El 31 de enero de 2020 el Centro Nacional de Microbiología confirmaba el primer caso positivo por el coronavirus SARS-CoV-2 en España. Semanas después, el intensivista Juan Mora Ordoñez veía entrar en la UCI del Hospital Regional Universitario de Málaga a su primera paciente de covid-19 y los ojos se le empañaban. Empezaba una crisis que está siendo la más dura del último siglo en el ámbito sanitario.
La jornada de Juan Mora suele empezar a las 6 de la mañana, antes de que amanezca, cuando el mundo aún guarda silencio. Se viste con zapatillas de deporte, pantalón corto, camiseta térmica y auriculares y corre durante treinta minutos. “Antes era natación, pero con la covid-19 hubo que cambiar los planes”, explica. De vuelta a casa prepara café para él y para su mujer, se ducha y se va “a la faena”.
Trabaja como Facultativo Especialista de Área en la Unidad de Cuidados Intensivos Hospital Regional Universitario de Málaga, antiguo Carlos Haya. “Nuestra UCI, la del Hospital Regional de Málaga, es un mastodonte de unidad con 52 camas repartidas en tres módulos. Los pacientes de covid-19 están asignados al módulo B, y así es más fácil gestionar sus largos y difíciles ingresos, así como la necesidad de aislamiento sin perjudicar a otros pacientes”.
Llega temprano porque le gusta darse un paseo por la unidad y echar un primer vistazo, ver cómo han amanecido los pacientes con sus propios ojos y no leyendo informes médicos. Hoy en el módulo A, donde está asignado, había fracasos respiratorios, politraumatismos, pancreatitis, sepsis, accidentes cerebrovasculares hemorrágicos e intoxicación. Todos graves.
“Luego toca la primera sesión matutina, donde el saliente de guardia nos cuenta su batalla; va del primer al último paciente, recitando su evolución a lo largo de las 17 o 24 horas de guardia... Y sí, son muchas horas”, reconoce sin necesidad de que le pregunte.
“Contamos con gráficas detalladas con diuresis, temperatura, tensión arterial, frecuencia cardiaca, saturación de oxígeno, deposiciones, analítica diaria, etc. Valoramos órganos y aparatos, revisión de drogas vasoactivas, monitorización hemodinámica, ventilación mecánica y técnicas de depuración”. Reconoce que tener tantos datos es una suerte, aunque hay que saber interpretarlos, y eso lo da la experiencia.
Vino de madrugada, con cápsula de aislamiento, intubada y conectada a ventilación mecánica, custodiada por médico, enfermero y técnico enfundados en EPI, hasta llegar a nuestra cama 3, donde mi compañero de guardia cerró la puerta y nos dimos cuenta de lo que era la covid
Sus veinte años de trayectoria se notan. “Y sin darte cuenta lo vas transmitiendo y lo vas viendo reflejado en tus residentes, como hicieron mis maestros conmigo”. Tiene claro que, además de trabajar duro, para ser intensivista es prioritario enseñar sin reservas. A pensar y diagnosticar, claro, pero también a realizar técnicas. “Desde canalización de vías venosas a colocación de tubos de drenaje o realización de traqueotomías percutáneas, somos una especialidad médica con muchísimo intervencionismo”.
Así era también un día cualquiera de Juan Mora hace dos años. Hasta que un nuevo virus llegó y lo trastocó todo. El primer caso de covid-19 en España se confirmó el 31 de enero de 2020. Y varias semanas después, el 9 de marzo, el Hospital Regional Universitario de Málaga recibía a su primera paciente infectada por el coronavirus SARS-CoV-2.
A Mora le tocaba guardia aquel día y lo recuerda como si fuera ayer. “Llevábamos un tiempo esperando que sucediera”, rememora. A la paciente la trasladaron de un hospital privado. “Vino de madrugada, en una camilla con cápsula de aislamiento, intubada y conectada a ventilación mecánica, custodiada por médico, enfermero y técnico enfundados en EPI (Equipos de Protección Individual), apartando a todos los que en su camino se cruzaban hasta llegar a nuestra cama 3, donde mi compañero de guardia cerró la puerta y nos dimos cuenta de lo que era la covid”, relata Mora. Aún se le nubla la vista al recordarlo. “Al abrirse el ascensor y verla aparecer, recuerdo que pensé: esto es muy grave”.
