El pasado 2 de junio se hacía público el primer caso de difteria en España desde 1986. El afectado, un niño de seis años que no había sido vacunado, sigue en cuidados intensivos, y ocho de sus compañeros son portadores de la bacteria responsable de la enfermedad. Roi Piñeiro, miembro del Comité de Medicamentos de la Asociación Española de Pediatría, nos desvela las claves de una infección que ha puesto en el centro de la polémica la peligrosa corriente antivacunas en la sociedad española.
La vacuna de la difteria lleva décadas empleándose en España. ¿Quién debe vacunarse?
Sin duda, todos los niños. Según el régimen recomendado por la Asociación Española de Pediatría (AEP) y el Comité Asesor de Vacunas de la AEP (CAV-AEP) son tres dosis a los 2, 4 y 6 meses, con una cuarta dosis entre los 15 y los 18 meses, una quinta dosis a los 6 años y una sexta dosis a los 11-12 años. Posteriormente puede darse una dosis de recuerdo en caso de contacto próximo con caso confirmado, siempre que hayan pasado más de 5 años desde la última vacunación. Las dosis de recuerdo se administran habitualmente junto con las vacunas contra el tétanos y tosferina.
¿Qué peligros entraña esta infección para las personas contagiadas?
Se trata de una enfermedad infecciosa grave, con cifras de mortalidad que pueden alcanzar hasta el 20% en menores de 5 años y mayores de 60 años sin tratamiento. Con terapia también existe riesgo de mortalidad, de aproximadamente el 5%, así como de morbilidad, es decir, secuelas tras la infección. No todas las personas que han sido contagiadas desarrollan la enfermedad. Como en todas las enfermedades infecciosas, el huésped (el paciente) también influye. Aquellas personas que no desarrollan la enfermedad pero son portadores de una cepa toxigénica pueden transmitir la difteria durante incluso seis meses si no son tratados para erradicar la bacteria.
¿Cuánto se prolonga la inmunidad? ¿Las personas de 60 años están en la actualidad inmunizadas?
La inmunidad no se suele prolongar más de 10-15 años desde la última dosis. Sin embargo, la ‘memoria’ de los glóbulos blancos puede permitir el desarrollo de anticuerpos en caso de contacto con la bacteria. Esto, una vez más, depende de cada huésped. En cualquier caso, los mayores de 60 años no están inmunizados en la actualidad si no han recibido nuevas dosis de recuerdo desde la infancia y constituyen, por tanto, una población de riesgo. De ahí la importancia de que todos los niños estén correctamente vacunados, entre otros múltiples motivos.
¿Existen otras medidas frente al patógeno?
Contra la difteria, la única medida de control eficaz que se conoce en la actualidad es la vacunación, a través de un programa de inmunización infantil que logre y mantenga un alto nivel de inmunidad en la población. Un problema añadido es que la enfermedad no confiere inmunidad natural en todos los casos, es decir, una persona puede enfermar de difteria varias veces a lo largo de su vida.
¿Cuál es la probabilidad de infectarse estando vacunado? ¿Y sin vacunar?
La vacunación presenta una tasa de protección frente a la enfermedad superior al 97%. Estando vacunado es prácticamente imposible, de ahí que no haya habido ningún caso en España desde 1986. La transmisión de la difteria es por vía aérea, a través de gotitas respiratorias, así que para el contagio es necesario un contacto estrecho (dentro de la familia la tasa de transmisión puede ser similar a la de la gripe): miembros familiares; amigos, parientes y cuidadores que visiten el domicilio regularmente; contactos íntimos/sexuales; contactos de la misma clase en el colegio; personas que comparten el mismo despacho en el trabajo; y personal sanitario expuesto a las secreciones orofaríngeas del caso.
El riesgo de anafilaxia tras una vacuna es de 0,65 casos por cada millón de dosis. / Lance McCord
¿Qué consecuencias tendría implantar la obligatoriedad de cumplir el calendario vacunal?
Se trata de un tema complejo. Aunque son excepcionales, las vacunas también pueden tener efectos secundarios. De hecho, no toda la población puede recibir todas las vacunas, como los niños o adultos inmunodeprimidos o en tratamiento con quimioterapia. En EE UU se exigen para poder iniciar la escolarización y las tasas de inmunización en niños no son superiores a las nuestras. Creo que las medidas que se están aplicando en Australia serían más útiles, con un aumento de los impuestos o una disminución de las ayudas sociales para los padres que deciden no vacunar a sus hijos.
