En Cerro Paranal las estrellas no parpadean. La inmovilidad de las luminarias ofrece una extraña visión. Pero la sensación de rareza enseguida queda eclipsada por el deslumbrón de la Vía Láctea, el arco luminoso que cruza la bóveda celeste con una nitidez increíble a ojos desnudos. Allí se divisan los mejores cielos visibles desde la Tierra. Acompañados por una científica del Observatorio Europeo Austral, buque insignia de la ciencia del viejo continente, nos adentramos en el desierto chileno, que alojará el 70% de la capacidad mundial de observación astronómica.
Nunca en mi vida había visto un firmamento tan claro. Queda tan cercano que las nebulosas parecen nubes bajas sobrevolando nuestras cabezas. Y nunca había tenido tal conciencia de pertenecer a esa quinta parte de la humanidad que, según el Atlas Mundial de Luz Nocturna Artificial, no puede divisar nuestra galaxia sin un telescopio. No sorprende que en Atacama el astroturismo se aproxime en popularidad a las excursiones a los géiseres y los volcanes andinos.
La culpa de que las estrellas no parpadeen la tiene la extrema sequedad de la franja desértica al norte de Chile, encajonada entre el océano Pacífico y la cordillera de los Andes. En la región más árida del mundo (con 0,1 milímetro de lluvia anual de media), la falta de humedad reduce a mínimos las turbulencias atmosféricas causantes de su titilar; aparte de resecar la epidermis y las lentillas de quienes vienen a escrutar el cosmos.
Esas circunstancias han sido un imán irresistible para los astrónomos. De ahí la instalación de los observatorios de Las Campanas (operado por EE UU), Cerro Tololo (Chile y EE UU), Gemini Sur (EE UU/Brasil/Chile/Argentina/Reino Unido), Tokio Astronomical Observatory (Japón), Atacama Large Millimeter Array/ALMA (EE UU/UE/Japón), y La Silla y Paranal, del Observatorio Austral Europeo (ESO, por sus siglas en inglés).
Paranal se beneficia además de la inversión térmica causada por la cercanía del Pacífico. El fenómeno genera “una capa de aire que impide que suba la humedad hasta los telescopios”, informa a Sinc Laura Ventura, la astrónoma del ESO que nos guiará en nuestra visita a este buque insignia de la ciencia europea.
Laura nos había recibido esa tarde al otro lado del control de acceso a Paranal. Llevábamos horas conduciendo a través de páramos jalonado por animitas –los altares a los muertos en accidentes de tráfico– y fantasmas de las víctimas de Pinochet.
La última etapa la cubrimos en carreteras trazadas en un desierto marciano. Después de aparcar y bajar los bártulos, la seguimos por una rampa abierta en la falda del cerro. La rampa se hunde en el suelo polvoriento y se curva en torno a un oasis subterráneo de vegetación tropical, palmeras y piscina incluida, tenuemente iluminada por una cúpula acristalada, y desemboca en un vestíbulo espacioso, con sofás y mesas pertrechadas con la prensa internacional.
A la izquierda, una cafetería abierta las 24 horas; a la derecha, los corredores a media luz que llevan a los dormitorios. Es la residencia de los más de cien profesionales que trabajan en Paranal.
“Queríamos un hospedaje que permitiese a los astrónomos sentirse humanos después de trece horas de observación y gozar del placer del agua en el desierto”, nos cuenta en la cafetería el italiano Massimo Tareghi, primer director de Paranal y actual jubilado. En este microcosmos las linguas francas son el inglés y el español; un español trufado con distintos acentos latinoamericanos, como el de Laura, que ha sacado de su mochila su equipo de mate y agrega: “Las plantas y la piscina, además de crear un microclima, tienen efecto terapéutico, pues el color verde relaja la vista y la mente”.
Desde Atacama con amor
Nos sentimos frente a un escenario de película: un edificio futurista construido bajo tierra para no irradiar luz artificial al exterior, sumido en un silencio protector de quienes cumplen turnos de siete noches seguidas. Y tan exótico, comenta Laura entre mate y mate, que los productores de Quantum of Solace lo escogieron como localización de la 22ª entrega de la saga de James Bond.
