La vida y la muerte están separadas por una delgada línea, una frontera que los cirujanos tratan de ganar en cada operación. En sus más de 11.000 intervenciones, el cardiocirujano Stephen Westaby aprendió a no rendirse nunca ni a involucrarse emocionalmente para seguir operando aunque la muerte ganara. Lo recuerda en sus memorias, Vidas frágiles.
En 35 años como cardiocirujano, Stephen Westaby (Inglaterra, 1948) calcula que perdió entre 300 y 400 pacientes. No sabe la cifra exacta. Tampoco lleva la cuenta del número de personas que salvó.
El médico hace autocrítica de su carrera en Vidas frágiles (2018), sus memorias traducidas al castellano un año después de su edición en inglés. Nacido en una familia muy humilde (“pobres como ratas”), su vocación por la cirugía se le despertó con solo siete años, mientras veía en la BBC un programa sobre cirujanos, Your life in their hands (Tu vida en sus manos, en castellano).
Las dolorosas muertes de sus abuelos por problemas cardíacos le marcaron profundamente y a partir de ahí, su vida se centraría en salvar el mayor número de vidas con complicaciones cardiovasculares. Pese a lo que pudiera parecer, el libro no está teñido de tristeza. Westaby lo salpica del característico humor británico. “La parca espera subida a la chepa de todo cirujano”, bromea.
Lejos de caer en sentimentalismos y tal vez influido por el programa que inspiró su carrera, el ritmo con el que describe cada intervención quirúrgica es muy ágil. El lector tiene la sensación de estar viendo un capítulo de la trepidante serie de Urgencias, con la vida pendiendo de un delgado hilo.
Porque así es la rutina de los cardiocirujanos. La primera operación que presenció Westaby se saldó con el fallecimiento de la paciente, una joven madre de un bebé. Lejos de desanimarse, eso le motivó para seguir adelante. Eso sí, se fijó un lema: “Nunca te involucres”.
Si algo caracteriza al cardiocirujano es su predilección por los casos que rozan lo imposible. Nada le daba miedo. Su valentía salvó a un operario quemado por una caldera con la tráquea destrozada o a un niño de Ciudad del Cabo (Sudáfrica) a quien una explosión dejó casi ciego y con la tráquea y los bronquios inservibles. También operó a una mujer embarazada a la que recomendaban que abortara para seguir con vida. Westaby consiguió salvarla a ella y al feto.
Aunque en muchos casos los pacientes se recuperaban y vivían una larga vida, algunos, como el niño sudafricano, fallecían al cabo de unos meses por causas ajenas a la operación, lo que llenaba de impotencia al cirujano. “A veces la vida es una mierda”, se lamenta.
A lo largo de su carrera trabajó en los principales hospitales de Reino Unido y realizó más de 11.000 operaciones cardíacas. Uno de sus grandes logros fue implantar un nuevo tipo de corazón artificial, la única esperanza para los pacientes que no podían recibir un trasplante.
Con un enchufe eléctrico en la cabeza, una turbina en el corazón que giraba a 12.000 revoluciones por minuto sin dañar a las células sanguíneas y una circulación sin pulso, los pacientes a los que les implantaba este corazón artificial parecían ciborgs; felices humanos-máquina por haber burlado a la muerte.
En la trepidante carrera del cardiocirujano, con escaso tiempo para dormir y enganchado a la adrenalina de cada operación, la gran damnificada fue su familia. Aunque a lo largo del libro apenas lo menciona, en el capítulo de agradecimientos sí entona el mea culpa.
“Me pasaba horas y horas pugnando por salvarle la vida a los hijos de otros, pero nunca dediqué el tiempo que debía a estar junto a los míos”, reconoce. Westaby aprovecha sus memorias para hacer una férrea defensa de la sanidad pública y arremete contra las limitaciones presupuestarias de los hospitales de Reino Unido, que les impiden contar con dispositivos para salvar más vidas.
Su característico optimismo se viene abajo por la situación actual de la cardiocirugía en su país. La decisión del Servicio Nacional de Salud de Inglaterra de publicar las tasas individuales de mortalidad de pacientes de los cirujanos desanima a los nuevos médicos a elegir esa especialidad. “Es un sistema anquilosado en una burocracia absurda, que te premia con la exposición pública por una racha de mala suerte”, denuncia.
Como colofón a su carrera, participó en una nueva edición del programa que le llevó a los quirófanos, Your life in their hands. Pese a sus reticencias, abandonó las mesas de operaciones en junio de 2016, a los 68 años, aquejado por una deformación de las articulaciones y por problemas de espalda fruto de los interminables turnos de trabajo. Tuvo que pasar por el quirófano para tratar su mano derecha, pero esta vez la adrenalina la sintieron otros.
Título: Vidas frágiles.
Autor: Stephen Westaby.
Editorial: Paidós.
Fecha de publicación: mayo de 2018.
Páginas: 333.
Precio - edición papel: 20 €.
Precio - eBook: 11,99 €.