En 1962 tres científicos –James Watson, Francis Crick y Maurice Wilkins– obtuvieron el premio Nobel de Fisiología o Medicina por su descubrimiento –una década atrás– de la estructura del ADN. Lo que muchos no saben es que sin la 'colaboración' de la química Rosalind Franklin (Londres, 1920-1958) aquel Nobel no hubiese recaído en esta terna de hombres.
En 1953 Franklin tomó su famosa fotografía 51, en la que utilizó la difracción de rayos X para capturar la estructura de doble hélice del ADN. Se la enseñó a su compañero de trabajo, que no era otro que el futuro Nobel Maurice Wilkins, que se la mostró sin su permiso a Watson y Crick. El resto es el relato de una de las mayores afrentas de la historia de la ciencia.
Franklin fue una investigadora vocacional. A los 17 años decidió poner su vida al servicio de la ciencia. Se graduó en biofísica a los 21 años en la Universidad de Cambridge y estuvo siete años en París dedicada a la investigación sobre difracción de rayos X. En 1951 fue aceptada en el King's College de Londres, donde empezó a colaborar en un proyecto de ADN que llevaba meses en vía muerta.
Seguramente, Rosalind no se imaginaba que poco después estaría relacionada con uno de los mayores descubrimientos de todos los tiempos. La revista Nature publicó en abril de 1953 el artículo Estructura molecular de los ácidos nucleicos, donde se revelaba la forma de doble hélice del ADN. Lo dramático para la científica es que su rol se vería reducido a la de un mero asistente técnico, mientras la gloria se la llevaban Watson, Crick y Wilkins.
Murió el 16 de abril de 1958, con 37 años de edad, víctima del cáncer. Esto ha sido citado para justificar por qué no fue incluida en el olimpo de los científicos: el Nobel no se concede a título póstumo. La verdadera razón de su falta de reconocimiento está anclada en las raíces de una sociedad que ha dado la espalda al papel protagonista de las mujeres en la ciencia.