¿No estaría usted está de acuerdo entonces en su imposición?
Yo creo que la obligación no es el camino. A quien hay que perseguir y multar, y probablemente prohibir su existencia, es a todas las asociaciones que se dedican a crear sombras en torno a la vacunación en niños y a mal informar a millones de padres que solo buscan lo mejor para ellos. Desde luego cómo actuar con los colectivos antivacunas es un tema polémico. Sin llegar a obligar algo hay que hacer, porque en la actualidad el Estado está siendo demasiado permisivo y comprensivo. Y es la salud de todos la que está en juego, no solo la de los que no se vacunan.
¿Cuándo comenzó en España el fenómeno antivacunas?
No es fácil definir cuando comenzó la corriente, pero sin duda gran parte de su origen se debe a la publicación de Andrew Wakefield (Lancet, 1998) relacionando la vacuna del sarampión con la aparición de autismo. Pocos años después el propio autor reconoció que se había inventado los datos del estudio. Se comprobó además que Wakefield había actuado movido por intereses económicos, recibiendo importantes comisiones de los grupos antivacunas y por el asesoramiento a las familias. Sin embargo, y a pesar de que el artículo fue retirado, el beneficio de las vacunas ya había sido cuestionado y el daño estaba hecho.
¿Cómo es de potente en nuestro país?
La propagación del movimiento antivacunas ha sido exponencial desde entonces, y cada vez son más frecuentes los grupos de niños no vacunados por decisión de los padres, todo ello rodeado de una peligrosa moda asociada a miedos, temores y mitos sobre la vacunación. El reciente caso de difteria ha provocado un movimiento social contra los antivacunas que nunca antes se había visto en España. Y es que no hay nada como que toquen lo nuestro. Cuando es nuestro recién nacido el que está en peligro por culpa de los vecinos que no han vacunado a su hijo, entonces ya no somos tan comprensivos. Y con razón.
Roi Piñeiro describe algunas de las creencias más extendidas sobre las vacunas y cómo los estudios científicos rebaten estos mitos.
Las vacunas pueden producir reacciones graves. “Es cierto que, excepcionalmente, puede aparecer una reacción grave, la anafilaxia, que precisa atención médica inmediata. Por esto, se recomienda que los niños esperen un tiempo de 15-20 minutos en el centro médico tras ser vacunados. Según los estudios científicos, el riesgo de anafilaxia es de 0,65 casos por cada millón de dosis. Pero aún en estos casos, la gran mayoría no es mortal”.
Las vacunas contienen componentes perjudiciales para el niño. “Estos componentes, como aluminio y conservantes, son necesarios para aumentar la respuesta inmunológica y conservar la vacuna en buen estado desde la fabricación hasta su administración a los niños. Todos estos componentes son rigurosamente regulados antes de que una vacuna pueda ser comercializada”.
Según explica Piñeiro, “por un lado los adyuvantes aceleran, potencian y prolongan la respuesta inmunológica y suelen ser sales de aluminio. La cantidad de aluminio presente en una vacuna es mucho menor de la que puede encontrarse en una dieta normal, incluida la lactancia materna. Ningún estudio ha conseguido demostrar una intoxicación por aluminio secundaria a la administración de las vacunas”.
“Por otra parte, los estabilizantes son los encargados de que la vacuna mantenga sus propiedades. Entre ellos hay azúcares, aminoácidos, gelatinas y sales”, añade. “Y, por último, los conservantes mantienen los viales libres de contaminación. Se trata de antibióticos y sustancias como el fenol que impiden el crecimiento de microorganismos u otros contaminantes”.
Las vacunas llevan mercurio. “El tiomersal es un derivado mercurial. Se usó hace años para evitar la contaminación por bacterias u hongos en las vacunas. Estudios rigurosos realizados por la Organización Mundial de la Salud han demostrado que no existe ningún tipo de evidencia científica que relacione el tiomersal con ningún tipo de daño neurológico ni autismo. También se ha descartado su relación con el trastorno de déficit de atención e hiperactividad. Pese a ello, por un principio de precaución, el tiomersal se eliminó de todas las vacunas infantiles. Actualmente, ninguna vacuna del calendario vacunal contiene tiomersal o derivados mercuriales (esté financiada o no por el Sistema Público de Salud)”.