El referéndum sobre la permanencia de Reino Unido en la Unión Europea ha tenido como resultado que el país saldrá de la Unión, aunque con un porcentaje de votos muy ajustado. El 51,9% de los votantes se ha mostrado a favor frente al 48,1% en contra. La consulta ha confirmado los riesgos de las decisiones populistas: ha dividido a la ciudadanía británica, la gente ha respondido de forma simple a un problema complejo y se pone en grave riesgo su economía, así como la estabilidad y el futuro de la Unión Europea.
Desde su ingreso en 1973, el Reino Unido ha tenido muchos desencuentros con el proceso de integración europea. Era una gran potencia que acababa de perder su imperio. Por ser un Estado poderoso y necesario ha tratado de lograr en cada momento condiciones especiales y privilegiadas, intentando forzar a los demás Estados miembros de la Unión Europea a revisar los tratados según los gustos e intereses británicos hasta obtener un estatuto especial.
Hay varios factores, además de una torpe promesa con fines electorales, que explican esta vuelta a la carga de la reevaluación de su relación con Unión Europea: la crisis económica y financiera –aun siendo una economía saneada–, el recelo e incomodidad con un proceso integrador que avanza cada día, la libre circulación y residencia de los ciudadanos masivamente utilizada por los nuevos miembros del Este y, sobre todo, el aumento en el apoyo electoral a los partidos populistas antieuropeos.
El premier Cameron, con su irresponsable promesa electoral de enero de 2013, presionó hasta lograr una decisión de los Jefes de Estado o de Gobierno (los días 18 y 19 de febrero de 2016) sobre la interpretación y aplicación de algunas normas europeas a fin de presentar ante la opinión pública británica unas mejoras en su relación con la Unión y hacer campaña a favor del referéndum.
A pesar de ese favorable acuerdo político para el Reino Unido, el referéndum ha confirmado los riesgos de las decisiones populistas: ha dividido a la ciudadanía británica (la gente mayor contra los jóvenes, unas regiones contra otras, el riesgo de la partición del Reino Unido –Escocia independiente y el Ulster unificado con Irlanda–); la gente ha respondido de forma simple a un problema complejo; y se pone en grave riesgo su economía, así como la estabilidad y el futuro de la Unión. De esta forma, el “no” a la permanencia en las condiciones pactadas en la decisión de febrero aboca al Reino Unido a escenarios inquietantes en su política interna y externa.
Las incómodas alternativas a la Unión Europea
Se han hecho muchos análisis sobre las alternativas que tiene el Reino Unido y ninguna es creíble ni comparable con la actual. La primera, negociar un acuerdo de retirada con una incierta relación privilegiada o no. La segunda, integrarse en el Espacio Económico Europeo (como Noruega, aceptar las normas sin participar en su adopción, humillando al Reino Unido y a los partidarios del Brexit: tendrán casi lo mismo que ahora pero no podrán influir ni participar, aceptarán nuestras decisiones).
La tercera opción pasa por integrarse en la EFTA (regreso a 1960, una organización de libre comercio fundada por el Reino Unido y abandonada en 1974; en ella solo permanecen Noruega, Islandia y Suiza). La cuarta propuesta es el modelo suizo, con cientos de acuerdos sin acceso a los servicios y la City cortocircuitada y con riesgo de deslocalización hacia el continente.
La quinta, negociar un acuerdo de libre comercio con la UE. La sexta, negociar una Unión Aduanera (como Turquía) sin acceso al mercado interior, y la última, limitar sus relaciones a las reglas de la Organización Mundial del Comercio (el trato dado a Rusia, China…).
De aquí a dos años, si no hay algún acuerdo, habrá que restablecer los aranceles y las reglas de la OMC para los productos que procedan del Reino Unido, y ellos podrán también poner un derecho aduanero a los productos que se vendan a su país.
Reconstruir su red de acuerdos con el resto del mundo
Un efecto claro del triunfo del Brexit será la necesidad imperiosa para el país de reconstruir toda la red de acuerdos comerciales y económicos, incluidos los de inversiones, pesqueros o medioambientales que tiene tendidos la Unión Europea con diversos países, grupos de Estados y organizaciones internacionales.
Desde mañana deberá comenzar a hacerlo con rapidez para poder sustituir la maraña de acuerdos que le permitan conectarse con el comercio y la economía internacional y seguir comerciando con terceros Estados y, a ser posible, antes de los dos años de plazo máximo –desde la notificación oficial de la retirada y no de la fecha del referéndum– para negociar en paralelo sus nuevas relaciones (comerciales y demás ámbitos) con la propia Unión.
Incluirá ese veloz esfuerzo negociador el examen de los compromisos internacionales en materia medioambiental que tiene concluidos la Unión y tendrá que asumir el desarrollo normativo interno de los convenios internacionales, concluidos en el marco de la Naciones Unidas y de otras organizaciones y conferencias internacionales, y que hasta ahora ejecutaba normativamente la Unión.