La dirección del ESO, interesada en mostrar sus instalaciones al gran público, permitió que acampara un equipo de rodaje de 300 personas; y que la residencia, convertida en guarida del archienemigo de 007, volase en mil pedazos por la magia de los efectos especiales.
Con nuestra guía subimos en su todoterreno a la cima del Paranal, a 2.632 metros sobre el nivel del mar. Cae el crepúsculo y comienza el espectáculo. Nos ha tocado una de las 340 noches despejadas que se disfrutan anualmente. En la explanada los visitantes se aprestan a capturar este cielo único con sus carísimos equipos fotográficos, entre ellos el propio Massimo.
Los últimos rayos de sol sacan reflejos a la piel metálica de los cuatro cilindros abovedados que contienen al Very Large Telescope (VLT), cada uno identificado por un nombre mapuche, la lengua de los aborígenes chilenos: Antu (Sol); Kueyen (Luna); Melipal (Cruz del Sur) y Yepun (Venus). Los apoyan otros tantos telescopios auxiliares, blancas estructuras esféricas con un aire de familia a las cápsulas de salvamento de 2001: Una odisea del espacio.
Las siluetas de los cuatro integrantes del VLT contrastan con el cielo del atardecer. / ESO/H.H.Heyer
Los domos empiezan a girar discretamente en su sitio. Ingresamos al interior de Melipal y asidos a una barandilla presenciamos la coreografía de los instrumentos previa a la apertura de la bóveda. Automáticamente se apretujan a un costado, y Laura nos explica que “de este modo se busca evitar que les caiga encima cualquier objeto que se haya depositado sobre la cúpula cuando esta se abra”. Cumplida la operación sin incidentes, los aparatos apuntan a la oscuridad que se cuela por la abertura.
Cada elemento de VLT cuenta con un espejo de 8,2 metros de diámetro y 17 centímetros de grosor, pero cuando trabajan juntos configuran una superlente virtual de 130 metros de diámetro. Las sinergias hechas por el cuarteto al coordinarse le convierten en el mayor telescopio óptico del planeta, capaz de distinguir los faros de un vehículo moviéndose por la superficie de la Luna. Súmese un emisor de rayos láser que minimiza cualquier resto de turbulencia en el aire, y los equipos adicionales que permiten captar imágenes en una longitud de onda que va del ultravioleta profundo al infrarrojo medio.
Dentro de Melipal el procedimiento se ejecuta en medio de un impresionante silencio. En algún lugar se esconde el invisible técnico que orquesta la maquinaria y velará por ella a lo largo de la noche. Imposible no pensar en los astrónomos de antaño con el ojo pegado al ocular; hoy, la mayoría de quienes observan a través de estas lentes se hallan a miles de kilómetros de esta localidad ubicada en el medio de la nada.
Salimos fuera. La noche estrellada se exhibe en su esplendor. Por aquí y por allá se desprenden estrellas fugaces; contra un fondo azabache refulgen racimos de diamantes.En la plataforma, Massimo se afana por fotografiar una espectacular alineación de planetas. Dicen que el firmamento del hemisferio sur es el más bonito. A mí, acostumbrado al empañado cielo de Madrid, me parece simplemente maravilloso.
Distingo con claridad objetos imposibles de apreciar al norte del ecuador, como la Cruz del Sur, la galaxia de Andrómeda y las Nubes de Magallanes, o el sistema de Alfa Centauro y la Nebulosa del Saco de Carbón. “Únicamente desde estas latitudes –susurra Laura a nuestro lado– se puede observar el centro de la Vía Láctea, una ventaja decisiva a la hora de estudiar el funcionamiento de las galaxias espirales”.
