Tradicionalmente, el sexo en las personas con discapacidad intelectual se ha visto envuelto en tabús que las alejan de su derecho a vivirlo. Al sobreprotegerlas y negar esta faceta de su vida, se propician experiencias dolorosas y de riesgo. Un estudio analiza las actitudes de diferentes grupos sociales respecto a ello.
Aquí en las sombras, su sexualidad puede ser avergonzada, marginada y silenciada.
George W. Turner
“Creo que la gente tiene que aprender que necesitamos saber las cosas... sobre el sexo. Solo depende del nivel de madurez en el que te encuentres. Puede que no seamos tan brillantes como tus estudiantes, pero tenemos los mismos sentimientos y la misma actividad sexual que otras personas. Y puede que nos lleve más tiempo llegar, pero lo entendemos. Es solo que somos un poco más lentos a veces”.
Esto era lo que decía Kristy —una mujer con discapacidad intelectual bajo pseudónimo— en un artículo de los sexólogos George W. Turner y Betsy Crane. Los derechos sexuales son derechos humanos universales, pero en las personas con discapacidad intelectual tradicionalmente se han silenciado y reprimido. Bajo un intento de protección por parte de la gente más cercana, se les ha tratado de evitar esa posibilidad con la idea de impedir situaciones de riesgo y vulnerabilidad. Sin embargo, los expertos afirman que no solo se trata de una cuestión ética, sino que esa decisión genera más daños que beneficios al limitarles el conocimiento, provocando sufrimiento y, al final, una mayor indefensión.
Recientemente, un estudio publicado por el Departamento de Psicología y Sociología de la Universidad de Zaragoza ha analizado por primera vez todos los trabajos publicados en relación con las actitudes que existen respecto a la sexualidad en estas personas. En global, las visiones eran más positivas en la sociedad general que en el personal de cuidados, y en estos que en las familias. Pero en todos los ámbitos la tendencia era a preferir que las muestras de afecto fueran de “baja intensidad” y no en público.
Para Ana Belén Correa, psicóloga en un centro de atención a la discapacidad y primera autora del trabajo, “las actitudes han mejorado, pero algo sigue fallando y es preciso identificar el qué. Eso nos permitirá hacer mejores intervenciones”.
Históricamente, a las personas con discapacidad intelectual se las ha tratado de apartar de la sexualidad en un intento generalmente bienintencionado de protección. Bajo ese prisma han convivido razonamientos como que de esa manera se evitaban prácticas de riesgo o embarazos no deseados, así como situaciones con riesgo de abuso. Pero también se incluían ideas incompatibles o antagónicas que llevaban a pensar en estas personas como seres asexuados (“ángeles sin sexo”) y, al mismo tiempo, sostener que tienen un problema en el control de impulsos.
Ese enjambre de justificaciones incluía también una infantilización potenciada por los conceptos asociados de “edad mental”, trazando un paralelismo que, más allá de sus capacidades de aprendizaje, ignora el hecho de que ni sus cuerpos ni sus experiencias son comparables a los de los niños. Muchas de esas visiones parecen haber provocado más daños de los que se pretendían evitar.
“Mi percepción personal es que esos mitos nos han tenido paralizados, pero creo que al menos algunos de ellos ya podemos empezar a considerarlos en pasado”, afirma Carlos de la Cruz, sexólogo asesor de la entidad Plena Inclusión y director del Máster de Sexología de la Universidad Camilo José Cela. “Muchos de esos pensamientos anteponen lo que entienden como protección a lo que es el derecho a la intimidad. El problema es que luego las cuentas no salen. El silencio como estrategia no protege, y genera vulnerabilidad. El silencio no es una vacuna”.
“La sexualidad es un concepto amplio que se desarrolla durante toda la vida”, explica Correa. “Aunque muchas veces se ha centrado en lo genital, incluye muchas más cosas además del coito o la masturbación. Puede ser afectiva, y no física, puede tratarse de besos y caricias o de compartir un espacio”. Como se recoge en la tesis de Turner, “la sexualidad es una parte de los seres humanos que se expresa en actividades diarias como tocarse, hablar, abrazarse, fantasear, besar, acariciar o cogerse de la mano”.