Todo ello, negociar acuerdos, cientos de acuerdos, y su desarrollo legislativo interno –como reconocía el Gobierno británico–, lo hará desde la inexperiencia de más cuarenta años sin sostener negociaciones, en especial las comerciales, con terceros Estados y sin la infraestructura técnico-diplomática desempeñada por la Comisión.
Efectos en la política exterior
El abandono británico no cambiará tan rápidamente la política exterior de la Unión Europea que, probablemente, seguirá siendo intergubernamental. La ausencia británica no posibilitará una política exterior y de seguridad propia y de impacto. Será algo menos difícil, quizás funcione algo mejor, pero las percepciones y sensibilidades siguen siendo variadas y contrapuestas, y la pérdida de confianza interna y externa por la retirada puede llevar a la Unión a la confusión y la parálisis.
No habrá automatismos en los beneficios potenciales y una Unión Europea sin los británicos perderá credibilidad por su prestigio y capacidad de influencia ante el mundo. Quedará limitada la ambición y el alcance estratégico de la Unión. Se verá en esa pérdida una prueba más del declive del continente.
La aspiración de que Gran Bretaña sea una nación independiente sin ataduras y un actor relevante en el ámbito internacional no es creíble debido a la cambiante realidad internacional en la que los Estados solo controlan una parte del poder, y también a que los problemas globales son desequilibrantes, desde el cambio climático a los Estados fracasados y al terrorismo yihadista.
La retirada les librará de algunas desventajas de operar a través de la Unión, como son las dificultades europeas para la formulación y ejecución de una estrategia exterior fuerte y clara; pero tendría el Reino Unido que renunciar a que la UE refleje sus intereses y prioridades. Si el Reino Unido es considerado como una potencia influyente en el mundo, si se le considera potencia, es por ser miembro de la Unión Europea y ejercer influencia en materia de política exterior.
La pertenencia del Reino Unido a la UE forma parte de su soft power. También puede decirse en sentido inverso, la presencia y fuerza disuasoria británica es parte considerable del soft power europeo. La interacción es mutua: se beneficia y nos beneficia por ser una economía saneada, un Estado con inmejorables relaciones exteriores y el de mayor influencia internacional de la Unión. No poder contar con su prestigio internacional nos debilitaría extraordinariamente, en especial cuando los intereses económicos y geoestratégicos se desplazan a Asia.
Política de seguridad y defensa
Sin el Reino Unido en la Unión habrá menos oposición a la Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD) y a la futura política de defensa propia europea. Gran Bretaña tiene un veto permanente sobre el desarrollo de la PCSD y se ha asegurado de forma consistente de que sea compatible con la OTAN. Al abandonar la Unión, perderá esa influencia y sus temores podrían convertirse en una realidad.
Sin el Reino Unido, se perderá a una potencia nuclear y miembro del Consejo de Seguridad, así como las mejores capacidades militares disponibles. Este poder viene acompañado de una cultura estratégica: es un Estado con determinación, con influencia decisiva en el seno de la OTAN y que sabe combinar esos activos, junto a su experimentada red diplomática, para transformarlos en influencia global.
Reino Unido perdería la condición de miembro de Europol y de EuroJust, instrumentos que coordinan la lucha contra la delincuencia grave y organizada entre los países de la UE. La cooperación judicial penal –en concreto, grandes avances como la orden de detención y entrega europea, y la obligación de reconocimiento mutuo de decisiones judiciales– ya no sería aplicable al Reino Unido, de modo que habría que volver a los lentos, complejos e inseguros convenios internacionales de extradición y de reconocimiento de sentencias extranjeras. Se perdería eficacia, mucha eficacia. Será preciso una intensa cooperación británica y europea que evite vacíos.
Sin el Reino Unido, la Unión Europea no podría asumir plenamente los riesgos que corre su seguridad; pero en situaciones que pongan a prueba la paz en Europa, el Reino Unido no se podrá desentender de la acción conjunta, ya como socio atlántico, ya como socio externo. Es cierto que los compromisos del Reino Unido, como los del resto de Estados europeos de la OTAN, permanecen en el seno de la organización militar atlántica.
Consecuencias intracomunitarias, en especial, para España
Internamente, el Reino Unido tendrá que afrontar que Escocia es abiertamente europeísta y el fantasma del independentismo se agudizará: la partición del Reino Unido será altamente probable, con los efectos de emulación que ello pueda tener en otros Estados miembros. Los acuerdos del “Viernes Santo” (1998) para Irlanda del Norte tienen como referencia de fondo la común pertenencia de Irlanda y el Reino Unido a la Unión Europea, proceso que se podrá ver interrumpido al salir de la Unión originando la reapertura de los controles fronterizos de personas y mercancías entre Irlanda y el Ulster.
La retirada británica tendrá consecuencias para Gibraltar. Los Tratados internacionales no son compartimentos estancos; el Tratado de Utrecht permite el cierre de la comunicación terrestre entre el territorio cedido de Gibraltar y el territorio español circunvecino con plena discrecionalidad por parte de España. Desde la adhesión en 1986 a los Tratados comunitarios, España perdió aquella facultad al estar obligada por la normativa europea a garantizar la libre circulación, residencia y derecho a trabajar de los nacionales de todos los Estados miembros.
