La investigación no solo avanza enfundada en una bata blanca. Algunos científicos llevan vidas más parecidas a la de Indiana Jones: se sumergen en aguas abisales, muestrean en ambientes donde el menor despiste puede ser una trampa mortal, manipulan animales con venenos letales para los que no hay antídoto... Son conscientes del riesgo que implica su oficio y disfrutan de él.
Le confirmaron que iba a descender a las fosas abisales del Pacífico en el submarino Alvin y esa noche los nervios no le dejaron pegar ojo. No comió, no bebió ni café ni té y apenas agua. “Iba a estar a 2.500 metros de profundidad, en uno de los puntos con más actividad volcánica del mundo, y me preocupaba qué pasaría si tenía ganas de ir al lavabo”, bromea Isabel Ferrera, en ese momento investigadora en la Universidad estatal de Portland (EE UU).
Con la misma naturalidad, cazadores de venenos, predictores de aludes y exploradores antárticos afrontan su día a día. Alejados del laboratorio estos científicos coinciden en no querer otra ocupación en el mundo y, aunque son conscientes del riesgo que a veces implica su trabajo, disfrutan como locos de él.
En una esfera de titanio de apenas un metro de diámetro, dos científicos, Isabel Ferrera y Timothy Shank del Woods Hole Oceanographic Institution, y un piloto, hicieron el descenso número 4.283 en el mismo submarino que James Cameron alquiló para contemplar el Titanic antes de filmar su película.
La microbióloga Isabel Ferrera descendió a las fosas abisales del Pacífico en el submarino Alvin. La experiencia la marcó para siempre. Imagen cedida por la investigadora.
Trabajaban en una expedición dirigida por Karen Von Damm, geoquímica de la Universidad de New Hampshire y una de las primeras investigadoras del océano profundo. El objetivo de esta científica, cuyas cenizas más tarde descansarían en una fosa abisal, era estudiar los fluidos hidrotermales para conocer mejor la tectónica de placas y llegar a predecir cuándo habría terremotos.
Entre México y Costa Rica, la dorsal del Pacífico oriental está sembrada de grietas por entre las que se cuela el agua hacia las profundidades del planeta. Rico en oxígeno y minerales, este líquido entra en contacto con el magma y se reduce y se calienta hasta que la temperatura y la presión son tan altas que sale disparada por una de esas mismas grietas.
“El fluido sale a 400 ºC y con un pH muy ácido. Al contacto con el agua fría del fondo marino, a unos 2 ºC, el mineral precipita y forma enormes e inestables chimeneas –detalla Ferrera–. El piloto debe vigilar mucho porque tenemos que tomar muestras del fluido sin que este toque el submarino y destruya todos los dispositivos electrónicos, y sin que se nos caiga una de estas chimeneas encima”.
Antes de la inmersión, Ferrera se recordaba a sí misma el protocolo de emergencia: “En caso de que al piloto le pasara algo teníamos que apretar un botón para soltar el lastre que mantenía sumergido al Alvin y subiríamos a la superficie por flotación”, recuerda. También sufría por controlar la sensación de claustrofobia.
Todo temor pasó a segundo plano cuando, tras descender más de dos horas en la oscuridad, el Alvin encendió las luces y se encontró observando “las mismas entrañas del planeta”, rememora.
“Es imposible olvidar la franja que existe entre dos placas tectónicas y los animales increíbles, como extraterrestres, que ves allá abajo”, explica. Evocando el frío intenso dentro del submarino, Ferrera relata cómo bajo varios jerséis, una manta y un gorro de lana, pasaron ocho horas sorteando chimeneas, tomando medidas y muestras y emocionándose con la visión de riftias, gusanos gigantes de hasta tres metros coronados por una pluma colorada, medusas de más de 50 metros, los colores de la bioluminiscencia y el enorme vacío del océano.
Renaud Vincentelli muestreando conos venenosos en Madagascar. Imagen: RV
La inmersión de Renauld Vincentelli quizás no fue tan espectacular, de apenas uno o dos metros bajo la superficie, pero no le faltó su dosis de riesgo. Para el veneno que pretendía muestrear en la isla de Mayotte, en Madagascar, no existía ni existe antídoto.
“Yo sabía que los moluscos que íbamos a recolectar podían ser peligrosos, pero no sabía cuánto hasta que le pregunté al especialista que nos acompañaba qué hacer si nos picaba uno –explica este científico del laboratorio de arquitectura y función de macromoléculas biológicas, en Marsella (Francia)–. Me miró en silencio unos segundos y me dijo: ‘Sentarse con calma en el suelo y esperar morir en un par de horas”.
