Hace medio siglo, una nave espacial se precipitaba a las pantallas y daba inicio a una de las sagas más prolíficas de la cultura de masas. Su abrupto naufragio desencadenó una narrativa de supervivencia a cargo de humanos empeñados en salvar a su especie de los desaguisados causados por tecnologías salidas de madre. Desde entonces, sus peripecias con los simios inteligentes escenifican temores, desde el miedo al holocausto nuclear al recelo en la ingeniería genética, pasando por el racismo, el animalismo y el supremacismo xenófobo.
El 4 de abril de 1968 se estrenó en Estados Unidos Planet of Apes. Basado en la novela homónima del francés Pierre Boulle, su argumento cobró forma definitiva al calor de las radiaciones de la Era Nuclear. Las pesadillas involutivas, que rondaban a la civilización industrial desde fines del siglo XIX (véase La Máquina del Tiempo, de H.G. Wells), se exacerbaron con el estallido de la bomba A; la carrera armamentista puso en el horizonte el suicidio colectivo de la humanidad, y del pánico ante la atroz perspectiva emanaron los armagedones de la ciencia ficción y el alucinatorio fenómeno de los platillos venidos del espacio a frenar nuestra marcha al abismo.
Al presentar un futuro en donde, a resultas de la hecatombe nuclear, los simios sojuzgan a los humanos, el film de Franklin Schaffner ejercita la sátira social cultivada con eficacia en Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift y Rebelión en la Granja de George Orwell.
Como dijimos en otras páginas, “en este mundo al revés, los humanos se han hundido en la animalidad y los simios parlantes ostentan el rango de especie inteligente. El esquema, similar al de aquel viaje de Gulliver en donde los caballos usan a los humanos como animales de tiro, escenifica la posibilidad más perturbadora para los adoradores del progreso: el retorno al estado salvaje. En el gran juego de la evolución, el Homo sapiens ha pisado el casillero de la catástrofe y regresado al punto de partida”.
Todavía recuerdo mi escalofrío infantil al seguir la huida de Taylor, el capitán de la fallida misión, por el simiesco museo de ciencias naturales y sus dioramas recreando con hombres, mujeres y niños disecados los hábitos de ese animal depredador, el ser humano; y mi fascinación con la Ape City diseñada a semejanza de las formas vegetales de Gaudí.
Por no hablar de la conmoción sentida ante la imagen final de la estatua de la Libertad semienterrada en la playa, un icono mayor de la historia del cine que nos entregó en un solo fotograma el inédito paisaje del presente en ruinas.
Escena de la estatua de la Libertad al final del film. / 20th Century Fox
Aparte de sus méritos visuales y narrativos, la película caló hondo en la cultura popular gracias a su diestra combinación de principios darwinistas y temores propios de la sociedad del riesgo, el estadio sociocultural alumbrado por el flash atómico de Hiroshima y caracterizado por una aguda aprensión a las consecuencias nocivas del avance científico-tecnológico.
Pero en ella había mucho más: la crítica al racismo patente en la discriminación a la que se ve sometido el anglosajón blanco tipificado en Charlton Heston; el esceptismo en la Era Espacial manifiesto en el desenlace desastroso de la expedición; el rechazo al dogmatismo religioso del Dr. Zaius; y la mirada ecologista desnudando el maltrato que los simios mutantes infligen a los animales ‘inferiores’.
El éxito de la fórmula engendró una saga compuesta por nueve películas, dos teleseries, una historieta y una novela gráfica. Apunta Richard Slotkin que la saga revolucionó la producción cinematográfica al promover el concepto de franquicia que posteriormente explotarían La Guerra de las Galaxias, Star Trek o Indiana Jones.
Además, significó, junto a realizaciones decisivas de aquel entonces como Bonny & Clyde y El Graduado, el fin de la autocensura en Hollywood y su apertura a las sensibilidades sociales y contraculturales de una década convulsa.
En la saga distinguimos claramente dos fases: la inicial, que arranca con la película de Schaffner y se cierra en 1975; la segunda, inaugurada por la remake de Tim Burton de 2001 y en desarrollo hasta nuestros días. En la primera prevalece la rebeldía de los años 60, de cuyo lema se apropia el mismo Heston: “No creas a nadie mayor de treinta de años”.
La franquicia dirigida por Tim Burton en 2001 inauguró una segunda fase de esta saga. / 20th Century Fox
En las secuelas retumba el eco de las protestas contra la guerra de Vietnam (Beneath the Planet of the Apes, 1970); de la persecución a los inmigrantes sin papeles (Escape from the Planets of the Apes, 1971), de las revueltas de los barrios negros (Conquest of the Planet of the Apes, 1972); y del demencial recurso a las armas nucleares (Battle for the Planet of the Apes, 1973), que hunde a los humanos y eleva a los simios.
En la segunda fase cambia la causa de la mutación simiesca: la tecnología nuclear es sustituida por la ingeniería genética. Se mantiene el pesimismo antropológico de la primera, pues no hay escenarios que no sean distópicos (la humanidad se muestra incapaz de zanjar pacíficamente los antagonismos que la desgarran) y se introducen novedades: la reivindicación animalista (la experimentación animal queda muy mal parada); el recelo en el estamento militar (simio o humano, da igual); y la crítica al supremacismo blanco y los populismos xenófobos.
En contrapartida, otorga poca cabida al protagonismo femenino, ejemplificado en la valiente doctora Zyra, la psicóloga-veterinaria que enfrenta al inquisitorial Zaius en la obra de Schaffner. El planeta de los primates (machos chimpancés, orangutanes, gorilas y humanos) rezuma testosterona por los cuatro costados.
En la película de 2011, ‘El origen del planeta de los simios’, de Rupert Wyatt, un virus muta a los chimpancés, haciendo que se vuelvan tan inteligentes como los humanos. / 20th Century Fox
En cuanto a los contenidos científicos, en el primer período estos se reducían a la física de la travesía espacial (la ilustración de la relatividad temporal mediante los dos relojes de la cosmonave, uno que registra el tiempo a bordo y otro que marca el terrestre).
En la segunda, la inteligencia animal pasa al primer plano, planteándose apasionantes cuestiones sobre el lenguaje, la agresividad y la sociabilidad de los simios; aunque el primatólogo Frans de Waal observa que el énfasis en la acción y la violencia lleva a soslayar aspectos vitales como crianza, actividad sexual y alimentación.
Pese a las distorsiones, nos entrega algunas de las representaciones de la conducta simiesca más ricas y fidedignas del cine de ficción. Por el contrario, nada de rigor tiene la ciencia del viaje al pasado y del acelerón evolutivo, justificados por exigencias del ritmo narrativo.
Dice la experta en comunicación científica Amy C. Chambers que el film de Schaffner constituye un documento histórico de los valores y tensiones de Estados Unidos en los turbulentos 60. Lo mismo podría afirmarse del conjunto de secuelas y precuelas, que dieron forma a temas cruciales para las franjas más jóvenes de la audiencia. Y así como la muñeca desenterrada en aquella película dio testimonio de la humanidad extinta, el pack de la saga brindará a los arqueólogos del futuro valiosa información de cómo pensábamos y sentíamos a fines del siglo XX y principios del XXI.