Pocos días antes, Mora y sus compañeros habían hecho un corro alrededor de un móvil para escuchar “un audio que nos habían mandado compañeros intensivistas de Italia, advirtiéndonos de la rapidez y la crudeza de la enfermedad, de lo difícil que se le iban a poner las cosas a las UCI”. “Pero nada podía hacernos imaginar la magnitud de la primera ola, que lo que se avecinaba era una guerra sin cuartel”, confiesa.
En efecto, en pocos días su UCI se convirtió en lo que él define como una “covitera”: solo había pacientes de covid-19. Fue una batalla en toda regla. “Las UCI, las urgencias, infecciosos y neumología eran la primera y la última trinchera, con apoyo de Microbiología; no había mas, se paralizó todo, absolutamente todo”.
Fuera del hospital se palpaba esa parálisis. “Recuerdo transitar en la moto aquellas calles vacías de camino al trabajo con un nudo en el estómago, entrar en un hospital fantasma, que hasta olía diferente... Esta ha sido y es la peor crisis sanitaria a la que nos hemos enfrentado en el siglo XXI, y las UCI hemos sido protagonistas”.
La paradoja es que, aunque había que guardar distancias físicas, Mora sintió a sus compañeros de profesión más cerca que nunca. “Creo que enfrentándonos a la covid-19 descubrimos que la adversidad compartida era menos adversidad, y me sentí muy orgulloso de mi unidad”, presume. “Todo el sufrimiento que experimenté, el cansancio y la preocupación, el agotamiento, el dolor, dormir un día tras otro en el suelo, comer aislado... era lo mismo que estoicamente vivían mis compañeros”. Y en su caso también su mujer, intensivista de la misma UCI, “dura y guerrera como ninguna”. “Tuvimos que hacer auténticos encajes de bolillos para cuidar a los pacientes y a nuestra hija”.
Juan Mora en la entrada de su hospital. / Daniel Di Sabatino, SINC
¿Estabais muy desorientados en la UCI los primeros meses?, le pregunto a Mora. “Estábamos, eso era lo importante; los que quedamos, estábamos”. Trabajaron duro en equipo y eso les ayudó a hacerse poco a poco con la situación. Se enfrentaban a una enfermedad que provocaba fracaso respiratorio severo y, en todos los casos de ingreso en UCI durante esos primeros meses, conexión a ventilación mecánica. “Hicimos todo lo que pudimos pero hubo una mortalidad de casi el 50%... ¿Da miedo, verdad?”.
“Las decisiones médicas se tomaron en base a estudios, experiencia y conocimientos de la comunidad científica —que, por cierto, los generaba a gran velocidad—, como se ha hecho siempre, desde la primera aspirina hasta la última técnica de depuración. Pero siendo conscientes en todo momento que la medicina, para bien y para mal, no son matemáticas y que la forma de afrontar los padecimientos y la forma de sanarlos cambia y puede cambiar con estudios posteriores”, matiza Mora. Eso fue justo lo que pasó: que los procedimientos y la medicación que usaron al principio quedaron pronto obsoletos.
Para plantarle cara a la covid-19 no les quedaba otra que actualizarse a diario. Juan llegaba a casa y se ponía a estudiar todo lo que caía en sus manos: informes, papers, preprints... “Los protocolos de actuación íbamos adaptándolos según lo que podíamos leer y compartir tras cada extenuante jornada”. En su caso no faltaron EPIs. “Nosotros tuvimos siempre gafas y mascarillas de alta protección, y de los diseños de ampliación de camas y circuitos se ocupó nuestro jefe de servicio”.
Pronto vieron que su principal talón de Aquiles era tener a los pacientes ventilados. ¿Les convirtió eso en inventores? Más bien adaptadores o mejoradores, dice el facultativo malagueño. “Si tenemos limones, pues limonada”, resume. Concretamente, en abril de 2020 Juan Mora se embarcó en la creación de un respirador portátil de altas prestaciones llamado Covida-19, diseñado por José Luis Córdoba, ingeniero experto en robótica de la Universidad de Málaga, con altas prestaciones y bajo precio.
Mataban así dos pájaros de un tiro. “Ni por asomo queríamos vernos en la situación de no poder aportar ventilación mecánica a todo aquel que lo precisara, además de que sabíamos que la escasez de recursos era un problema importante para otros compañeros en países menos favorecidos se vieran en la misma situación”, explica.