La especialidad de Vincentelli es la producción de moléculas en el laboratorio, pero tuvo la oportunidad de salir fuera con el proyecto Venomics.
Esta iniciativa europea ha creado una de las mayores bases de datos de toxinas del mundo. Tras analizar 203 especies de animales venenosos, descubrir 25.000 moléculas nuevas, purificar 4.000 y ensayar 200 en cultivo celular, “ahora investigamos los mecanismos de acción de unas pocas que esperamos que lleguen a convertirse en fármaco algún día”, comenta el científico.
Vincentelli recolectó centenares de conos durante los días que estuvo en Mayotte. “Los recogíamos durante el día, mientras dormían enterrados en la arena, y los metíamos rápidamente en una caja que llevábamos atada a la cintura porque cuando se dan cuenta de que están fuera del agua se ponen nerviosos y pueden picar”.
No muestreaban por la noche, cuando los tiburones eran más propensos a atacar.
Violette en el laboratorio. Imagen: Rudy Fourmy
Pero la iniciativa Venomics no solo ha analizado el veneno de estos moluscos, sino también de serpientes, escorpiones, lagartos, arañas, abejas, avispas, hormigas… todos ellos suministrados por la empresa belga Alphabiotoxine.
“Lo fundamental para trabajar con animales venenos es un buen entrenamiento y mantener la calma en todo momento”, cuenta a Sinc Aude Violette, quien lleva en esta empresa cuatro años.
Violette se ocupa de extraer el veneno de las grandes serpientes. Siempre trabaja codo a codo con alguien, nunca sola, y las sesiones de trabajo son cortas, de menos de dos horas, pues deben mantener la atención y ser muy cuidadosos.
Aunque tienen un detallado plan de emergencia (equipo de primeros auxilios, antídotos y alerta en los hospitales cercanos) todavía no han tenido que ejecutarlo nunca.
“Mi compañero se ocupa de inmovilizar la cabeza del reptil y yo del resto del cuerpo –explica por videoconferencia Violette–. Cuando trabajas con serpientes no tienes tanto tiempo de reacción como cuando lo haces con arañas y escorpiones. Son animales muy rápidos y grandes, y si están nerviosos no dudamos en dejar el trabajo para otro día”.
Este principio de precaución es el mismo que lleva marcando la vida de Gloria Martí los últimos 20 años. “Cuando cae un alud debes intentar salir por los laterales todo lo rápido que puedas, llevar desatado todo lo que te pueda anclar, y si te atrapa, intentar quedar lo más cerca de la superficie posible –expone esta experta del grupo de predicción de aludes del Instituto Cartográfico y Geológico de Cataluña–. Pero una vez desencadenado es cuestión de suerte. Lo básico es no meterse en la trampa”.
Si un alud te mata lo hará por politraumatismo, asfixia o hipotermia. Durante los primeros quince minutos las posibilidades de encontrar a alguien con vida son altas, del 90%, pero después decaen rápidamente.
A los 30 minutos, que es lo más pronto que llegará un helicóptero con un equipo de rescate, las posibilidades son solo de un 30-40%. “Cuando alguien sale a la montaña es fundamental llevar siempre el material de rescate y saber utilizarlo”, insiste la científica.
Martí y su equipo predicen y cartografían los aludes del territorio catalán. En la oficina reciben a diario un montón de datos meteorológicos: viento, temperatura, lluvia… pero las pruebas sobre el terreno son imprescindibles.
“Una vez en la montaña escogemos un lugar que sea suficientemente representativo, pero también seguro –explica esta geóloga experta en nivología–. Entonces abrimos una zanja y analizamos las capas de nieve: tipo de cristal, dureza, humedad, resistencia… Una placa débil puede convertirse en un plano de deslizamiento”. La predicción es válida tan solo 48 horas.
Aunque los aludes pueden ser espontáneos, la inmensa mayoría son provocados. “Cuando la nieve está en un equilibrio precario, el solo paso de una persona puede desencadenarlo”, explica Martí. Hace apenas diez años los expertos en aludes del mundo entero reanalizaron los accidentes de montaña registrados y se dieron cuenta de que en todos ellos había habido señales de inestabilidad que las personas habían pasado por alto.
“Descubrimos la importancia del factor humano en los aludes. Existen trampas heurísticas, como el tener un objetivo fijado, la mala comunicación dentro del grupo, el tener mucha experiencia, el factor testosterona… que provocan que falle la percepción del riesgo”, explica Martí.
