Para la investigadora Inés Campillo, la regulación de los permisos de maternidad y paternidad no garantiza los cuidados en igualdad. Si queremos acabar con la discriminación laboral hacia las mujeres, hay que cambiar nuestros mercados de trabajo, que no son espacios neutros, sino que han sido construidos históricamente como espacios masculinos.
Los permisos maternos surgen para proteger el derecho de las madres trabajadoras a la salud, al reposo y a los primeros cuidados posnatales sin miedo a perder el puesto de trabajo. En este sentido, surgen como reconocimiento de una experiencia que es intrínsecamente sexuada: el embarazo, el parto, el puerperio.
De hecho, las primeras seis semanas del permiso materno se consideran de descanso obligatorio para la madre para su recuperación física. Restarle importancia es una forma de ningunear la maternidad.
Es dudoso que estos permisos puedan traer consigo la ansiada igualdad en el mercado de trabajo porque son las mujeres quienes se embarazan y, por ello, en muchos casos necesitan bajas médicas por riesgo en el embarazo. Además son ellas también las que se toman mayoritariamente el permiso de lactancia, por razones obvias.
Por otro lado, la nueva proposición de ley cubre solo hasta la semana 26 de las criaturas. Pero la crianza no se acaba aquí, acaba de empezar, y más cuando no existe universalidad de la educación infantil de 0 a 3 años, cuando no tenemos días de permiso por enfermedades comunes ni excedencias remuneradas para el cuidado ni derecho a reducciones de jornada sin rebaja de sueldo.
Así pues, si se lo puede permitir, alguien seguirá teniendo que cogerse una excedencia o una reducción de jornada; alguien tendrá que faltar al trabajo cuando la criatura enferme o haya que acudir a una reunión del colegio; o alguien incluso se replanteará dejar su trabajo por ser totalmente inconciliable con la vida familiar y los cuidados de criaturas o familiares y buscar otro más amable.
¿Y quién lo hará? Es evidente que serán mayoritariamente las mujeres quienes sigan haciéndolo. Y, entre ellas, las que tengan una mejor posición económica. Para acabar con la discriminación laboral hacia las mujeres no solo habría que acabar con la precariedad, habría que cambiar nuestros mercados de trabajo, que no son espacios neutros, sino que han sido construidos históricamente como espacios masculinos, por y para los varones.
Nos hemos acostumbrado a un marco de discurso que pone el foco en las mujeres: son ellas quienes tienen el problema, son ellas quienes tienen que cambiar para no ser discriminadas, para lo que deben ajustar sus pautas laborales a las pautas tradicionalmente masculinas (participación ininterrumpida y a tiempo completo en el empleo).
Pero son los mercados de trabajo y los varones los que tienen que cambiar. Si esto no ocurre, será imposible que las familias tengan tiempo para atender adecuadamente a sus criaturas y familiares dependientes o para cualquier otra actividad.
La idea de que los problemas de conciliación de una familia de dos sustentandores trabajando a tiempo completo se solucionarían con un reparto igualitario de los cuidados es simplemente una ficción. Por no hablar de las familias monoparentales, que son ocultadas por ese discurso dominante de la conciliación.
Desmasculinizar los mercados de trabajo implicaría, en primer lugar, reconocer que dos jornadas de 40 horas son incompatibles con cuidar y cuidarse o con cualquier participación cívica. Habría que reducir drásticamente la jornada laboral para todos y todas.
Si todas las personas trabajaran menos horas, no solo repartiríamos el empleo y acabaríamos con el paro, sino que tendríamos más tiempo para cuidar o hacer otras cosas: esto acabaría con uno de los focos de discriminación a las mujeres en el mercado de trabajo.
Asimismo, para terminar con dicha discriminación habría que modificar los procesos de contratación y promoción, flexibilizar entradas y salidas del trabajo, modificar la lógica de las organizaciones, contar con unidades de prevención y lucha contra el acoso sexual.
Pensemos que, teniendo un contexto institucional mucho más favorable a los cuidados (permisos largos, plaza garantizada a partir del año en el sistema de educación infantil, mercados de trabajo más regulados y seguros, con mejores horarios y permisos puntuales para el cuidado de enfermedades comunes), ni siquiera los países nórdicos tienen permisos iguales e intransferibles.
Allí la tendencia es ir aumentando la cuota intransferible de los padres, dentro de un esquema mixto que prevé un largo periodo de permiso transferible, a repartir según decida la pareja. Ese esquema permite también que las madres solas no queden penalizadas. Yo creo que probablemente ese sea el mejor sistema.
Los permisos iguales e intransferibles deberían ser el punto de llegada de un largo proceso de transformación social e institucional, no el de partida.
Inés Campillo es profesora de sociología en la UDIMA. Doctora en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid, con una tesis titulada “¿Adiós al familiarismo? Las políticas de conciliación de la vida laboral y familiar en España, 1997-2010”.
Sus intereses de investigación incluyen la política social comparada, los cuidados, las relaciones de género, la sociología del trabajo y la sociología política.
Ha participado en proyectos de investigación financiados por la Unión Europea, el Ministerio de Educación y Ciencia, el Ministerio de Ciencia e Innovación, el Instituto de la Mujer, la Rosa Luxemburg Stiftung y el Centro de Investigaciones Sociológicas.