España no cuenta, por ahora, con la especialidad médica de genética clínica reconocida. Los especialistas creen que es indispensable para poner nombre de manera precoz a síndromes y dolencias raras, ahorrar años de incertidumbre y aplicar los tratamientos más adecuados.
Desde la UCI neonatal del Hospital Universitario Santa Lucía (Cartagena), en Murcia, José Ramón Fernández ha sido testigo de cómo, en los últimos diez años, la genética ha ganado terreno y se ha convertido en una herramienta potente en el diagnóstico de niños con sospecha de enfermedades raras. “El diagnóstico genético es genial porque nos sirve para buscarle el nombre y los apellidos a lo que le sucede a un nenonato que ingresa con anomalías congénitas y malformaciones variadas, o también con epilepsias de origen desconocido, algo mucho más habitual de lo que parece”, explica a SINC el pediatra.
Aunque tienen sus limitaciones, recurrir a estas técnicas puede ahorrar a los niños y a sus familias años de incertidumbre. “Lo que una década atrás hacía que un neonato deambulara de prueba en prueba, de consulta en consulta, de ingreso en ingreso, sometiéndose a escáneres, análisis y biopsias de todo tipo durante meses o incluso años, hoy se puede diagnosticar en cuestión de días”, relata el neonatólogo.
Incluso si el pronóstico es malo, dice, conocerlo es positivo. “Nos permite tener certezas y reorientar la atención de ese niño hacia unos cuidados de calidad”, asegura, refiriéndose tanto a los facultativos como a las familias.
Es muy consciente de que su situación es privilegiada, de que sus vivencias serían muy diferentes si hubiese estado al frente de una UCI neonatal en otra comunidad autónoma. Porque no hay servicios de genética clínica en todos los hospitales de España. Y a Fernández esta desigualdad de oportunidades le indigna. “Ahora mismo, que una persona con sospecha de enfermedad rara llegue pronto a un diagnóstico preciso o no depende de en qué comunidad ha nacido”, recalca.
Lo sabe porque, además de trabajar en una UCI pediátrica, es padre de una niña con síndrome de Phelan McDermid. “Nuestra hija fue diagnosticada en Murcia porque tenemos la suerte de que contamos con un servicio de genética muy potente, con Encarna Guillén a la cabeza peleando porque los niños accedan rápido al diagnóstico, sin cortapisas; pero los neuropediatras de Madrid que la vieron nos confesaron que, por sus características, de haber nacido allí no habría accedido tan rápido a esas pruebas genéticas”, explica sin salir aún de su asombro.
La línea es tan sutil que a veces, dentro de una misma ciudad, “según vivas en una acera u otra [es decir, según cuál sea tu hospital de referencia], eso puede condicionar el diagnóstico, el tratamiento y el manejo de un paciente”, asegura Julián Nevado, responsable Área de Genómica Estructural y Funcional del Instituto de Investigación Sanitaria del Hospital Universitario La Paz (IdiPAZ).
Encarna Guillén, investigadora principal en la línea de Genética y Enfermedades Raras en el Instituto Murciano de Investigación Biosanitaria, comparte su desconcierto. Tampoco ella concibe que existan tantas familias que en el sistema público tardan años en tener acceso a un genetista. “Ese retraso supone una pérdida de oportunidades brutal y un aumento del sufrimiento que no nos deberíamos permitir”, resume.
Como presidenta de la Asociación Española de Genética Humana (AEGH) se ha pasado los últimos años demandando a las autoridades que se apruebe de una vez por todas especialidad de genética clínica. “Somos el único país de Europa, es más, el único país desarrollado, que no la tiene; eso es injustificable... y también penoso”, lamenta.
Mientras no se encuentra un diagnóstico pueden pasar años yendo de un especialista a otro. Muchas veces incluso se piden pruebas que no están indicadas para el caso o que no están bien interpretadas, al no tener los especialistas conocimientos suficientes
Nos pone en antecedentes: en 2014 un Real Decreto aprobó la especialidad de genética clínica, pero se derogó en 2016 por cuestiones de forma (a la vez que la psiquiatría infanto-juvenil, por cierto). Desde entonces andan dándole vueltas. “Es brutal porque eso significa que hace nada menos que ocho años que somos muy conscientes de la necesidad de que los profesionales que vertebran el avance de los conocimientos en genética y los aplican a la atención de los pacientes sean reconocidos, integrados y regularizados en el sistema de salud”.