Astronomía en la distancia
Seguimos a Laura cerro abajo por una senda que ilumina con una linterna. Abre una puerta en la ladera, subimos una escalera y accedemos a la sala de control que centraliza los datos enviados por los telescopios. Los biombos separan mesas cubiertas de ordenadores, portátiles y monitores con nebulosas, gráficas y tablas de datos. Reina una atmósfera distendida pero de alta concentración. Parejas formadas por un operador de telescopio y un astrónomo gestionan las investigaciones solicitadas. Entre ellas se incluye Yara Jaffe, una astrofísica venezolana muy orgullosa de trabajar en este paraíso astronómico: “Además –nos confía– en mis horas libres puedo llevar a cabo mis estudios en astronomía extragaláctica”.
La rutina sigue dos pautas, nos indica José Velásquez, un operador con formación en informática. Una es el modo servicio: el astrónomo de plantilla comunica al operador las coordenadas enviadas por un investigador externo y, cuando el telescopio está orientado, aquel le pasará el testigo a su colega para que este controle el instrumento y la recogida de datos. “En este instante –ejemplifica– con mi compañero estamos observando por cuenta de un alemán, del cual no conocemos más que los papeles que nos han dado”. La otra opción –el modo visitante– se reserva a estudios complejos que demandan la presencia del investigador para la toma de decisiones en tiempo real.
Proyectos de todo el globo compiten por el tiempo disponible ante un comité externo del ESO. Tienen preferencia los científicos de los 16 estados miembros, entre ellos España, además del país anfitrión, el cual, por aportar la materia prima –el cielo y el suelo–, dispone del 10% de las horas de observación. “Ha sido un impresionante estímulo para Chile”, asegura Laura. “Pese a su escasa tradición en la disciplina, hoy cuenta con un centenar de astrónomos con acceso al instrumental más puntero”. Por no hablar del beneficio adicional de las enormes inversiones en la construcción de los observatorios: ¡solo 1.300 millones de euros en Cerro Paranal!
Un par de papers al día
Nadie dirá que la apuesta por Paranal no ha arrojado dividendos. El primer exoplaneta fue observado directamente aquí por primera vez en 2004. El Nobel de Física de 2011 se lo dieron a Saul Perlmutter y sus colegas por descubrir mediante los VLT que la expansión del universo se está acelerando. Con los mismos aparatos, un equipo internacional cifró la edad de la estrella más antigua de nuestra galaxia en 13.200 millones de años.
Otro grupo obtuvo la evidencia definitiva de que las explosiones de rayos gamma proceden del estallido de supernovas. Y la técnica fotográfica de la óptica adaptativa confirmó la existencia de un agujero negro supermasivo en el centro de la Vía Láctea. “Con los datos recogidos se produce una media de dos papers de calidad al día”, sacan cuentas en el ESO. Si bien el observatorio “puede investigar en casi cualquier rama de la astrofísica”, resume Fernando Comerón, responsable de la organización en Chile, “destacan sus contribuciones en el campo de los planetas extrasolares, así como en algunos de los objetos más alejados, dándonos una visión directa de la formación de estructuras en el universo primitivo”.
La Vía Láctea se arquea a través de esta excepcional panorámica en 360 grados del cielo nocturno sobre la plataforma de Paranal, sede del Very Large Telescope. / ESO/H.H. Heyer
El palmarés es el corolario de un recorrido iniciado en 1952, cuando Europa, dispuesta a competir en las grandes ligas, fundó el ESO. Sus observatorios, se acordó, se emplazarían en zonas deshabitadas, secas y con atmósfera estable que no absorba la radiación infrarroja. “Situando telescopios de gran potencia bajo unos cielos que todavía estaban relativamente poco explorados”, relata Comerón, se quería optimizar recursos. El otro factor decisivo fue “la calidad para la observación de algunos lugares del hemisferio sur”, añade. “La opción inicial era el desierto del Kalahari”, precisa Massimo, “pero las pruebas demostraron que Atacama ofrecía mejores condiciones”. En 1963, se formalizó la asociación con Chile, cuyos frutos se concretaron en La Silla, en Paranal, y después en el ALMA. “El próximo paso será Cerro Armazones”, afirma.
