El 27 de noviembre de 1895, Alfred Nobel firmaba su testamento en París. En él establecía la creación de un fondo que se emplearía para otorgar cinco premios anuales.
“La totalidad de mis bienes realizables deberá ser utilizada de la manera siguiente: el capital, invertido en valores seguros por mis albaceas, constituirá un fondo cuyos intereses serán distribuidos cada año en forma de premios a las personas que, durante el año anterior, hayan aportado los mayores beneficios a la humanidad”, dictaba el texto.
El químico e inventor sueco –llegó a inscribir más de 350 patentes, incluida la de la dinamita– establecía así la creación de un galardón que buscaba premiar a los más destacados en los campos de la literatura, la fisiología, la medicina, la física, la química y la paz.
Tras su muerte en 1896, por una hemorragia cerebral, comenzaban las luchas testamentarias y un lento camino, con cierta oposición social e institucional, que culminaría en diciembre de 1901 con la entrega de la primera edición de los Premios Nobel.
Desde entonces, la ceremonia de entrega se realiza de forma tradicional en el aniversario de la muerte su creador, un hombre preocupado por el avance científico y por la idea de pasar a la historia por ser el inventor de lo que un periódico francés describió en un obituario prematuro –y que el inventor puedo leer– como “la forma de matar a más gente más rápido que nunca”.