¿Qué se considera normal? ¿Cómo se diagnostica un trastorno del neurodesarrollo? ¿Qué deben hacer los padres y las madres si perciben algún signo de alarma? ¿Hasta qué punto es importante ponerle un nombre? María José Mas habla de ello en el libro El cerebro en su laberinto. Los trastornos del neurodesarrollo; y denuncia la falta de una red pública que garantice estos servicios esenciales para la infancia.
Dice en el prólogo del libro que “el cerebro sirve para adaptarte”. De ahí que cuando su desarrollo se ve entorpecido resulten capacidades distintas que dificultan ajustarse al entorno. El libro es El cerebro en su laberinto. Los trastornos del neurodesarrollo, publicado en la editorial Next Door por María José Mas, neuropediatra y autora del blog Neuronas en Crecimiento. Es un viaje por los desvíos de la normalidad con anécdotas de quienes los han estudiado, recalcando la importancia de la individualidad y de la atención personal a pesar de la existencia de síntomas comunes. Un viaje que incluye un guía sobre los aspectos más importantes a observar.
Estos trastornos van desde parálisis cerebrales hasta los distintos grados y variantes del autismo, pasando por el déficit de atención e hiperactividad o problemas con el lenguaje. Hablamos con ella sobre etiquetas, diagnósticos e incertidumbre. Sobre lo normal y lo individual, sobre la importancia de la atención temprana y su preocupante situación.
El libro comienza intentando definir el concepto de normalidad, que no parece nada sencillo. ¿Quién es normal? ¿Se puede equiparar a lo más común? ¿Es lo más común lo más adaptado?
Sí, yo entiendo la normalidad como lo más habitual, y como en cualquier especie biológica lo más habitual es lo más adaptado porque ha sobrevivido más fácilmente. Pero es un concepto que hay que tratar con delicadeza, porque lo que se sale de lo normal no significa anormal, al menos no en el sentido que ha adquirido. No se trata de contrarios, se trata de un continuo dentro de una población. Creo que todos tenemos un problema con estas palabras y con sus significados.
Incluso las propias personas con alguno de estos trastornos viven esas palabras de forma diferente. También recoges que algunos se autodefinen como autistas o hiperactivos, por ejemplo, mientras que otros prefieren decir que tienen autismo o hiperactividad.
Por mi experiencia, los adultos con autismo —que es una de las condiciones más estigmatizantes— suelen preferir decir “soy autista”. Porque no lo viven como una enfermedad. Eso es algo que suele costar más a los padres o a los familiares, prefieren cambiar la palabra o usar la expresión “tiene autismo” en vez de “es autista”, aun sabiendo que no es lo único que los define.
También hay movimientos que defienden que el autismo, por ejemplo, no es un trastorno, sino una expresión más de lo que llaman neurodiversidad. Pero recuerdo una frase de Kim Stagliano, madre de tres hijas autistas, que dice que los partidarios de este movimiento “quieren pensar que el sonido en la noche es una rama contra la ventana, no un ladrón. Pero el autismo es un ladrón”. ¿Qué opina de esto?
Yo, como profesional, asumo que las personas vienen a consultarme porque no se sienten bien. Yo odio la expresión “etiquetar”, porque lleva a pensar en algo rápido y estanco. Pero mi obligación es hacer un diagnóstico, y eso es otra cosa, es un proceso necesario para servir de ayuda. Creo que no hay que huir de la palabra trastorno, porque al fin y al cabo es algo que genera problemas. Pero también hay que evitar caer en la visión excesivamente patologicista que la medicina puede tener de las enfermedades mentales.
Siguiendo con frases, hay una novela de la escritora Alicia Kopf que se llama Hermano de hielo y que trata, entre otras cosas, de su hermano autista. En un momento dice esto: “Cuando llegué al mundo él ya estaba ahí, y durante muchos años fue un enigma, una cosa sin nombre. A mi hermano mayor lo diagnosticaron cuando tenía treinta años. Agradecí poder dar nombre a eso, aunque no fuera el más acertado. Creo que desde entonces he podido hablar más de ello. Es muy importante que las cosas tengan nombre, si no, no existen. Que el nombre hace la cosa es muy cierto”.
¿Piensa usted parecido?
Me parece una reflexión muy buena. Lo peor que puede soportar una persona, como estamos comprobando estos días, es la incertidumbre. La incertidumbre es horrible. Y la medicina es una lucha constante contra la incertidumbre. Cuando una familia viene preocupada por su hijo o hija buscamos qué es a lo que más se parece y le damos un nombre. Eso no deja de ser algo artificioso, porque en realidad esas divisiones tan claras no están en la naturaleza, pero sacar a esas personas de la incertidumbre les permite tomar decisiones.
En el libro dice también que poner un nombre facilita la comunicación y que rebaja la ansiedad, incluso de los padres.
Exacto. Primero porque favorece que todos los entendamos. Segundo porque si yo le puedo explicar a una persona por qué le pasa lo que le pasa, le puedo ayudar, aunque cueste, a entender por qué los otros piensan de forma diferente a como ella lo hace. De hecho, las personas a las que se diagnostica autismo de adultas sienten un alivio enorme: les permite explicarse muchas de las cosas que viven y que les pasan y eso disminuye su ansiedad. Es algo que pasa mucho en mujeres, en las que el diagnóstico suele hacerse mucho más tarde.
¿Por qué?
Una razón es que la sintomatología femenina está menos estudiada. De forma grupal —que no individual—, las mujeres tienen mejores habilidades verbales y sociales. Las niñas con rasgos autistas compensan sus déficits porque hacen una cosa que se llama simulación: imitan muy bien. En ellas habría que profundizar más en temas como la abstracción o la imaginación, y ahí solemos encontrar obsesiones bastante características.