En estas personas, como en cualquier otra, la sexualidad existe. Negarla no la hace desaparecer, sino que conduce a sufrimiento y a riesgo
“En estas personas, como en cualquier otra, la sexualidad existe”, comenta Correa. Y, aun obviando esa diversidad de manifestaciones, “la inmensa mayoría de ellas —sobre todo si la discapacidad es moderada— tienen o han tenido relaciones de algún tipo, a pesar del ocultamiento. Negarla no la hace desaparecer, sino que conduce a sufrimiento y a riesgo”. Las personas con discapacidad pueden sentir que no “merecen” esa posibilidad o que para ellas es algo incorrecto, pero además se topan con una doble barrera frente a la información. Si ya de por sí encuentran más dificultades, el entorno las aumenta.
Contra lo que el mito establece como protección, “la educación sexual protege”, explica Correa. Si antiguamente existía la idea de que podría servir como factor de incitación, la psicóloga lo niega: “Eso es como pensar que la educación sexual [en los institutos] incita a los adolescentes”. De lo que se trata, asegura, “es de trazar un camino que puedan vivir con seguridad, dándoles los recursos suficientes para vivir con libertad aquello que quieran vivir o no”.
Se trata de trazar un camino que puedan vivir con seguridad, dándoles los recursos suficientes para vivir con libertad aquello que quieran vivir o no
Para de la Cruz, “ese aprendizaje debe ser gradual, pero si esperamos que haga falta la educación sexual, llegamos tarde. Nadie espera a que un niño te pregunte qué es un paso de cebra o un semáforo para enseñarle lo que es”. Ese aprendizaje incluye apoyo y herramientas para evitar prácticas de riesgo o para identificar posibles situaciones de abuso, y puede encuadrarse en lo que la investigadora Andrea Onstot tomaba del concepto “libertad positiva”. Esta no consiste en un regalo descuidado, sino en tener en cuenta que, si toda persona merece tener acceso a sus derechos básicos, hay que entender qué apoyos adicionales hay que prestar para que las personas con más dificultades puedan alcanzarlos.
Ahora bien, ¿podrán todas ellas llegar a ese camino? ¿Son todas capaces de identificar situaciones de abuso, por ejemplo? “Los principios de bioética dicen que debemos promover tanta autonomía y autodeterminación como sea posible”, recuerda de la Cruz. “Habrá casos, sí, pero ya los estudiaremos uno a uno”.
Para Correa, el desequilibrio de poder que se produce cuando se les niega ese derecho “puede dar muchos problemas, con salidas patológicas con impulsos peor gestionados. Muchas veces no porque tenga imposibilidad para controlarlos, sino porque no se les ha enseñado y ni siquiera saben lo que les está pasando”.
El camino no siempre es fácil, reconoce, y en él se evalúa la capacidad de consentir, de comprender y dimensionar qué son las relaciones sexuales. En ese proceso “se instruye y se pueden dar alternativas. A veces no es posible, pero en general los casos son excepcionales”.
Si el entorno es tan importante en la sexualidad de las personas con capacidad, ¿cuál es la actitud de los distintos grupos sociales respecto a ella? Aunque en los últimos años la investigación ha crecido al respecto, “se hallaba un poco desperdigada”, comenta Correa. En su trabajo han analizado 33 estudios ya publicados y que se ajustaban a ciertos estándares dentro de los últimos veinte años.
Las conclusiones muestran que las personas con discapacidad tienen interés por la sexualidad, pero perciben limitadas sus opciones para desarrollarla y siguen encontrando cierto silencio y evitación a su alrededor.
Respecto a los grupos sociales que los rodean, y aunque las actitudes han mejorado, parecen más positivas en la sociedad general que en los cuidadores profesionales y en estos que en las familias, como si la cercanía estuviera asociada a una mayor represión.