Dos telescopios gigantes en marcha
¿Armazones? El nombre nos suena; ya, poco antes de llegar vimos un cartel anunciando el desvío que conduce a dicho cerro de 3.000 metros de altura. En su cúspide se alzará el Extremely Large Telescope (ELT), que captará su primera luz en 2024. De que en estos pagos no se andan con chiquitas lo corroboran las 2.700 toneladas de peso del artefacto, su costo estimado en 1.100 millones de euros y su espejo de 39 metros de diámetro, con “una superficie diez veces mayor a la de cualquier otro telescopio”, especifica la astrónoma Linda Schmidtobreick. No le faltará compañía: Estados Unidos erigirá en Las Campanas el Giant Magellan Telescope. Sus siete espejos formarán una lente de 24,5 metros que ofrecerá imágenes diez veces más definidas que las del telescopio orbital Hubble, al módico precio de 900 millones de euros. El mismo país construirá en Cerro Pachón el Large Synoptic Survey Telescope, cuya cámara digital de tres millones de píxeles cartografiará la Vía Láctea, amén de buscar materia y energía oscura y objetos pequeños del sistema solar.
Si en la Edad Media los occidentales rivalizaban por levantar la catedral más próxima al cielo, aquí sus descendientes pugnan por diseñar los ojos de la humanidad que vean más lejos. En una década, Chile, que ya reúne el 50 % de la capacidad de observación astronómica mundial, alojará el 70 %.
Comerón celebra “la saludable competición por comprender algunas de las grandes cuestiones de la astrofísica. Los telescopios actuales reciben un número de propuestas que excede en casi cinco veces el número de noches disponibles. Contar con más telescopios aligerará esa presión. Hay suficiente cielo como para que no haya solapamientos”.
¿Qué deparará el cielo sureño a las colosales máquinas? Mucho, sin duda; la próxima generación de astrónomos no dará abasto con “la caracterización de planetas extrasolares, el estudio de las poblaciones estelares de otras galaxias, la evolución de las galaxias desde las primeras etapas del cosmos hasta la actualidad, o la identificación de cambios en las constantes físicas a lo largo del tiempo, para lo cual el universo entero se puede considerar un inmenso laboratorio”, conjetura Comerón. Pero sabiendo que lo sorpresivo es el don de la ciencia, juzga “más probable que se aborden cuestiones que no podemos siquiera prever, u otras enormemente ambiciosas como la búsqueda de vida fuera de nuestro planeta o del sistema solar”.
Y con esas grandiosas perspectivas abiertas en nuestro horizonte mental, nos retiramos a dormir en la residencia, no sin antes alzar por última vez la vista a ese firmamento que satisface como ningún otro el derecho a un cielo puro proclamado en la Declaración Universal de Derechos de las Generaciones Futuras.
No son pocos los españoles beneficiarios del tiempo de observación asignado a los países miembros del ESO. Por ejemplo, Miguel Santander, del Grupo de Astrofísica Molecular del Instituto de Ciencias de los Materiales/CSIC, con tres proyectos basados en los telescopios de Paranal, siempre vía internet. El último de ellos confirmó de modo observacional una hipótesis sobre la formación de las supernovas a partir de la fusión de dos enanas blancas, un hallazgo publicado en Nature. “Sin esos aparatos hubiera sido imposible confirmarlo”, asegura Santander: “el acceso a telescopios de gran tamaño es vital para la astrofísica, decantada por objetos cada vez más remotos”.
En Atacama ha estado varias veces María Rosa Zapatero Osorio, astrofísica del Centro de Astrobiología/CSIC. La primera vez fue con el propósito de obtener el espectro de enanas marrones y planetas aislados, “un tipo de observación que requiere mucho tiempo de preparación y toma de decisiones in situ”, recuerda. Su balance no puede ser más positivo: “El entorno ayuda muchísimo, la gente se vuelca a hacer que la observación tenga éxito”. Su satisfactoria experiencia personal no le impide ser crítica: “Los españoles deberíamos explotar más estos recursos”, dice. “En los últimos cinco años, nuestro número de propuestas presentadas ha caído, una consecuencia de la falta de recursos humanos agravada por los recortes”, se lamenta.