Si las pseudociencias son fruto de la ignorancia, ¿cómo se explica que entre los fans de los oráculos zodiacales haya muchas personas con estudios medios o superiores? Una lectura atenta revela que el contenido de los horóscopos no tiene nada que ver con la astrología, sino con una psicología barata de apoyo que apela a la ‘inteligencia emocional’ de lectores predispuestos por los manuales de autoayuda.
Lo hemos escuchado mil veces: ¡qué vergüenza la presencia de astrología en la prensa! La queja recurrente de científicos y divulgadores tiene fundamento: sacando honrosas excepciones (Público, por ejemplo), los horóscopos campan a sus anchas en las páginas de los periódicos, sea en los de referencia o en los gratuitos.
Tan firme se muestra esta apuesta editorial que, hace unos años, un amigo profetizó que, antes que suprimir los horóscopos, los editores preferirían quitar los suplementos de ciencia. Hasta el momento su profecía se viene cumpliendo a rajatabla. Si bien en algunas ediciones en papel los oráculos zodiacales han desaparecido, en conjunto han ganado espacio en los diarios digitales, como se aprecia en ABC.es, que además ofrece el horóscopo chino.
Los editores se justifican diciendo que a los lectores les gustan. Para mí lo curioso no es tanto el tirón popular de la astrología como el nivel educativo de sus fans. Ya en los años 80 una encuesta francesa advertía que aquella contaba con más seguidores entre personas con estudios medios o superiores que entre quienes tenían apenas el graduado escolar (que esa estadística no ha perdido vigencia me lo acaban de confirmar mis alumnos universitarios, forofos confesos del horóscopo de 20 Minutos). Tremenda desilusión: se pensaba que las pseudociencias eran fruto de la ignorancia, un vestigio oscurantista que la modernización tarde o temprano liquidaría como la luz barre las tinieblas; mas la educación no ha tenido el efecto esperado. ¿Cómo se explica esto?
Veamos. En una primera lectura lo que sorprende de estos augurios es que, sacando su organización conforme al zodiaco, apenas hablan de astrología. Nada de casas astrales, oposiciones, alineaciones o nexos entre la posición de los planetas y los consejos que de ellos se derivan.
Por eso los astrólogos tradicionales tachan a los “horroróscopos” –así los llaman– de versiones pervertidas de su disciplina para consumo masivo; y en verdad parecen elaborados por un programa que día tras día combina los mismos signos, avisos y buenas nuevas sobre los ejes de amor, dinero y salud.
De eso sabía mucho Theodor Adorno, que en los años 50 estudió sesudamente los horóscopos de Los Angeles Times. Observaba el filósofo que estos se limitaban a dar consejos imbuidos de sentido común. El misterioso orden de las esferas celestes se veía reducido a la más prosaica cotidianidad; en su pequeño mundo astral no había catástrofes en ciernes –salvo accidentes de tráfico–, ni osadas peripecias que acometer –todo resulta practicable–; tampoco aludían a conexión cósmica alguna; de hecho, el lector interpelado aparecía escasamente conectado con el mundo, encerrado en sus microgrupos de familiares, vecinos y compañeros de trabajo.
Poco han cambiado desde entonces. Una lectura atenta revela que el cometido de los horóscopos sigue siendo el mismo: promover la ‘inteligencia emocional’ (“No juzgues a los demás en el trabajo; te supondrá una pérdida importante de energía”); ajustar al destinatario a su medio (“Tienes que encontrar la manera de compaginar de un modo lógico tu vida doméstica y familiar con la vida laboral”); y en este sentido son conformistas.
El malestar causado por el entorno es reconducido al lector: si en el trabajo nos va mal, es por no saber llevarnos con el jefe; si sufrimos, es por hipersensibles; si nos decepcionan, es por fiarnos demasiado (“Debes tener cuidado con la información que das a tus compañeros”).
Para los problemas sociales, señalaba Adorno, prescriben soluciones individuales y pragmáticas (dormir mucho, saber controlarse, conocer gente influyente...). De ahí la observación de Barthes: contra un fondo de aparente determinismo, la astrología se proyecta como una escuela de voluntad. No enseña a comprender mejor la vida y su intríngulis, sino que prepara para un mundo competitivo donde lo único que cuenta es el éxito.
De los consejos se deduce la imagen de su destinatario ideal: un adulto joven (treinta y pocos años), enamoradizo (que debe contener sus impulsos para no perjudicar su equilibrio psíquico y su carrera profesional), para quien la vida está llena de amenazas (desamor, desempleo, enfermedad); un individuo subordinado a sus superiores al que sin embargo se muestra como capaz de tomar decisiones y se le prometen desenlaces felices.
No interpelan a viejos, pobres, enfermos crónicos ni minorías ninguneadas; y no porque estas no consuman horóscopos, sino porque, igual que en el universo de ensueño de la publicidad, el lector debe identificarse con personas sanas y jóvenes de clase media, capaces de aprovechar los resquicios de un destino fijado de antemano.
Visto lo visto, razonaba Adorno, los dictámenes de los astros se parecen sospechosamente a las prescripciones que la sociedad nos dicta continuamente. Ya no resulta tan sorprendente que los individuos instruidos sean más susceptibles a estos reclamos que, pese a su aparente esoterismo, exudan un realismo más bien ramplón.
Esos lectores ya vienen predispuestos por los manuales de autoayuda; son los mismos a los que se les exige que persigan su realización personal por encima de todo, que dependan menos del Estado y su paraguas asistencial; que sepan gestionar su vida. En definitiva, que para ser más autónomos se vuelvan “expertos en sí mismos”, adquiriendo un conocimiento de sus puntos fuertes y débiles y de los medios para alcanzar sus objetivos.
Mas en la práctica la pregonada autonomía se traduce en una dependencia de nuevo cuño: la subordinación a los especialistas privados que enseñan a ‘autogestionarse’. Quien no pueda contratar sus tecnologías del Yo deberá apañarse con los horóscopos y su barata psicología de apoyo.
Y digo barata porque no se trata de la psicología orientada al conocimiento crítico de la personalidad propia y ajena, sino de un sucedáneo que encadena al sujeto a quienes presuntamente saben lo que le conviene mejor que él mismo. Es en nombre de su autoridad racional –y no de los movimientos celestiales– de quien habla el autor de estos compendios de consejos banales, cuya fuerza persuasiva se apoya en el ejercicio sucesivo de los papeles de consultor sentimental, entrenador personal, psicólogo o asesor financiero. La obediencia a las estrellas se revela entonces un mero subterfugio para cumplir con los mandatos de los expertos.
En esta función los horroróscopos no están solos; recetas semejantes abundan incluso en las revistas de divulgación: la ‘astrología popular’ es uno de tantos discursos modernos que ofrecen un empoderamiento ficticio al habitante del siglo XXI.
Pablo Francescutti es sociólogo, profesor e investigador en el Grupo de Estudios Avanzados de Comunicación de la Universidad Rey Juan Carlos (URJC) y miembro del Grupo de Estudios de Semiótica de la Cultura (GESC).
Es miembro de la junta directiva de la Asociación Española de Comunicación Científica y dirige el Taller de Periodismo Científico y Ambiental de la URJC.