Para identificar signos de alarma en el neurodesarrollo existen una serie de ventanas que se explican en el libro y que tienen que ver con el orden de maduración normal: primero la parte motora —del movimiento—, después el lenguaje y finalmente la conducta. Hasta que no están desarrolladas estas áreas no puede observarse un déficit. Sin embargo, hay signos que pueden ser sutiles, y como los intervalos de maduración son amplios, los momentos pueden ser muy diferentes entre unos niños y otros. Si la detección precoz es clave, ¿cómo hacer para observarlo con atención pero sin angustia?
Sí, esas ventanas son muy útiles, aunque hay que reconocer que son un poco artificiales: en realidad todo madura a la vez, lo que sucede es que lo hacen a velocidades diferentes. Y además estos circuitos están muy relacionados, es falso que para cumplir una función se necesite solo una parte del cerebro, de ahí que también los síntomas tiendan a solaparse y que casi todos los trastornos tengan alguna afectación motora, del lenguaje y de la conducta.
Yo creo que, ante todo, lo primero que deben hacer los padres y madres es disfrutar de los avances que hace su hijo. A día de hoy, al menos en el mundo occidental, casi todo el mundo es padre o madre porque quiere, y es una situación para disfrutarla. Lo que les aconsejaría es que no los comparen constantemente y de forma individual con otros niños del entorno, porque los intervalos de desarrollo son muy amplios. Ahora bien, si algo les preocupa, que lo consulten con su pediatra, que no tengan ningún reparo. Y si no les convence la consulta, que acudan a otro. Y que tengan en cuenta también que acudir al doctor Google suele ser muy malo.
En el libro se cita el peligro de las pseudociencias, de gente que puede aprovecharse de la vulnerabilidad de estas situaciones. Pero desde fuera también se piensa a veces que los profesionales no se ponen de acuerdo. Un ejemplo es el del Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH): unos dicen que está sobrediagnosticado y que se está medicalizando la vida cotidiana y otros, en cambio, que faltan bastantes casos por diagnosticar y a los que se podría ayudar.
Bueno, la subjetividad de quienes diagnosticamos estos trastornos es imposible eliminarla. En el fondo estamos valorando que una persona no se adecúa a lo que se espera de ella, y lo que se espera de ella varía según el entorno y las sociedades. Por ejemplo, la educación en Francia es muy formal y reglada, y los niños que sufren lo que llamamos TDAH tienen más difícil adaptarse. Otro ejemplo es el de los años 40 en España, donde el autismo pasaba casi desapercibido. Como lo fundamental era seguir las normas y los niños con autismo eran los mejores en eso, se les consideraba incluso los niños modelo.
En realidad no sabemos bien qué es el TDAH. Sí sabemos que tiene un origen biológico, porque si no, no respondería a un tratamiento con un fármaco, pero como sucede en el resto de estos trastornos, no tenemos un marcador biológico objetivo que nos dé el diagnóstico. Lo que sí sabemos es que si damos la atención adecuada, incluyendo atención psicológica, pedagógica y social a un niño con un problema de adaptación, que es lo que es el TDAH, mejora y puede no necesitar tratamiento farmacológico. No creo que sea realmente una controversia. Lo importante es que en ese momento la persona sufre y que podemos ayudarla.
Volviendo a los síntomas, al fin y al cabo son la herramienta que tenemos para identificar y diagnosticar estos trastornos. ¿Hasta qué punto es importante el diagnóstico precoz?
El diagnóstico precoz es fundamental. Primero porque disminuye la ansiedad y mejora la dinámica familiar. Pero también porque permite iniciar antes el tratamiento. Me gusta comparar el neurodesarrollo con la construcción de una casa. Si hay una alteración y se mejora en los momentos iniciales, todo el edificio tendrá después un mejor asentamiento. Un ejemplo muy evidente es el del síndrome de Down. Hace solo unas décadas su pronóstico era muy malo porque no solo no se les ayudaba, sino que se les ocultaba con vergüenza. Sin embargo ahora, atendiéndolos, llegan a la edad adulta con una capacitación social y laboral muy distinta. En general algo debería quedar claro, y es que si se atienden debidamente estos trastornos solo pueden mejorar.
Para eso es indispensable la atención temprana. ¿Cómo esta la situación en España? Las familias se quejan de listas de espera y de que solo se financie hasta los seis años de edad.
Mira, decir que es francamente mejorable es ser muy suave. La realidad es que no le importa a casi nadie. Además, está muy mal entendido por quienes lo gestionan: creen que es una inversión poco útil porque afecta aparentemente a un pequeño porcentaje de la población, pero si decimos que solo pueden mejorar es evidente que conseguiríamos adultos mucho más autónomos e integrados en la sociedad. El hecho es que no hay recursos públicos suficientes y que encontramos en consulta situaciones sangrantes con familias que no pueden permitirse pagar la atención que necesitan sus hijos.
Claro que hay listas de espera, y es difícil de aceptar. A nadie se le ocurre que te diagnostiquen un cáncer y te hagan esperar tres meses hasta atenderte. Pues en las edades tempranas, entre los 0 y los 3 años se establecen mil conexiones nerviosas por segundo. Si espero tres meses, ¿cuántas conexiones mal hechas se forman?
Y tampoco debería ser solo hasta los seis años, que a veces tampoco se llega, debería continuar. La teoría es que luego se suple en el colegio, pero en realidad no se dispone del suficiente profesorado especializado. Tengo miedo de que sea una batalla perdida.