mostrarnos que los robots pueden ser amigos e incluso adquirir conciencia, como el Andrew de Isaac Asimov. ¿Puede esto hacernos cambiar de opinión? No lo creo. Cuanto más se acerquen a nosotros, más amenazados nos sentiremos”.