¿Por qué Roma, una insignificante aldea en medio de un territorio cenagoso, llegó a crear un imperio tan imponente? La académica Mary Beard huye de las crónicas ficticias difundidas por películas y novelas para reconstruir la apasionante historia de una civilización pionera en medidas políticas como el voto secreto y el deber del Estado de alimentar a sus súbditos en apuros, pero que también fue brutal, esclavista y genocida. La británica, premio Princesa de Asturias, hace en su libro SPQR un prodigioso ejercicio de divulgación histórica.
De los romanos creemos saber mucho. ¿Quién no tiene en la cabeza una panorámica que abarca desde la fundación de Roma por una versión latina de Caín y Abel hasta su decadencia entre despilfarros extravagantes y crímenes abominables, sin olvidar el magnicidio de Julio César?
¿Quién ignora ese relato de las hazañas de grandes hombres en toga, sumamente prácticos y poco amigos de las abstracciones? Esas versiones beben de fuentes variopintas: superproducciones de Hollywood sobre gladiadores y emperadores depravados, novelones acerca de cristianos perseguidos (Quo Vadis), cómics (Asterix), tragedias shakesperianas y mucha propaganda: los escritos de autobombo de los romanos y la mala prensa difundida por los padres de la Iglesia. En suma, un mosaico de piezas irregulares que configura una crónica con más de ficticio que de realidad histórica.
De ahí la conveniencia de expurgarse de pseudoconocimientos mediante una infusión a base de hallazgos arqueológicos recientes. Para ese cometido nada mejor que la lectura de SPQR, una historia de la antigua Roma.
El acrónimo SPQR significa “El Senado y el Pueblo de Roma”, el archiconocido emblema de la ciudad motivo de bromas como “Sono Pazzi Questi Romani” (“Están locos estos romanos”), acuñada en Italia en escarnio de los habitantes de su capital.
Relatar el recorrido de Roma desde su fundación en el mítico año 753 a. C. hasta la deposición del último emperador en 476 d. C. no es tarea sencilla; Mary Beard, catedrática de Cambridge, se la facilita un poco cerrando su libro el año 212, cuando Caracalla concedió la ciudadanía romana a todos los habitantes libres del imperio, una medida que, a su juicio, trastocó de modo irreconocible la fisonomía del dominio de los césares.
Aun así, inevitablemente se deja cosas fuera; pero lo notable es lo mucho que cubre su conciso resumen de cientos de libros y artículos académicos.
De entrada, nos advierte que la Roma arcaica se pierde en las brumas de la leyenda. Durante largo tiempo, solo fue un aglomerado de cabañas y casas acaudillado por señores de la guerra y sus parentelas. Hay que esperar al siglo IV a. C. para contar con referencias fiables en pergaminos, papiros o piedra, aparte del tesoro informativo encerrado en los epitafios de las lápidas.
Mezcla de azar y buenas decisiones
Con esos datos Beard afronta la cuestión clave: ¿por qué Roma, una insignificante aldea en medio de un territorio cenagoso, llegó a crear un imperio tan imponente? Los romanos lo atribuían a un destino decidido por los dioses. La historiadora británica, en cambio, parte de que esos latinos encaramados en sus colinas no eran tipos más belicosos que los demás europeos y ofrece una explicación más compleja, que toma en cuenta la pura suerte y una serie de inteligentes decisiones puntuales; por ejemplo, la incorporación al servicio militar de los pueblos conquistados, garantía de un flujo de tropas sin parangón. O sea: en su expansión hubo más improvisación que planificación.
De estas páginas aprendemos que Roma fue pionera en establecer el voto secreto para evitar coacciones, junto con el deber legal del Estado de alimentar a sus súbditos en apuros (una iniciativa revolucionaria en tiempos de sátrapas consagrados a exprimir a sus sometidos hasta la última gota).
