Las joyas científicas más antiguas de la biblioteca del Instituto Geológico y Minero de España conforman un anexo flotante que viajó de un sótano en la calle Cochabamba, en Madrid, a una nave en Peñarroya-Pueblonuevo, un pueblo cordobés de tradición minera. Allí descansan desde revistas chinas, indias y japonesas, hasta las colecciones completas de Nature y de Science desde su primer ejemplar.
El polígono industrial extramuros de Peñarroya-Pueblonuevo, una localidad de 12.000 habitantes al noroeste de Córdoba, guarda un tesoro para los amantes de los documentos científicos que pocos conocen.
La litoteca de sondeos del Instituto Geológico y Minero de España (IGME) ocupa un par de naves diáfanas y llenas de testigos geológicos, miles de barras de mineral que representan todo el subsuelo del país, organizadas en cajas, estanterías, secciones y filas de pasillos.
En un cuartito aledaño, infrecuentemente visitado, está el depósito. En él descansan miles de volúmenes que incluyen tratados de geología; revistas chinas, indias y japonesas; volúmenes decimonónicos de la Royal Society de Londres o el United States Geological Survey; las colecciones completas de Nature y de Science desde su primer ejemplar y muchísimas joyas más de un valor incalculable, por una sencilla razón: ni siquiera se conoce su número exacto.
“Tan solo tenemos registradas las colecciones, pero claro, algunas tienen más periodicidad que otras”, explica Javier Muñoz, empleado en la nave desde el 1 de marzo de 1988 y encargado de facto del depósito.
De esto hace algo más de quince años. La biblioteca central del IGME, en Madrid, estaba saturada. Las colecciones más antiguas se guardaban en un sótano alquilado de un bloque de la calle Cochabamba.
“Por su valor, y quizá por ley, no podían estar ahí. El sótano tenía unas rejillas de ventilación que daban a la acera. Si ibas andando por la calle y tirabas una colilla, iba a parar al sótano”, recuerda el ingeniero Francisco José Montero, antiguo director de la litoteca, que, desde el año pasado, disfruta de su jubilación.
Estanterías de segunda mano para los 'papers' más antiguos
“Estaban faltos de espacio y Luis Delgado, entonces director de planificación y gestión, cargo que hoy ya no existe, me pidió si podía habilitarle un depósito para las colecciones más antiguas”, dice Montero. La conversación entre ambos, según la recuerda, fue concisa:
-Esto te lo preparo en veinte días o un mes.
-No hombre, tómate…
-En veinte días te lo preparo.
Y así fue. Le pusieron a la habitación un suelo de esos baldosines imperfectos que se venden como faltos, la dotaron de enchufes, luces y unas primeras estanterías “que me traje de Santiago de Compostela, cuando fuimos a retirar sondeos a Adaro. Estas son nuevas”, dice Montero, señalando una cercana donde se apilan vetustos tomos de la colección de Transactions and Proceedings of the Royal Society of Canada.
Muñoz lleva el registro de todas las peticiones que se hacen al depósito desde la biblioteca central del IGME en Madrid, de la que depende. “Unas cuarenta o cincuenta por año, de gente que hace alguna tesis o de aficionados, en general. Me piden un artículo, me dicen de qué colección es y la página en la que está” y Muñoz lo digitaliza con un escáner y lo envía por correo electrónico. “A veces piden tomos completos, que luego devuelven”.
“La única condición que les puse es que esto no nos causara mucho trabajo, digamos, de cara al público, porque trabajo sí que da”, dice Montero. Cuando los volúmenes empezaron a llegar al depósito “los limpiamos dos veces, pero algunos, si les pasas el dedo, todavía manchan”.
A día de hoy, la biblioteca central del IGME sigue haciendo envíos a su curioso anexo cordobés. “De lo que se sabe que está aquí, mandan las continuaciones”, dice Muñoz. Así, es posible hojear el primer ejemplar de Nature, de 1869, con la cita de William Wordsworth que da nombre a la revista impresa en la página 1: To the solid ground of Nature trusts the Mind that builds for aye, “en la tierra firme de la naturaleza confía la mente que no deja de construirse”.
Trepando por la misma columna, las Nature pasan de ser esos tomos marrones editados anualmente a las revistas semanales con el borde blanco que conocemos en la actualidad. Los grandes descubrimientos publicados por la revista en los últimos años, sobre clima, cáncer o neurociencia reposan, ya inalcanzables, en la repisa superior.
Resulta tentador buscar, en la colección de Science, justo al lado, ese paper de Albert Einstein sobre lentes gravitacionales (1919) para verlo en su formato original, pero no menos estimulante que hojear uno de los primeros ejemplares, de 1885, que incluye un mapa desplegable de las penínsulas de Groenlandia; casi un metro cuadrado de mapa que Montero y Muñoz sostienen con gran cautela por las esquinas.
El primer volumen de Science, cuya portada está mancillada por escudos y números de registro estampados por un puñado de institutos y comisiones, guarda incluso las tarjetitas de préstamo de la época, en papel cuadriculado.
Están manuscritas por alguien que en el Madrid de finales del XIX se interesó por la observación que hizo un tal Tucker del gran cometa de 1882 o el descubrimiento por un doctor Springer de un nuevo fermentador para el tabaco basado en nitratos.
Es la historia de un rescate de perfil bajo, una heroicidad casi pasiva que ha permitido que cientos de colecciones de libros antiquísimos hayan llegado sanos y salvos hasta nuestros días.