Conocer este desencadenante ha hecho replantearse la educación en los cursos de prevención de aludes. “Fórmate e infórmate –aconseja Martí–. Y, sobre todo, acuérdate que la montaña no sabe que eres un experto”.
Una de las señales de inestabilidad que se pueden detectar al esquiar, por ejemplo, es un ruido muy concreto. “Una capa de nieve débil está formada por cristales poco cohesivos colocados como piezas de dominó, con mucho aire entre ellos –explica Martí–. Si circulas por encima chafas la capa y el aire que sobra sale. Oyes como un ‘buuum’. Mal síntoma, la fractura se está produciendo justo debajo de ti”. Según la experta la clave es no tener miedo. “El miedo paraliza. Debes saber qué es lo que depende de ti y qué debes hacer”, apunta la experta.
En cambio, si vas en moto de nieve por encima de un glaciar y oyes crujir el hielo no hay mucha cosa que puedas hacer. “Los glaciólogos siguen rutas bien marcadas con GPS a través de zonas donde es difícil que se formen grietas, pero si las hay no las ves, y oír el hielo es bastante inquietante”, explica Juancho Movilla, investigador del Instituto de Ciencias del Mar (CSIC) tras tres veranos en la base Carlini, en la Antártida. No son pocas las personas que jamás han vuelto de este continente.
La Antártida es de los lugares del planeta más sensibles a los efectos del calentamiento global y el proyecto Eclipse, en el que trabajaba Movilla, ha investigado el efecto del deshielo en las comunidades bentónicas marinas. Una de las misiones de este científico de Zamora era recuperar los datos sobre corrientes que durante un año había recogido una estación biológica fondeada a 30 metros de profundidad en la caleta Potter, ponerla a punto y colocarla de nuevo.
“Trabajamos en verano, cuando el glaciar se está derritiendo y el agua es como chocolate, debajo no se ve nada –cuenta el biólogo–. Bajamos la estación a peso desde la zódiac y luego tres buzos deben sumergirse los 30 metros para anclarla”. Mientras dura la operación, Movilla no pierde detalle de los dos grandes peligros que los acechan: la inestabilidad del clima y la foca leopardo.
En la Antártida, Juancho Movilla y sus compañeros se han enfrentado a los peligros que suponen las focas, los leones y los lobos marinos. Imagen: Eclipse
La comunicación con el meteorólogo de la base es continua. “Si ves una foca tienes que tirar del cabo de vida que llevan todos los buzos. Es la señal para que salgan de inmediato –explica el experto–. El problema es que no se ven. Más de una vez uno de los submarinistas ha intuido una sombra y del susto ha subido de golpe a la superficie, sin la necesaria descompresión, por lo que ha terminado en la cámara hiperbárica”. Hace unos años una científica alemana sufrió un accidente con una foca leopardo y a día de hoy solo se sumerge personal militar de las fuerzas especiales argentinas, rara vez civiles.
Otros animales que mantienen en vilo a los habitantes antárticos son los leones y los lobos marinos. Los primeros preocupan a los científicos que muestrean en sus harenes. Uno debe distraer al macho alfa de varias toneladas mientras sus compañeros toman sangre y muestras de lavado estomacal a sus hembras y cachorros.
Los lobos no aparecen hasta el final del verano pero atemorizan a todo el personal de la base, pues un mordisco suyo significa una infección tal que requiere de un repliegue inmediato. Más de una vez Movilla ha corrido delante de uno de estos mamíferos.
“En la Antártida se trabaja con mucha tensión. El desgaste físico es enorme y por mucho que intentes descansar no te recuperas del todo hasta que vuelves a casa”, explica el científico. De todos los barracones de la base, este investigador prefiere el último para dormir. “Es donde se está más tranquilo”, asegura. En los días de ventisca, pingüinos, elefantes y lobos marinos se refugian ahí de la tormenta. “Es difícil dormir con un elefante marino roncando a dos centímetros de tu oído”, se ríe el investigador.
¿Miedo? “Ahora con perspectiva sí soy consciente de algunos momentos peligrosos, pero en el momento estás tan pendiente de ti y de quien tienes al lado que no sientes miedo. Es un lugar maravilloso. Sientes en todo momento que estás en los confines del planeta para lo bueno, y para lo malo, si necesitas que te saquen de ahí –dice con media sonrisa–. Sin duda es el mejor trabajo del mundo”.