Pero sobre todo se distinguió por una noción de ciudadanía extensible a extranjeros y exesclavos, a la que San Pablo le debió ser decapitado en vez de la crucifixión reservada a los foráneos. En esta norma, que rompía el estrecho derecho civil de la Antigüedad, Beard ve el instrumento que permitió a la metrópoli integrar a individuos de cualquier origen geográfico o social.
En contraste, nos refresca que su democracia se fundaba en un sistema censitario en virtud del cual los sufragios de los ricos contaban más que los de los pobres. Y que la otra cara de esos magníficos monumentos, el derecho romano y la retórica jurídica, era la ausencia de policía y un aparato judicial limitado a los poderosos, que abandonaba el resto de la sociedad a la ley de la selva.
“Los romanos hacen un desierto y le llaman paz”
En sus conquistas los romanos se mostraron brutales y a menudo genocidas. La columna de Marco Aurelio, el precursor de la autoayuda al que tenemos por un estoico estadista, celebra la ejecución masiva de sus cautivos germanos.
Los pecios rescatados del Mediterráneo nos cuentan que el Mare Nostrum fue el escenario de un intenso tráfico de seres humanos reducidos a la esclavitud por las huestes del imperio. Pero enseguida advertimos que los primeros críticos del imperialismo fueron sus propios ciudadanos, como Tácito, a quien debemos la frase “los romanos hacen un desierto y le llaman paz”, tan célebre que todavía se hacían eco de ella, muchos siglos más tarde, los muros de mi facultad en Argentina, en alusión a la paz pregonada por la dictadura militar.
Beard, locuaz cicerone, nos guía por las ruinas de la Ciudad Eterna. De la columna de Trajano, el Coliseo o el Panteón nos lleva a sitios menos conocidos: la tumba de los Escipiones, el sepulcro del panadero Eurisaces, la Cloaca Máxima o el monte Testaccio, el vertedero de las vajillas rotas, las sobras de comida y los bebés indeseados.
Un recorrido sazonado con tacos y obscenidades usadas por la plebe y los poetas de postín, cotilleos de alcoba provistos por los más ilustres cronistas y anécdotas crudas como la del cómico muerto a golpes en el escenario por el público enardecido por sus chistes políticos, sin que el crimen interrumpiera el espectáculo.
Y con toques de ironía como el comentario de que los higos eran el principal peligro en la corte, en relación a los asesinatos de emperadores con presuntos higos envenenados, sin ocultar que el problema real era la falta de mecanismos de sucesión. Al término del tour hemos presenciado un abigarrado tapiz de la vida cotidiana, desde las alturas senatoriales al proletariado expuesto al paludismo endémico.
Quedan en el tintero aspectos cruciales como la transición económica de la sociedad gentilicia a la urbe comercial y esclavista, la estructura administrativa de las provincias, o las razones de fondo por las cuales el pueblo y los senadores prefirieron soportar a los caprichosos emperadores en vez de restaurar la añorada república.
Es igualmente discutible el énfasis puesto en la agonía de la república y los inicios del imperio, en detrimento de los demás periodos.
Una mujer en el club de caballeros de la historia académica
Sacando estas comprensibles lagunas, la tarea realizada por la autora es formidable por su capacidad de síntesis y la calidad de su escritura amena, a ratos coloquial y siempre rigurosa. Se agradecen los mapas y las ilustraciones, y la bibliografía inteligentemente comentada. En definitiva: una lectura apasionante, un genuino modelo de divulgación histórica.
De Mary Beard cabe decir que ha sido una de las primeras mujeres en forzar la entrada del club de caballeros que era la historia clásica académica. Con su aire de hippie entrada en años, la clasicista es un icono mediático en su país debido a su labor divulgadora de la historia antigua. Le honra haber defendido públicamente a los inmigrantes de la xenofobia de sus compatriotas. Este año fue galardonada con el Premio Princesa de Asturias de Humanidades y Ciencias Sociales.