La visión del científico heroico y puro sigue muy presente en nuestro imaginario; de ahí el escándalo con el que recibimos las recurrentes noticias sobre el comportamiento censurable de algún investigador. Cuestionar esas visiones edulcoradas es el cometido de Los pecados de dos grandes físicos: Newton y Einstein, obra de Eduardo Battaner. No tenían un pelo de inmaculados, pero, como afirma el autor, “el sabio imperfecto puede hacer una ciencia perfecta”.
Cuando Auguste Comte, el padre del positivismo, pergeñó en 1849 un calendario en donde, en lugar de los santos cristianos, figuraban eminencias del pensamiento y de las artes como Arquímedes, Volta o Cervantes, dio un impulso decisivo a la transformación del científico en un santo laico.
Coherentes con ese estatuto sacro, las biografías de científicos se inspiraron en las vidas de los santos. Las hagiografías –de contenido en gran medida imaginario– repetían la trayectoria de Jesús: eclosión a tierna edad de su vocación, toma de conciencia de su misión salvadora, ejecución de milagros, reconocimiento público de su santidad y un final trágico en el martirio.
De modo similar, en las biografías de sabios el protagonista manifestaba precozmente su avidez por el saber; conforme crecía demostraba dotes intelectuales fuera de lo común; ya de adulto, sorprendía al mundo con invenciones o hallazgos excepcionales.
Al igual que el santo, carecía de máculas; era desinteresado, imbuido de una enorme disposición al sacrificio en aras del conocimiento: en suma, un ejemplar benefactor de la humanidad.
Si acaso, se diferenciaba de las hagiografías en el desenlace, pues la mayoría de los biografiados moría pacíficamente. Con todo, no escaseaban los finales dramáticos: Giordano Bruno, quemado por la Iglesia; Marie Curie, envenenada por sus experimentos; Dian Fossey, asesinada por los cazadores de gorilas…
A esa mistificación el romanticismo añadió el culto al genio heroico; el científico pasó a ser un ‘hércules’ del saber, destinado a cumplir tareas fuera del alcance de los demás mortales.
Versiones de película con héroes y villanos
Que nadie piense que nos referimos a una concepción superada. La visión del científico heroico y puro sigue muy presente en nuestro imaginario; de ahí el escándalo con el que recibimos las recurrentes noticias sobre el comportamiento censurable de algún investigador. La rehabilitación de Nikola Tesla aporta otra prueba de cómo el modelo hagiográfico aún condiciona nuestra perspectiva: a medida que Thomas Edison, el antiguo paladín de la electricidad, es degradado a villano de folletín, el inventor croata va ganando la aureola de la santidad.
Cuestionar esas versiones edulcoradas y en definitiva infieles a la realidad es el cometido de Los pecados de dos grandes físicos: Newton y Einstein, obra de Eduardo Battaner. Con ella el astrofísico no se ha fijado un objetivo de “desacreditación y derribo de peanas, sino de todo lo contrario, de humanización”, pues “el sabio imperfecto puede hacer una ciencia perfecta”, afirma el profesor emérito de la Universidad de Granada, que ha simultaneado sus pesquisas en campos magnéticos cósmicos con la divulgación. En su haber registra dos incursiones previas en el género biográfico dedicadas a Kepler y Hubble, además de un libro sobre astrofísica.
Entremos pues a hablar de los ‘pecados’, un término que, advertimos de pasada, remite inevitablemente al modelo hagiográfico. Los de Newton, en particular, no son moco de pavo.
En muchos aspectos era un tipo bastante siniestro. Demostró su crueldad al frente de la Casa de la Moneda británica: cuesta conciliar al bucólico pensador de la anécdota de la manzana con el implacable alto cargo que organizó una red de confidentes en los bajos fondos londinenses para capturar a los falsificadores de moneda y, previa tortura, ahorcarlos y descuartizarlos.
La humildad no era su fuerte. A lo largo de su carrera, este hombre irascible no escatimó esfuerzos por establecer de modo brutal su primacía en los hallazgos y por humillar a sus rivales. Quizás su niñez infeliz explique la amargura que emponzoñó el carácter del mayor hombre de ciencia que Inglaterra dio al mundo; aunque, como bien sabemos, no todas las infancias desdichadas producen adultos agrios y atormentados, ni mucho menos torturadores.
Pasiones nada loables
Otro pecado: su pasión por la alquimia. Tanto tiempo perdió experimentando con redomas y matraces, que su actividad como físico semeja un hobby respecto de su ocupación principal: encontrar la piedra filosofal y el elixir de la vida. Dicha creencia venía acompañada de una fe herética, el arrianismo que Newton, muy prudentemente, mantuvo oculta para salvar el pellejo.
En su repaso de la vida íntima del creador de los Principia Mathematica, Battaner entra en el tema tan meneado de su presunta homosexualidad. Pero al limitarse a los datos conocidos, no arroja nueva luz sobre su celibato y su intenso afecto por el joven matemático Fatio de Duillier.
Comparados con los ‘defectos’ del inglés, los de Einstein son peccata minuta. Lejos de mandar gente a la horca, el físico alemán se significó como un vehemente pacifista; lejos de reprimir su sexualidad, le dio rienda suelta con sus esposas y con algunas otras; lejos de disimular su heterodoxia religiosa, la proclamó a los cuatro vientos.
Lo más reprochable es su rol de marido y de padre. Su relación con su primera mujer roza el maltrato psicológico. El abandono de su hija recién nacida es una fea mancha que su frialdad hacia sus otros dos hijos no ayuda a limpiar. En cambio, su desaliño, su despiste, su verborragia, parecen rasgos de personalidad entrañables.
Resumiendo: ni Newton ni Einstein destacaron en nada de niños; de inmaculados no tenían un pelo; y solo el inglés se ajusta al perfil casto exigido por las biografías tradicionales.
Sí coinciden en su tendencia a la concentración total, al punto de aislarse de sus seres queridos y del amor. Un pecado que Battaner perdona, pues gracias a él “la humanidad progresa y se abre paso a la verdad”.
El autor contextualiza sus flaquezas a través de un adecuado resumen de los logros de los dos físicos y sus circunstancias. Sacando los errores cronológicos –fallos tipográficos, a todas luces– y la ausencia de la bibliografía consultada, el libro resulta de lectura amena e instructiva; un antídoto contra la idea de la ciencia como un arcano reservado a elegidos sobrehumanos.