“Es cierto que en las familias tendemos a ver mayor protección y paternalismo”, comenta Correa, “pero hay que entender que son familias que han sufrido mucho, que suelen venir con historias de acoso o bullying, incluso de abusos. Su intención es buena, pero parten de estereotipos y desconocimiento”. El problema es que se los quiere proteger tanto que, como se comenta en un documento técnico al respecto, “los protegemos de la propia vida”.
Por otro lado, de la Cruz exculpa a las familias y reconoce que “su conocimiento sobre la sexualidad de las personas con discapacidad intelectual es lo que los profesionales les hemos contado”.
En el estudio, los cuidadores profesionales mostraban una actitud más positiva que las familias, pero reclamaban más formación, así como protocolos y políticas específicas. “La situación en los centros ha mejorado”, reconoce Correa, “pero los protocolos no siempre están claros en cada centro. A veces los trabajadores evitan encontrarse situaciones en las que podrían tener alguna responsabilidad, incluyendo posibles embarazos no deseados”.
De la Cruz reconoce que en el aspecto de los centros es “optimista, como muestra el posicionamiento que muchas instituciones dentro de Plena Inclusión han hecho al respecto. Queda camino, y hay elementos estructurales y de ratios que lo hacen difícil, pero la pelota se está moviendo”.
Las mejores actitudes se veían en la población general, pero los datos esconden una pequeña trampa. Los estudios se hicieron fundamentalmente entre personas universitarias, y la edad está asociada a una visión más inclusiva.
“Creo que la edad explica una parte de la diferencia, pero no toda”, apunta Correa. Además, en el trabajo se observó que la actitud era más negativa en países con fuerte presencia de la religión y en personas con rasgos más autoritarios.
En cuanto al género, “algunos estudios ven una actitud más positiva en las madres que en los padres”, explica Correa. “En el caso de la propia persona con discapacidad, se reproducen los estereotipos generales: a los hombres se les percibe con menor capacidad de control de impulsos, y en las mujeres la sobreprotección es mayor por considerarlas más vulnerables”.
Aunque las actitudes han mejorado, un detalle extraño surge en los análisis de cada grupo social: aunque se acepte la sexualidad de las personas con discapacidad, en todos ellos se prefiere que esta sea de baja intensidad, que tenga un carácter más platónico y que no se muestre públicamente, aunque sea en forma de besos.
“Existe un tabú con la sexualidad, sí, pero yo no lo limitaría a la discapacidad”, apunta de la Cruz. “Seguimos viviendo en una sociedad capacitista y heteronormativa, con modelos de belleza y de juventud que también excluyen a los viejos de la sexualidad, por ejemplo. Hemos ensanchado nuestra visión, pero aún falta. Aceptamos la ternura, las manos por el jardín de la canción Solo pienso en ti” pero si los vemos desnudos en una cama igual ya no nos parece tan bien. Con la palabra placer nos empiezan a chirriar más cosas”.
Esa visión aún estrecha se muestra también en la falta de referentes culturales, poco menos que demostrada por la omnipresencia de la aún hoy icónica canción de Víctor Manuel —tanto Correa como de la Cruz echan en falta más referencias, pero preguntados por algún ejemplo positivo ambos coinciden en resaltar y alabar el trato que se le da en la serie reciente Vida Perfecta, de Leticia Dolera—. Y esa visión estrecha afecta también y en especial a las personas con discapacidad intelectual y LGTBI. La investigación muestra “que las actitudes son peores respecto a ellas, que tienen que enfrentarse a una doble barrera”, reconoce Correa.
Volviendo al estudio, de la Cruz valora que este tipo de investigaciones son necesarias, “porque si no nos fiamos solo de la percepción, y eso puede llevar a errores”. El último párrafo del trabajo dice así: “La sexualidad y su expresión son un derecho humano que influye directamente en la calidad de vida autopercibida de los adultos. Por lo tanto, es nuestra responsabilidad como investigadores y profesionales marcar la diferencia, promover una calidad de vida integral y buena para los adultos con discapacidad intelectual”.
“El muro de silencio se ha roto”, concluye Carlos de la Cruz. “Ahora hay que echarse a andar”.