A pesar de que es dura, intensa, y exige mucho sacrificio físico, mental y familiar, Mora no cambiaría su especialidad por nada del mundo. “La dotación técnica y personal, así como la inmediatez de las pruebas, es algo básico, imprescindible y específico para el seguimiento continuo del paciente crítico, que no encuentra en planta un internista, un nefrólogo o un cardiólogo, por ejemplo”, esgrime entre sus motivos.
La transversalidad del intensivista es otro punto a favor. “Por suerte, cuando estamos sanos, y por desgracia cuando enfermamos, todos los órganos están encadenados; nuestra tarea es saber arreglar la cascada de eventos fisiológicos o patológicos, saber frenar la línea de progresión de la enfermedad en cualquier punto”. Dice que a la UCI llegan muchos pacientes que sufren (o acaban sufriendo) problemas multiorgánicos.
“El intensivista los engloba, los encaja y los organiza (corazón, pulmón, riñón...), priorizando y sabiendo qué órgano es capaz de aguantar mayor sobrecarga y cuál hay que proteger en cada momento para superar la enfermedad”. Todo un reto intelectual, que requiere mucho conocimiento, pero también aplicar el sentido común, además de humildad suficiente para saber reconocer cuándo no se sabe de algo y recordar “que estamos arropados por muchos especialistas y podemos y debemos apoyarnos en ellos”.
Posiblemente nuestra siguiente crisis, nuestro próximo gran reto, sea intentar frenar y dar tratamiento a las superbacterias
El apoyo es mutuo. En el bolsillo, Juan lleva un papel con todos los pacientes anotados, un bolígrafo y un ‘busca’ que le acompaña toda la guardia y donde recibe “avisos de compañeros para resolver y atender cualquier paciente de cualquier especialidad que empeore y necesite cuidados críticos”.
Últimamente todos andan de cabeza por culpa de las sepsis por gérmenes multirresistentes. El problema es que la resistencia a los antimicrobianos no solo mina la capacidad para tratar las enfermedades infecciosas, sino que se acompaña de una elevada mortalidad y altos costes. “Es un problema global, pero que se intensifica en UCI por la gravedad y la debilidad de los pacientes críticos, así como por el uso aumentado de antibióticos”, aclara Mora. “Posiblemente nuestra siguiente crisis, nuestro próximo gran reto, sea intentar frenar y dar tratamiento a esas superbacterias”.
A nivel emocional, trabajar en UCI deja huella porque se toman constantemente decisiones con enjundia y en ocasiones, lamentablemente, no es posible salvar la vida de los pacientes. Mora reconoce que el trato con los familiares es crucial, ya que sufren mucho, incluso a veces más que los propios pacientes.
Desconecto en los salientes de las guardias, cuando a pesar del cansancio acumulado me subo a la bici y me escapo a la montaña a respirar aire puro. Pero el resto del tiempo, no. No sé si no quiero o no puedo
¿Desconectas cuando sales de trabajar?, le pregunto a Mora. Y su respuesta es un rotundo “no”. “Quizás un rato en los salientes de las guardias, cuando a pesar del cansancio acumulado me subo a la bici y me escapo a la montaña a respirar aire puro. Pero el resto del tiempo, no. No sé si no quiero o no puedo. Es algo tan importante lo que dejo en el hospital que sigo dándole vueltas en mi cabeza a los casos problemáticos, además de dejar mi teléfono siempre abierto a cualquier compañero o residente que quiera comentarme algo, sea la hora que sea”.
Juan Mora. / Daniel Di Sabatino, SINC
Si algo le ha enseñado a Mora su trabajo en la UCI, especialmente durante los dos últimos años, es que ante la duda más vale ser optimistas. “En la salud y en todo lo demás, hay que aferrarse a cualquier posibilidad de éxito, aunque sea mínima, y pelear por ella”. Él lo hizo a los 18 años, cuando empezaba la carrera de Medicina. “El primer año estaba muy disperso, yendo de un lado a otro en mi motillo, y las suspendí todas. Por entonces, si eso te ocurría te echaban de la carrera para siempre, así que me armé de valor y fui a hablar con una profesora que me había puesto un 4,5. Le pedí que revisáramos el examen y, si lo merecía, que me aprobara. Le prometí que si me subía medio punto comprobaría que yo iba a ser un buen médico”, recuerda emocionado. Sin conocerle de nada, le dio la oportunidad que pedía. Y Mora, a la vista está, cumplió su palabra.