El 18 de abril de 1955 fallecía Albert Einstein a causa de una hemorragia interna causada por la ruptura de un aneurisma de aorta abdominal que había sufrido dos días antes. El físico alemán rechazó la cirugía afirmando: “Quiero marcharme cuando elija. No tiene sentido prolongar la vida artificialmente. Ya he hecho mi parte, es momento de partir. Y lo haré con elegancia”.
Einstein había nacido 76 años antes en una familia judía de la ciudad de Ulm (Alemania). Cuando era pequeño, su tío Jacob le transmitió la pasión por la ciencia al regalarle sus primeros libros de divulgación.
Aunque no era tan mal estudiante como dice la leyenda, tuvo problemas con la rigidez de sus profesores y, debido a su desidia, solía obtener resultados mediocres en las asignaturas de letras. Y es que el joven Albert tuvo claro que la Física era su gran pasión.
Cuando obtuvo el grado de doctor, en 1905, publicó una serie de artículos en los que expuso su teoría de la relatividad especial. En el último enunció la que probablemente sea la ecuación más conocida de la ciencia: E=mc2.
Estos hallazgos se vieron completados en 1915, cuando definió su teoría de la relatividad general. El día después de que sus postulados se confirmaran tras la observación de un eclipse solar, el London Times tituló: “Revolución en la ciencia. Nueva teoría del universo. Las ideas de Newton, derrocadas”.
Tan evidente era que iba a obtener el Premio Nobel que cuando se divorció de su primera esposa acordó que le daría la mitad del dinero del galardón. Sin embargo, sus ideas habían levantado tal polémica entre los científicos que cuando se lo dieron –en 1921– no fue por su teoría de la relatividad, sino por su descubrimiento de la ley del efecto fotoeléctrico.
Durante sus últimas décadas de vida, Einstein intentó descubrir una gran teoría unificada de la física, pero falleció sin haberlo conseguido. Hasta los grandes genios tienen sus límites.
Más de cuarenta años después de su muerte, en 1999, la revista Time lo elegiría como la “persona más influyente del siglo XX”.