Con la retirada del Reino Unido, al dejarse de aplicar los tratados de la Unión de aquí a dos años –y a reserva de los que se pacte entre los 27 y el Reino Unido para su salida ordenada y la futura relación–, se restablecerían para España los derechos que le reconoce el Tratado de Utrecht (cierre o apertura a discreción) para el paso de personas, vehículos y mercancías con los debidos controles unilaterales. No obstante, no tendría sentido alguno el cierre ni sería bajo ningún concepto aconsejable: por razones políticas, humanas y humanitarias, además de las económicas, el paso debe estar abierto de forma general en las condiciones que España establezca.
Así pues, España recobraría, sin las agobiantes inspecciones de la Comisión Europea, la plena facultad de hacer controles tan rigurosos como estime oportuno y conveniente y, llegado el caso, cerrar el paso puntualmente cuando lo estime necesario. El trato a los gibraltareños (entrada, salida) sería el propio de nacionales de un Estado tercero. El acceso futuro a la residencia –o segunda vivienda–, así como al ejercicio de actividades laborales y profesionales podrá –y debería– limitarse o impedirse, si bien habrá que tener en cuenta el previsible acuerdo entre Reino Unido y Unión Europea, en el que España debe estar muy vigilante para no otorgar facilidades o ventajas sin compensaciones adecuadas.
Sin embargo, en cuanto al derecho de residencia, propiedades, negocios y conjunto de derechos “adquiridos” en estos años de común pertenencia a la Unión por los gibraltareños, así como los del conjunto de ciudadanos británicos con residencia permanente en España, no se verán afectados, por lo que los derechos, obligaciones o situaciones jurídicas creadas durante la vigencia de los Tratados de la Unión deberán ser respetados (art. 70.1 del Convenio de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969). La futura transmisión de los mismos por sus titulares podría ser condicionada por España.
En consecuencia, la múltiple controversia se abrirá en todos sus frentes: colonial (territorio cedido), territorial (istmo usurpado), marítima (la delimitación de los espacios marítimos) y aérea. España deberá presionar para poner fin a la laxitud gibraltareña y británica en materia de fiscalidad, sociedades, servicios y descontrol de comercio de mercancías que tanto daño causa a España y a la economía del entorno. La Verja y su pleno control debe ser un arma negociadora.
Incertidumbre para la humanidad
El daño al proceso de integración ya se ha consumado. El tiempo gastado en dos Consejos europeos monográficos sobre la amenaza británica de retirada nos ha impedido ocuparnos seria y concienzudamente de la posibilidad de un acuerdo de paz en Siria y de poner fin al flujo de refugiados.
Hay que reconocer que el Gobierno conservador ha sembrado la desconfianza hacia la democracia representativa y se presenta como poco fiable en la escena internacional. Es una incoherencia y frivolidad que el Reino Unido haya echado a la suerte de un referéndum su permanencia en la Unión, cuando su salida por accidente puede desestabilizar a la Unión Europea. Nuestra desestabilización es el mayor riesgo para la seguridad del Reino Unido.
Para los europeístas y las instituciones europeas, curtidas en cientos de crisis, la retirada británica debería servir a la Unión Europea para poder emprender un salto cualitativo sin frenos en la línea de reformas profundas proyectadas en el Informe de los cinco presidentes de 2015 o el todavía más ambicioso de la propia Comisión. Sin embargo, ahora calma y esperar a los procesos electorales en Alemania y Francia, y pensar con cabeza qué y cómo haremos en las reformas en 2019.
Es cierto que la Unión viene dando muestras de debilidad en su proyecto político, en especial desde las ampliaciones del siglo XXI. No nos engañemos, la causa de nuestros males son las precipitadas ampliaciones de 2004, 2007 y 2013.
Más allá de los riesgos económico-financieros, de los más limitados en las relaciones exteriores y de seguridad, el peligro es la desestabilización de Europa por la emergencia de los totalitarismos de derecha e izquierda: el nacionalismo, el proteccionismo, la xenofobia, las fronteras.
Con la retirada, el efecto dominó es un riesgo objetivo de desmantelamiento de la Unión Europea y propiciará el triunfo del populismo nacionalista (de derechas y de izquierda) en el continente y, con ello, el descontrol e inseguridad en toda Europa. ¿Volveremos a 1939, 1914, al siglo XIX?
El riesgo político es de primera magnitud, puede durar más de una década y condicionar este siglo. Además del shock financiero y económico, este se puede ver multiplicado por el político. Muy mal para la Unión Europea, pésimo para Reino Unido. Un desastre histórico para el Reino Unido, un pulso a la paz en Europa y una grave incertidumbre para la humanidad.
Araceli Mangas Martín es catedrática de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid; miembro del Consejo Científico del Real Instituto Elcano y Académica de Número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas de España.
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