Como consecuencia, nos podríamos quedar descolgados de “las estrategias nacionales de calado que están poniendo en marcha los países de nuestro entorno en relación con la medicina personalizada, que no se pueden sacar adelante sin genetistas clínicos, tanto médicos como biólogos, farmacéuticos, bioquímicos...”.
Una herramienta ambiciosa para recortar esta carencia es el programa IMPaCT, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación, que tiene como misión implantar en el Sistema Nacional de Salud el diagnóstico genético y la medicina de precisión. Con esta infraestructura científica y tecnológica se quiere lograr que los pacientes accedan con equidad y tiempos adecuados de respuesta a las pruebas genómicas, al mismo tiempo que se obtienen datos que podrán ser utilizados en investigación.
Aunque la medicina genómica impacta en todos los ámbitos, el ecosistema de las enfermedades raras es especialmente sensible. Por un lado, normalmente se tarda una media de cuatro años en diagnosticar una enfermedad rara, aunque en muchos casos hasta diez. Pero es que, además, solo el 5 % de los pacientes diagnosticados dispone de tratamiento específico.
“Si a esto le sumamos que la mayoría de estas enfermedades debutan en la infancia (dos de cada tres), que son crónicas y la mayoría degenerativas, es fácil entender por qué resulta tan urgente universalizar el diagnóstico precoz”, insiste Guillén.
Por eso, desde la Federación Española de Enfermedades Raras (FEDER) este año han centrado el mensaje del Día Mundial en reclamar una mejora en el acceso al diagnóstico y el tratamiento de estas patologías. “Contar con la genética clínica implica anticipar complicaciones y mejorar significativamente la calidad de vida de estos pacientes”, matiza.
José Ramón Fernández lo ejemplifica en un caso al que se enfrentó hace apenas unos meses. A su UCI neonatal llegó una niña prematura, con bajo peso y crecimiento intrauterino retardado. Enseguida detectaron problemas de alimentación y rasgos que les hacían pensar en el llamado síndrome de Silver-Russell.
Solicitaron un estudio genético para ese síndrome en concreto, pero fue negativo, así que echaron mano de un test de array, que ofrece una visión más global. “Ahí vimos que había una pérdida importante de material genético en el brazo largo del cromosoma 8, aunque no estaba asociada a ningún trastorno conocido”, explica, reconociendo que en un primer momento el resultado les decepcionó.
Pero no se rindieron. Semanas después volvieron a la carga y revisaron las pruebas genéticas. Fue entonces cuando se les encendió la bombilla. “Nos dimos cuenta de que había un gen alterado del que se acababa de publicar un artículo conjunto de París y Nueva York que identificaba mutaciones asociadas síndrome de Silver-Russell”, relata.
Escribieron a las autoras, que se entusiasmaron también con la coincidencia, empezaron a trabajar con ellas y acabaron publicando un artículo en Clinical Dismorphology, resume orgulloso. La niña tuvo su diagnóstico, al fin. “Empezaron a tratarla de inmediato, porque hay una guía internacional que pauta que esta enfermedad se trate con hormona del crecimiento, ya que mejora drásticamente su desarrollo muscular y neurológico”, relata el pediatra murciano.
“Sin esta prueba y las indagaciones posteriores, esta niña no habría podido tener acceso a ese tratamiento. Imagina la diferencia que supone para su vida y la de su familia”, reflexiona.
Encarna Guillén no titubea cuando asegura que disponer de genetistas clínicos aumenta la eficiencia del sistema nacional de salud. “Mientras no se encuentra un diagnóstico pueden pasar meses o años haciendo pruebas sin ningún criterio, yendo de un lado a otro, de un especialista a otro”, aclara. “Muchas veces incluso se piden pruebas genéticas que no están indicadas para el caso, o que no están bien interpretadas, al no tener los especialistas conocimientos suficientes, y esa mala interpretación complica aún más las cosas”.
