Durante estas semanas, la escuela ha reducido su función compensadora hasta hacerla casi desaparecer. Buena parte del alumnado no tiene en su casa los recursos que hacen posible el aprendizaje. Faltan ‘respiradores educativos‘. Muchos niños y niñas solo los encuentran junto a sus docentes y compañeros.
La suspensión de las clases por la crisis del COVID-19 y las medidas subsiguientes de las administraciones educativas han dado lugar a un intenso debate. La decisión de continuar el curso a distancia avanzando contenidos y la falta de una respuesta clara y coordinada han generado un profundo malestar entre familias y docentes.
En pocos días, el ‘contrato educativo' que establece los derechos y deberes de los diferentes agentes de la comunidad educativa se modificó radicalmente; hasta tal punto que nunca antes se había producido una distancia tan grande entre lo que las administraciones educativas exigen al alumnado, sus familias y sus docentes, y lo que les ofrecen. ¿Por qué decimos esto?
En primer lugar, porque creemos que avanzar contenidos fue un error. Aunque era comprensible que al principio hubiera equivocaciones, el planteamiento apenas había variado tras cinco semanas de confinamiento.
Esta decisión implicaba asumir que el sistema educativo puede seguir funcionando a distancia de forma adecuada, algo que, sencillamente, no es posible; o al menos no lo es cumpliendo con las funciones que, como sociedad, hemos acordado otorgarle. Aunque el Gobierno y las CCAA han decidido recientemente utilizar el tercer trimestre para la recuperación, el repaso y el refuerzo, parece que algunas seguirán impartiendo nueva materia.
La realidad es que el aislamiento que nos protege de la COVID-19 es, paradójicamente, el que expone al alumnado más vulnerable a otro virus muy dañino: el de la asfixia educativa.
Durante estas semanas, el oxígeno del aprendizaje no está llegando a una parte significativa del alumnado y la escuela ha reducido su función compensadora hasta hacerla casi desaparecer.
Buena parte de las familias carece de las condiciones materiales (tecnología, espacio, temperatura, luz, etc.), las herramientas culturales (habilidades pedagógicas, conocimiento del idioma, etc.), el tiempo para acompañar el proceso educativo, la estabilidad emocional (por problemas económicos, de salud, habitacionales, etc.) o los recursos alimentarios necesarios para aprender. Todo ello influye directamente en el tiempo y la capacidad de estudio de los niños y niñas.
Algunas familias tienen ordenadores y banda ancha, y otras no. Hay familias monoparentales padeciendo directamente el coronavirus. Algunos núcleos familiares están juntos y otros, como quienes trabajan en primera línea contra la enfermedad, ven pocas horas a sus hijos. Por no hablar de las situaciones de duelo frustrado por la pérdida de familiares y amigos.
A todo ese alumnado le falta la estructura social que hace posible que el oxígeno del aprendizaje llegue a sus pulmones. Faltan ‘respiradores educativos‘. Y muchos niños y niñas solo pueden respirar cuando están en la escuela, junto a sus docentes y sus compañeros, con los recursos adecuados.
Si no ponemos remedio, la ausencia de escuela supondrá una importante pérdida de aprendizaje para una buena parte del alumnado. La gravedad de esta pérdida incide más en los vulnerables y los rezagados por el efecto acumulativo en sus desigualdades de partida.
También influye la etapa: para un alumno de 2º de Bachillerato los efectos de la situación pueden ser dramáticos por la EvAU, mientras que en cursos más bajos no tendría por qué si el próximo curso se adapta el currículo y se establecen medidas compensatorias eficaces.
El problema de fondo es que la asfixia educativa no es nueva. Este virus existe y afecta a miles de niños y niñas desde mucho antes del confinamiento y, aunque se conocen numerosas vacunas y remedios, apenas se han aplicado. Por tanto, si antes de la llegada de la COVID-19 la desigualdad educativa no se atajaba decididamente mediante planes, recursos y estructuras eficaces, ¿podemos confiar en que se hará ahora?
En segundo lugar, se está confundiendo la evaluación, que sirve para mejorar el aprendizaje, con la calificación, que sirve para clasificar al alumnado.
La escuela está cerrada y no puede garantizar las condiciones de aprendizaje. Por tanto, no debe responsabilizar al alumnado de lo que aprende, ni del ritmo al que lo aprende. De esta forma, tampoco puede dictar una calificación válida, fiable y justa, aunque la evaluación con intención formativa deba seguir aplicándose.
En estas circunstancias, lo más oportuno es parar el curso a efectos de calificación durante el cierre de los centros —o al menos que las calificaciones posteriores no penalicen en ningún caso— y prepararse para compensar las desigualdades en lo que queda de curso a distancia y, sobre todo, cuando vuelvan las clases presenciales.
Estamos solo en el comienzo de una emergencia social y educativa que, a estas alturas, no puede cogernos desprevenidos. Es urgente construir un escudo educativo que proteja al alumnado y potencie el aprendizaje de todas las personas, desde ahora y en el futuro, con o sin emergencia sanitaria. Para ello, resulta esencial al menos:
En definitiva, necesitamos enfocar todos nuestros esfuerzos a cuidar al alumnado y a paliar unas desigualdades que, si bien ya eran profundas, la actual situación dejará dolorosamente visibles.
Nos situamos ante dos posibilidades: una, que seamos capaces de establecer medidas estructurales y perdurables para garantizar el derecho a la educación de todo el alumnado; y otra, que la inacción nos lleve a profundizar en las desigualdades de forma que, por el camino, el sistema educativo pierda su sentido fundamental.
José Miguel Martín es maestro de Educación Primaria y miembro del equipo promotor de la ILP por una escolarización inclusiva.
Jesús Rogero García es profesor de Sociología en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro del equipo promotor de la ILP por una escolarización inclusiva.