“La medicina está tan superespecializada que un paciente con problemas de corazón, digestivos y neurológicos acaba consultando a tres especialistas diferentes”, opina por su parte José Ramón Fernández. “Por eso la especialidad genética puede marcar diferencias: son expertos que tienen una visión global y son capaces de ver patrones donde otros especialistas no lo vemos y orientarnos”.
En este array, proporcionado por el genetista Julián Nevado de IdiPAZ, se ve una deleción intersticial (un tipo de rotura en el brazo de un cromosoma), correspondiente al síndrome de Wolf-Hirschhorn, con el que el especialista suele trabajar de manera cercana.
Visión global, sí, pero también criterio y conocimiento para escoger qué pruebas hacer a cada paciente. Porque el abanico, a estas alturas, es inmenso, como explica Julián Nevado.
Hace unos años solo se disponía del cariotipo, una especie de ‘retrato robot’ que muestra la arquitectura macroscópica de los cromosomas. A simple vista permite ver “si falta un pedazo muy grande de algún cromosoma, si hay un trozo de cromosoma de más, o incluso una copia extra de algún cromosoma, como sucede en el síndrome de Down”. Pero se queda muy corto.
La técnica array-CGH a la que recurrió Fernández en el caso relatado va un paso más allá, porque permite algo así como “hacer zum e identificar duplicaciones o ausencias de pequeñas regiones cromosómicas que el cariotipo no alcanza a detectar”.
En el siguiente escalón están las técnicas de secuenciación masiva, “la crême de la crême”, según Fernández.
Nevado dice que, llegados a este punto, es importante diferenciar entre genoma y exoma. “El genoma es el ADN total que tenemos, se secuencia todo, absolutamente todo, zonas que se expresan y zonas que no; por eso necesitas tener especialistas que sepan interpretarlo, además de bioinformáticos, software y algoritmos: la complejidad es inmensa”. De otro lado, cuando “elegimos solo las partes funcionales del genoma, las que dan lugar a las proteínas, obtenemos el exoma, que equivale más o menos a un 5 % del genoma”. Es menos complejo, dice, aunque sigues necesitando bioinformáticos, (o sofisticados softwares) para sacar conclusiones.
Otra opción interesante son los paneles de genes, que analizan un número concreto de genes, 300 por ejemplo, relacionados con una patología concreta. Se usan cuando ya hay una sospecha clara a partir de la clínica, y acotan el campo de búsqueda.
En cualquier caso, dice Julián Nevado que estamos hablando de una nueva manera de entender la medicina que “implica cambiar el chip en cuanto al perfil de los trabajadores que necesitamos en un hospital: genetistas clínicos, bioinformáticos, consejeros genéticos...”.
La buena noticia es que parece que la incorporación de la especialidad de genética clínica que da sentido y uniformidad a todo esto parece inminente, “cuestión de dos o tres meses", vaticina Encarna Guillén. “Una vez aprobada, se pondría en marcha una comisión nacional de especialidad para confeccionar el programa nacional de formación, y hasta dentro de dos años no habría plazas, pero al menos estaríamos ya en la rueda”, puntualiza.
Normalizar el uso de estas técnicas también debería servir para borrar de un plumazo algunas ideas erróneas, pero habituales, que generan situaciones muy dolorosas. Cuenta Fernández que, en medio del desconcierto que produce sospechar que tu criatura sufre una enfermedad del neurodesarrollo, una de las primeras preguntas que se hacen inmediatamente los padres es: ¿hicimos algo mal?
“Me consta que hay gente, en la mayoría de los casos del entorno de la familia, pero también algunos profesionales, que le dicen a los padres con alta sospecha de enfermedad de causa genética que los problemas del neurodesarrollo de su hijo (hipotonía, retraso psicomotor...) son debidos a que el pediatra lo metió en la incubadora y, claro, no hizo bien el vínculo”, recalca el neonatólogo, llevándose las manos a la cabeza. Es peligroso porque “las familias ya tienden a culparse per se: si encima les lanzamos mensajes así de disparatados, el desastre está garantizado”.